miércoles, 16 de marzo de 2011

And so it is...


Existen dos tipos de personas:

1) Los que van a un concierto -cantan, bailan, beben, charlan- y después se van para casa o a seguir la fiesta en otro lado.

2) Y los que van a un concierto -cantan, bailan, beben, charlan- y acaban a ciento cincuenta kilómetros de ese escenario mojando los pies en el océano y paseando por la oscuridad de un bosque casi veinticuatro horas después.

Ante la pregunta de “¿cuándo acabe el concierto, cogemos el coche y nos perdemos por ahí?" mi instinto sólo registra una contestación posible. Un “sí” rotundo, un “por supuesto”, un “qué bueno…”. O mejor todavía, un “¿y por qué no?”.

(A menudo se buscan razones para hacer las cosas, sin caer en la cuenta de que la mejor razón para llevarlas a cabo es que no haya ningún motivo de peso por el que abortar la intención)

Y cuánta razón lleva el instinto…

Nuestro instinto nos llevó hasta un no-plan (hay conceptos que sólo encuentran sentido en el seno de una negación) en el que cada instante se escribía en el segundo anterior. Fue improvisado. Inaudito. Prolífico. Real -sobre todo real-.

Fue una road movie de cinturones bien abrochados, conductor sobrio y nariz de payaso intermitente. Una cama desbordada de cuerpos en algún punto del Empordà. Desayuno para cinco. Sol para todos.

Fue sentirse muy cerca de quien nunca ha estado lejos.

Fue detenerse en medio de la nada, respirar hondo, entregarse a las voluntades atmosféricas y mirar el horizonte con una conciencia absoluta de estar viviendo algo especial. Fue olvidar el tiempo, esconder los relojes. Perderse cien veces (y cien veces + una volverse a encontrar).

Fue aprender a jugar con las palabras, respetar los silencios. Mirar un mar agitado y sentir calma interior. Quedar prendida de un abrazo sin suplicar por un beso. Llevar por bandera la melodía de aquella canción.

And so it is…

Fue la noche concentrada entre las piedras de un pueblo -de cuyo nombre me acuerdo pero prefiero ocultar-. Fueron las estrellas y la luna, los faroles, la tierra y el frío en el aliento. Las doce campanadas -pinceladas de color sobre el silencio- que nos transportaron hasta éste, nuestro particular año nuevo.

Fue la vida adherida a una decisión cotidiana.

Fui yo desnuda de todo alter ego.

Fueron, sobre todo, ellos.