jueves, 13 de mayo de 2010

Berlín o el hombre perfecto

A lo largo de mi vida, los hombres que más hondo me han llegado nunca han sido especialmente guapos. Tenían algo más allá: un aura invisible de atracción fatal que me ataba inevitablemente a ellos más allá de la consabida belleza superficial. Me encantaban. Y aunque mi abuela, mi madre y mis amigos no dieran crédito a que estuviera tan absolutamente colada por alguien que aparentemente -aparentemente- no estaba a la altura de la mujer que llevaba del brazo, yo estaba orgullosísima de que fuera así.

Berlín es lo más parecido al hombre de mis sueños que he encontrado hasta hoy: no especialmente bella, pero auténtica, con carácter, con personalidad. El gris de un discurrir opaco se alterna con el verde de sus parques en una paleta del color que, aunque aparentemente limitada, gana en matices cuando mil colores imposibles estallan en tiendas, restaurantes y clubs de lo más in inundando de luz los ojos poco acostumbrados a engullir tal veracidad de un trago. Las grúas se alternan con monumentos iluminados, las antenas modernísimas con tranvías del ayer, los rascacielos de fachadas de espejo con casitas de planta baja y jardín, los graffiti con piedras históricas.

Tiene algo; lo tiene. Y como los hombres que mi abuela aborrecía, te seduce más por lo que sientes enredada entre sus brazos de calles empedradas, que por lo que ves con una mirada plana, desprovista de experiencia.