martes, 30 de septiembre de 2008

Impulsos

Ayer me levanté con ganas de tomar decisiones. Estaba en Manali y una extraña prisa se apoderó de mi. Prisa por tomar un camino, por moverme, por hacer algo. No sé por qué me pasó. Manali es un lugar tranquilo -muy tranquilo- en el que relajarse con las aguas termales que emanan del templo, pasear por el río y sentarse a ver la vida pasar. Pero algo dentro de mí no podía esperar. Y tomé dos decisiones por impulso absoluto : la primera, regresar a Delhi; la segunda reservar ya un billete con destino Bangkok. Puedo ser muy indecisa a veces, pasarme día y días pensando dónde y cuándo haré aterrizar mi siguiente vuelo. Pero luego, me levanto una mañana y sin razón aparente, cambio el rumbo de todo en un plis-plas. Siempre hago igual.

Y ahora toca asumir las decisiones. Con la primera ya he empezado a hacerlo. He llegado esta mañana a Delhi tras 16 horas en un autobús horroroso, en el que sólo había otro guiri -sentado a mi lado, por cierto- y que para más INRI, hablaba sólo -lo juro-, bebía cerveza a bordo y me ha intentado robar el MP3. A esto sumadle los baches, las curvas, la música bolliwudiense a toda ostia de uno de los pasajeros y las extrañas paradas del vehículo a horas intempestivas para quién sabe qué, y tendréis una pintura bastante realista de mi viaje. Lo dicho, que estoy en Delhi. Y aunque me apetece -en parte porque necesitaba algo de ciudad tras tantos días en las montañas, en parte porque podré escribir un artículo importantísimo sin los cortes de luz que caracterizan al norte y que me dejan sin ordenador a menudo, en parte porque Matt se halla aquí y me apetecía verlo-, bastan 24 horas más en esta ciudad ruidosa, caótica y estresante para que me acabe arrepintiendo. I will see. De momento, ya digo, la cojo con ganas. Y supongo que es porque me siento fuerte. Delhi puede llegar a hundirte en la mierda si estás bajo de moral. Pero este no es mi caso ahora. Me siento en plena forma y creo que seré capaz de sonreírle a la ciudad durante unos días.

La segunda decisión, la asumiré cuando toque. No queriendo esperar hasta el 14 de octubre -el primer día que Indian Express Airlines tenía libre para su vuelo baratísimo desde Calcuta a Bangkok- ayer compré un billete con las aerolíneas de Bangladesh. Y no es sólo el nombre no me suene nada seguro -ya me han hablado de sus retrasos constantes-, sino que tengo una escala en Dakha -la capital del país- en la que deberé hacer noche. Muy probablemente en el mismo aeropuerto, pues no voy a pagar visado por un solo día.

Quién me mandaría a mi ayer levantarme con ganas de tomar decisiones.

domingo, 28 de septiembre de 2008

Tengo novio

Tengo novio. O eso piensa media India. Ya había utilizado esta técnica con Matt y Javier cuando viajaba con ellos, pero ahora se trata de una pareja imaginaria que pulula por algún lugar de Asia y con la que en breve me reencontraré. Se trata de una suerte de mentira piadosa para que los locales me dejen tranquila. Una técnica de efectividad dudosa, la verdad.

Pero estoy tan acostumbrada a soltarlo a la primera de cambio que hoy lo he hecho con un occidental. Y estoy preocupada. ¿Estaré adquiriendo doble personalidad? ¿Me estaré creyendo mi propia bola y me deprimiré el día que vea que no me llegan rosas, que mi cama está vacía, que nadie me llama cada día para preguntarme cómo me va?

El chico en cuestión, de otro lado, no lo merecía. Se llama Gil, es israelí aunque reside en Sudáfrica y tiene novia, por lo que no había peligro de ataque indeseado. Nos hemos conocido en el autobús nocturno de Dharamsala a Manali y, aunque nos alojamos en el mismo hotel, ni siquiera estamos compartiendo habitación.

Era absolutamente innecesario. Pero me ha salido asi. Y ahora el no deja de preguntar sobre la vida de mi supuesta pareja, por qué viajamos separados, cuándo nos reencontraremos... 

sábado, 27 de septiembre de 2008

Adiós, Dharamsala

En un par de horas abandono Dharamsala. Me ha costado. Llevaba días repitiéndome que debía continuar mi camino, que al día siguiente me iba, pero luego siempre encontraba la excusa necesaria para prolongar la estancia un día más. El martes fue el hallazgo de Alberto, el miercoles el de Mauricio, el jueves la clase del Dalai Lama, el viernes el spanish team que conocí en Bagshu y ayer una boda. Esta mañana, al despertar, no sabía que me iría. Estaba dispuesta a encontrar otro pretexto para quedarme.


Pero desayunando me he encontrado con toda la trouppe -Alberto, un mallorquín, un brasileño y una israelí con los que he pasado los últimos días-. La conversación ha versado sobre cuando marchábamos y la mayoría lo hacían entre hoy y mañana. Sé por experiencia lo que es quedarse el último cuando todos tus nuevos amigos se van. Y he decidido que iba a ser la primera en abandonar el barco.


Dharamsala te atrapa. Vine para cuatro o cinco días y me he quedado casi dos semanas. Es guiri -de lo más guiri que se puede encontrar en este país-, pero tras un garbeo por la caótica, calurosa y abarrotada India, se agradece llegar a este oasis de paz, facilidades, vistas y amabilidad. Echaré de menos a los tibetanos y a su modo de hacer tranquilo y sin agobiar. Echaré de menos el dormir con dos edredones, la chaqueta cuando el sol no brilla, las bambas, los calcetines, la pashmina. Echaré de menos la terraza con vistas sobre las montañas de mi Guest House, el Bagshu Cake, el Hello to the Queen, el Buffi -no sé por qué, pero Dharamsala es el paraíso de la pastelería… quizás porque está llena de israelíes y a estos les gusta vivir bien-, los momos. Echaré de menos el que ya medio pueblo me conozca, a mis alumnos de la clase de conversación de inglés, al kashmiri de la tienda de colgantes, al limpiador de mi hotel. Echaré de menos las veladas en Bagshu, las cervezas compartidas, las noches de guitarra en el bar. Echaré de menos las estrellas de vuelta a casa, los perros ladrándome, la linterna en la oscuridad. Echaré de menos el templo, la proximidad del Dalai Lama, los monjes cenando en la mesa de al lado -ahora mismo, mientras escribía, ha pasado una procesión portando velas por delante del bar-, el museo con la historia de este pueblo que en su día me hizo llorar.

Lo echaré de menos pero debo irme. Mis pies me piden continuar.

De boda

Fue absolutamente surrealista. Ayer estuve de boda. De boda medio india, medio israelí. De boda de conveniencia -a ambos les interesaba la nacionalidad del cónyugue para vivir en su país: intereses cruzados, diría yo-. De boda interracial en un restaurante coreano situado en pleno centro tibetano en la India. Bendita globalización. A mi me gustan estas cosas. Sé que es impopular decirlo, pero me hacen gracia. Sobretodo, si suena Manu Chao de fondo y estoy sentada en una mesa con un brasileño, una kurda y un español.




viernes, 26 de septiembre de 2008

Para Dod

Este post lleva dedicatoria. No se trata de nada de mi presente, sino de mi pasado. Tiene que ver con Javier y conmigo. Con Nepal. Con la nueva religión que creamos juntos, el Proteoceísmo -un canto a la naturaleza y a ese primer ente que creó la vida en el planeta-. Con esos Diez Remiendos tan idiotas y a la vez tan inteligentes. Algún día os los cuento. De momento, ahí van algunos -la conexión a Internet de este país no da para más y suben muy lentos-. Pero iré subiendo más.
Enjoy!


(



La manera en la que el Dios Protozoo -que vive en Cullera para el que quiera entrevistarlo- se manifestaba para que el profeta Javier difundiera al mundo sus palabras, era de lo mas extraña. Los remiendos se las traen, ya veréis. Pero si se piensan un poco tienen todo el sentido del mundo. Os reto a que los descifréis.

jueves, 25 de septiembre de 2008

Encuentros


La suerte sigue de mi lado. Ayer, tras unas coca-colas con una pareja de americanos, Amit -mi profesor de yoga- y su hermano, en las que básicamente nos enseñamos palabras malsonantes en nuestros respectivos idiomas -¿por qué siempre acaba sucediendo lo mismo cuando conoces a gente de otras nacionalidades?-, me encontré con Alberto. Era hora de cenar, así que decimos ir en busca de un lugar en el que poder hacerlo. Y de repente, en aquel restaurante, lo vi: Mauricio. Muchos no sabréis quién es, pero se trata de uno de esos nuevos-viejos amigos que encontré por el camino. En Risickesh, concretamente; hace un mes, para ser más exactos.

Lo celebramos subiendo al terrado de mi casa a echar unos pitillos y mirar las estrellas. Y es que es para celebrarlo. Es lo más parecido a un amigo que puedo encontrar aquí, en Asia -con la excepción de Oscar y Matt-. Ya nos conocemos, ya tenemos superada esa etapa tan cansina de preguntas típicas al estilo de “¿de dónde eres?”, “¿a dónde vas?”, “¿de dónde vienes?” y ¿“por cuánto tiempo viajas?”. Y creedme, es un alivio.

(Hoy, he tenido otro encuentro digno de ser contado. Se llama Jan, es de Vic y lleva dos años y medio viajando con su caravana. Y sólo está en el ecuador de su viaje. Mamá, para que veas: los hay que están peor que yo.)

Cara a cara con el Dalai Lama


No sé si debería decir que me siento afortunada. No sé, ni tan sólo, si me siento así. Hoy he visto al Dalai Lama. Hoy he tenido la ¿suerte? de ser testigo de una de las pocas audiencias públicas que da en esta ciudad -ciudad que acoge el gobierno tibetano en el exilio desde 1960 -. No ha estado del todo mal. Tras haberme levantado a las 7:00 de la mañana para pillar un buen sitio -a lo vieja total ante la boda de una infanta o a lo adolescente histérica ante un concierto de Bisbal- me he encaminado hacia el templo en el que tienen lugar sus enseñanzas. Me he chupado media hora larga de cola y, al llegar al control, me han dicho que no podía entrar ni con la cámara ni con el móvil. De nuevo, para atrás, a deshacer la cola, a retroceder en el pueblo hasta la cafetería en la que suelo conectarme a Internet para pedirle al dueño que me guardara todos los bártulos. Y hacia el templo por segunda vez. Me he colado de todos por la cara y, al llegar hasta el lugar donde iba a ser el discurso, no cabía ni un alfiler. Madrugón para nada.

Me he conformado con sentarme fuera, ante una pantalla de televisión. Con la ¿suerte?, sin embargo, de que justo en ese momento, el Dalai Lama ha aparecido en escena seguido de mil guardaespaldas justo en frente de mi. Por lo demás, el discurso ha sido de hora y media, en inglés -qué poca consideración hacia sus seguidores tibetanos- y de una temática a caballo entre el ¨“sonreírle siempre a la vida” y “el dinero no hace la felicidad”. Tiene cara de buena persona y se descojonaba solo cada cuatro palabras. Me ha caído bien.

Pero no puedo evitar formularme una pregunta: ¿Estar ante el Papa me haría sentir afortunada? No, muy probablemente no.

Cuando todo problema es pensar cuál será el siguiente libro

Ayer acabé otro libro -La Quinta Montaña de Paulo Coelho, sí, yo también he sucumbido a la fiebre asiática por este escritor que, aunque sin convencerme en su estilo, puede llegar a entretenerme con historias bastante bien montadas-. Y es que en Dharamsala leo mucho, escribo algo y paseo poco. Estoy introspectiva. Qué se le va a hacer.

Así que, sintiendo la urgencia de hacerme con otro libro en el que sustentar mis desayunos, mis comidas y mis cenas, me encaminé hacia una de las múltiples librerías -para guiris- que copan el pueblo. Fue un tanto desalentador. Sé por experiencia que uno no puede pretender encontrar el libro de su autor favorito y en su propio idioma cuando se halla en mis circumnstancias. Pero sí algo mínimamente potable, por favor. Y no parecía que lo hubiera. A primera vista, allí no había más que libros sobre budismo, yoga, espiritualidad y auto-ayuda. Busqué un poco más. Y, finalmente, bajo un montón de polvo y papeles hallé dos libros susceptibles de acompañarme en los próximos días: Love in the time of cholera de Grabiel García Márquez y Sputnik Sweetheart del japonés Haruki Murakami. Estuve a punto de comprarme los dos. Luego pensé que mejor no, que era muy tonto acarrear con ambos con lo llenísima que iba mi mochila; y empecé a decidirme por García Márquez. No, tampoco: ya que tengo la suerte de hablar y leer el mismo idioma que el colombiano, lo mejor es esperar a encontrar el libro en castellano y no perderme ni una coma de lo que el genio quiso expresar. Finalmente tomé el de Murakami -quizás un tanto influenciada por la teoría de mi buen amigo Brig, que opina que siempre queda muy cool leer un par de novelas, aunque sean malas, de autores exóticos cuyo nombre suene bien-.

Mutakami suena bien. No cabe duda alguna. Aunque leer sobre una adolescente lesbiana enamorada de una mujer diecisiete años mayor que ella, no sé si es lo más apropiado hallándome en Dharamsala. De momento está entretenido. Os mentengo informados sobre si erré o no mi decisión.

martes, 23 de septiembre de 2008

Castellano en tiempos difíciles

Ayer se lo contaba a Marjin: cuando hace mucho que no hablo castellano, me parece oirlo en todas partes, en boca de los locales, sea cual sea el país donde esté. En Filipinas era normal: tienen multitud de palabras españolas herencia de una colonia de muchos años. Pero en India no. Y anteayer volvió a pasarme. Paseaba por el pueblo y de repente oí hablar castellano tras de mí. Tuve que girarme para comprobar que eran dos indios de mirada oscura y ropas andrajosas en lugar de los paisanos que yo había imaginado. Y hablaban hindi, por supuesto. No había sido más que una mala jugada de mi subconsciente.

Lástima. A veces uno necesita hablar su propio idioma. En ocasiones, uno lo rehuye -quiere practicar inglés, conocer gente diferente, alejarse un paco más del país del que ya se ha distanciado fisicamente-; en otras, se añora y se busca, se sueña y se quiere. Yo llevaba varios días sientiéndome así. A la caza de un español -o latinoamericano, en su defecto- con el que poder entretener una tarde sin tener que esforzarme demasiado pensando qué quiero decir y dando rodeos para lograrlo.

Ayer la suerte estuvo de mi lado. Comía en la terraza de mi Guest House cuando aparecieron dos chicos y una chica. Hablaban inglés, pero sonaba como si aquel no fuera el idioma nativo de ninguno de ellos. Yo seguí leyendo -no acostumbro a abordar a los guiris por muy desesperada que esté-. Pasaron varios minutos, media hora quizás. Yo notaba como uno de ellos, sobre todo, me miraba a menudo -sin atreverse tampoco a preguntar sobre mi nacionalidad-. Finalmente nuestras miradas se cruzaron en algun punto a medio camino entre nuestras mesas y me hizo la pregunta mágica: "¿Eres española?". Sonreí. Por fin.

Hablamos y hablamos, como si quisieramos agotar todas las palabras del diccionario español en unas horas. A él le sucedía lo mismo que a mí: hacía mucho que no daba con una compatriota. Por cierto, es de Madrid y se llama Alberto. Lo supe cuando nos despedíamos. Aquí, las presentaciones se hacen siempre al final. Extraña costumbre entre viajeros.

Entre copas

Ayer salí de fiesta improvisada. Bueno, todo lo que se podría llamar fiesta en Dharamsala: dos cervezas en un bar en el que a las 23:00 te echan, con cuatro tibetanos de conversación dificultosa -hablan poco inglés, para que nos entendamos- y que no paran de tirarte los trastos. Me sentí un caramelo a la puerta del colegio, una perita en dulce, una blanca con dinero en medio de personas que ya están imaginando cómo gastárselo. No me gusta pensar eso, de veras que no me gusta. Pero a veces me siento así: un dolar con patas, una bolsa de dinero gigante, un boleto de loteria al que todos quieren jugar a ver si ganan. Quizás no sea sólo por eso. Quizás les guste también mi tez blanca, mi metro setenta de altura, mi pelo tirando a claro.

Yo confío en ellos. Quiero saber de sus vidas, aprender, imaginar sus realidades por un momento. A veces lo consigo -ayer, por ejemplo, Trashi me contó cómo escapó del Tibet caminando montaña a través durante unos 25 días hasta poder refugiarse en Nepal-; la mayoría, me quedo en el intento. Unas cuantas palabras y, en seguida, notas que te quieren vender algo. O que te quieren llevar al huerto, a ver si con un poco de suerte te enamoras y les finacias los siguientes años. O quizás sí que les guste en serio, pero sólo para poder presumir de novia occidental, blanca, alta, rubia -en comparación a ellos lo soy- y con dinero. Es duro darse cuenta de esto: por mucho que me quedara a vivir aquí siempre sería la forastera. Jamás sería una de ellos.

Al margen de esto, disfruté de la noche. Fue divertido ver como todos bebían micheladas -esa porquería mexicana que me gusta a mi: cerveza, sal, limón y tabasco-, mientras luchaban por ver quién era el más guapo del pueblo.

lunes, 22 de septiembre de 2008

Excursión a las cascadas


Hoy el día ha amanecido radiante. Y yo con él. Como bien manda la ley de Murphy, hoy -que ya tenía en mi haber nueva ropa de invierno- he recuperado las camisetas y las sandalias; hoy, que por reiterada, esperaba la visita del extraño otra vez, él no ha acudido a nuestra cita silenciada.


Pero la visión sobre su mesa vacía no me ha deprimido -estará en otra ciudad, en otra mesa, cerca de otra chica que lo mirará y especulará sobre quién, cómo y por qué-. Muy al contrario. He entretenido el desayuno con un viejo-nuevo amigo. No soy capaz de reproducir su nombre por complicado, pero ya llevamos varios días conversando, compartiendo tes y practicando tai-chi en el terrado. Un hombre interesante: ex-monje tibetano, actual hombre de la limpieza del hotel y futuro hombre casado. He esperado a que acabara su turno de mañana y nos hemos ido de excursión a unas cascadas que se hallan cerca de Bagshu. Marjin, una holandesa que he conocido por casualidad, nos ha acompañado.

Ha sido un paseo regular -ni decepcionante ni maravilloso-, pero lo he disfrutado. Sobre todo, por la compañía de la holandesa y del tibetano. El segundo, hacía chistes sin parar; la primera, hace sólo una semana que viaja -se quedará 7 meses- y me he visto reflejada en su ilusión, en sus planes, en sus ganas, en su entusiasmo. Así era yo cuando, hace año y medio, emprendía mi primer viaje en solitario. Yo también me paraba ante cualquier paisaje, miraba al infinito y suspiraba; yo también escuchaba el silencio, apreciaba cada piedra del camino y le sonreía a los pájaros. Ahora lo hago menos. Aunque cuando me pongo, lo hago. A menudo, necesito repetirme muchas veces donde estoy y lo afortunada que soy para valorarlo. Es lo que tiene el acostumbrarse a algo.

Por un momento he envidiado la virginidad de la holandesa -¿viajeramente? hablando-. Acto seguido he pensado que no, que a ella le quedan muchas lágrimas por verter que yo, por suerte, ya he derramado.

(Al regresar de las cataratas nos ha diluviado. Mierda. Luego el cielo se me ha derrumbado encima en forma de enormes pedruscos de hielo que casi agujerean mi chubasquero. Mierda, mierda. Para acabar, se me ha cagado encima un pájaro).


domingo, 21 de septiembre de 2008

A lo occidental

En Dharamsala llueve. Y cuando en Dharamsala llueve, poco se puede hacer. Además, es fín de semana y eso significa que hasta el lunes no doy mi clase oral de inglés para exiliados tibetanos. En días así, odio quedarme en el hotel. Aunque llueva, me enfundo el chubasquero y salgo en busca de algo capaz de arreglarme el día. A veces lo hallo en forma humana -algún espontáneo interesante con el que conversar-; otras, no es más que un bar con encanto en el que leer, una canción escapada de algún balcón que me haga sonreir o un paisaje por el que valga la pena dejarse calar hasta los huesos. Hoy no encontré nada de eso, así que decidí arreglarlo a lo occidental: gastando.

Por la mañana, una sudadera y un par de bambas -lo cierto es que lo necesitaba, hace frío aquí y ya llevaba demasiados días en tirantes y sandalias-. Por la tarde, visita a la Beauty Parlour para que me hicieran todo lo que ponía en el menú. Me han depilado -primero con cera, pera acabarlo a lo tradicional: mediante un hilo enroscado agarrado a la boca que al desenroscarse te arranca los pelos rebeldes de cuajo-, me han dado un masaje de hora y media -unas manos masculinas por primera vez en mi vida, y tengo que reconocer que ha ido genial aunque al inicio tenía reparos- y me han cortado el pelo -sólo había que ver con qué estilo cogía las tijeras la chica para saber que más de uno os hubieráis levantado-.

He gastado 2000 rupias en todo ello -unos 30 euros al cambio-. Sigue lloviendo pero yo sonrio con mi ropa recién estrtenada, mi nuevo corte de pelo, mi piel suave y mi cuerpo relajado.

Oriente no me exime de los remedios de antaño.

El extraño

Hace tres días que lleva sucediendo. Me siento a desayunar en la terraza de mi guest house y aparece él. No sé su nombre, ni su nacionalidad, ni a qué se dedica, ni qué le ha traído hasta este lugar del Himalaya. Pero me gusta. Me gusta por como toma la taza de té con la mano derecha, mientras con la izquierda sostiene un libro que ojea distraído -que yo imagino de Hegel o Nietzsche, aunque lo más seguro es que sea Coelho, tan de moda por tierras asiáticas-. Me gusta por como detiene su lectura de tanto en tanto para perderse por unos instantes -que a menudo se dilatan convirtiéndose en minutos- en la inmensidad verde de las montañas -sólo le falta expulsar el humo del cigarrillo que no fuma con mirada contemplativa para que yo caiga ciegamente enamorada-. Me gusta por su barba de varios días, por su media sonrisa, por como me mira de reojo -estúpido juego entre humanos-, por sus canas.

Jamás sabré su nombre y no me importa. Me basta con saber que si lo supiera se acabaría la magia.

sábado, 20 de septiembre de 2008

Siddhartha

Javier hizo 7.000 kilómetros simplemente para regalarme Siddhartha. Ayer finalicé su lectura -mientras diluviaba ahí fuera y las gotas furiosas le ponían banda sonora a cada página-. Y me pareció que hablaba de mí y de la decisión de quedarme en Asia. De buscar y de encontrar, de mantenerse al acecho de nuevas preguntas siempre -nuevos retos, nuevas sensaciones, nuevas experiencias, nuevos brillos en la mirada- o de simplemente esperar a que la respuesta fuera al encuentro de uno sin buscarla. Siddhartha encuentra la paz cuando ya no la busca; Govinda -el que siempre busca- acaba por no encontrar nada. Bonita metáfora. Puede que sea cierta y que en el empeño de buscar, pase por alto mil cosas que la vida me pone delante sin saber apreciarlas. Quizás en alguna de ellas estaría mi felicidad, pero me la pierdo por no haber sido capaz de pararme a mirarla. Por las prisas, por ansiar más, por no querer que siendo barquero me alcancen las canas.

¿Hermann Hesse habla de mí? Prefiero pensar que no. Que el que busca, encuentra; que el que sólo espera, no halla. De lo contrario, poco sentido tendría lo que estoy haciendo. ¿O estoy en camino constante en búsqueda de nada? Bien pensado, quizás. Lo dije no hace mucho: soy de las que disfruta del camino sin importarle la meta ni lo que le espera al final de la jornada.

Ojalá me encuentre un día un río y me hable al oído como le ocurrió a Siddhartha.

Prólogo a un viaje comenzado

Este blog se inicia en el medio de algo. El pistoletazo de salida lo pone Dharamsala, un pequeño lugar en el mundo situado en algún punto del Himalaya. No es mi primer destino transoceánico, ni siquiera es el primer enclave de este último viaje que ya hace dos meses que me tiene por India y Nepal deambulando. Hubiera sido más fácil que viaje y blog hubieran ido siempre de la mano. Pero mi blog ha decidido nacer ahora -tras más de un año en el continente asiático-. El por qué, puedo intuirlo: porque lo que hasta ahora eran viajes de ida y vuelta, con fecha de caducidad impresa desde el mismo momento de iniciarlos, es hoy una duda eterna, unos puntos suspensivos que no hallan la certeza, un no saber ni cómo, ni hacia dónde, ni hasta cuándo.

Cruzo un puente sin destino. El final es invisible. Quizás no haya nada; quizás haya algo.