miércoles, 17 de noviembre de 2010

Yogures caducados

Recuerdo perfectamente esa primera vez en la que algo que consideraba eterno desapareció sin previo aviso. Tenía siete años y mi madre me estaba esperando a la salida del colegio para decirme que mi abuela acababa de morir. No lo entendí en un primer momento -¿qué es la muerte para una niña de siete años?-, pero con el paso de los días comprendí que, fuera lo que fuera la muerte, se la había llevado a algún recóndito lugar en el que no iba a poder verla. Nunca más. Desde entonces, la vida se ha encargado de arrancarme lentamente de ese sueño infantil en el que todo dura para siempre. Desde entonces, el día a día me ha arrastrado hasta un mundo en el que todo, al igual que los yogures, tiene fecha de caducidad desde el mismo momento en que lo pruebas. Lo jodido es que, a diferencia de los lácticos en envase de plástico, en la vida las cosas caducan sin avisar de antemano. Como aquella vez que mi chico me llevó de cena para romper conmigo en el transcurso de los postres. O aquella otra en la que nos fuimos de escapada romántica por Navidades y regresamos de morros y antes de tiempo. Como aquella ocasión en la que mi coche me dejó tirada en medio de la autopista y jamás arrancó de nuevo. O aquella en la que un amigo se olvidó para siempre de cogerme el teléfono. Recuerdo también aquel jefe que me comunicó que no podían renovarme el contrato o aquel otro que me dijo que el negocio se hundía y que se veían obligados a prescindir de mi puesto. Recuerdo cuando realquilé mi casa de Koh Tao y jamás me la devolvieron. O cuando mi mejor amigo se fue a vivir a India dejándome huérfana de cafés, confidencias y risas. Recuerdo que un día abrazaba a mi gato y al siguiente lo sacrificaban en secreto. Recuerdo perfectamente el día en que mis tejanos preferidos se rompieron. O aquella fatídica ocasión en la que mi ordenador decidió averiarse, llevándose consigo todos mis documentos. Recuerdo que a veces sólo me queda el recuerdo.