miércoles, 29 de octubre de 2008

Tres meses

Ayer hizo justo tres meses que hice las maletas por última vez. Tres meses desde que decidiera hacer de la nada mi patria, de Asia mi tutora, del verde y el azul mi bandera, de los pies mi vehículo, de las sonrisas mi motor, de la adrenalina mi droga, del sol mi techumbre, del calor mi abrigo, de un hombro mi amigo, de cualquier colchón un hogar. Tres meses ya. Tres meses en los que las semanas se atropellan, en los que los días y las noches se confunden, en los que el reloj avanza sin remansos ni tiempos muertos ni piedad. Tres meses ya. Tres meses, cinco aviones, diez mil kilómetros, noventa y dos lunas, veintiséis hoteles, dos pares de zapatos, nueve reencuentros, dieciocho kilos de mochila, dos trenes nocturnos, tres mil ciento cuarenta y una fotografías, tres monedas diferentes, treinta lavanderías, cuatro masajes, cientos de besos, una ración de gusanos, otra de hormigas, seis libros -de los cuales: dos de regalo, dos comprados y dos más intercambiados-, un corte de pelo, dos fiestas, cuatro room mates, cuatro países, algunas lágrimas, mil sonrisas, treinta y tres direcciones de correo electrónico, cinco amigos, muchos conocidos, varios madrugones, doce templos, algunos países con gente a la que visitar, nuevos horizontes, un cubo de recuerdos, dos libras de sueños por soñar.

Tres meses lejos de Barcelona que vienen a sumarse a los casi diez de las otras veces. Tres meses lejos de los míos, de mi habitación roja, de mi cama, de mi calle, del quiosco de la esquina. Tres meses sin llamadas ni mensajes, sin sesión golfa, sin cortados descafeinados de máquina. Tres meses sin la alegría de encontrarme el ascensor en mi rellano al salir de casa. Tres meses sin vino y sin paella, sin televisión en castellano, sin mi armario repleto de ropa y de zapatos. Tres meses sin mi gato acurrucado a mis pies, sin perfume, sin citas, sin besos en el portal, sin domingos de película y manta. Tres meses sin oír a mi madre quejarse de que no me ve el pelo -ahora me lo ve menos pero no se queja-, sin coger el metro, sin conducir mi tartana, sin mirar por la ventana de mi habitación y ver solo ropa colgada. Tres meses sin mis tres despertadores, sin pasear de noche por una calle conocida, sin saludar al panadero, sin gimnasio, sin escapadas de fin de semana. Tres meses sin pensamientos negativos, sin preocupaciones en masa, sin odiarme a mi misma por no saber lo que quiero o por saberlo demasiado bien y estar haciendo nada. Tres meses sin todo lo que me es propio pero más yo que nunca, más fiel a mi misma, más entera, mas valiente, mas sana.

Tres meses sin mi vida y más viva que nunca, sin embargo. Tres meses de los que no cambiaria ni una coma, cuando en Barcelona siempre pienso que quizás hubiera sido mejor tomar la puerta de al lago. Tres meses completa y diluida, feliz, dulce y amarga. Tres meses de quieros y puedos, de acción y reflexión, de adjetivos y verbos, exclamaciones y pausas.

martes, 28 de octubre de 2008

El intruso a medianoche

Realmente no fue a medianoche, pero me he permitido la licencia -¿poética?- de titular así, porque "madrugada" me rompía el ritmo. Pero sucedió de madrugada, a eso de las cuatro, cuando yo estaba profundamente dormida -y lo sé porque soñaba: con K, con su ordenador o con el mío, con una llamada telefónica temprana-.

Ya tenemos el escenario: cuatro de la mañana, una habitación en el tercer piso de una Guest House situada en algún punto de Chiang Mai, una chica -presente- durmiendo semidesnuda sobre una cama king size. Y de repente algo sucede que la arranca del sueño de cuajo. Se despierta sobresaltada, mira instintivamente hacia el lugar del que proviene el ruido. Y lo ve. La puerta de la habitación está abierta y hay un tío en el umbral. Se asusta. Se tapa como puede con la manta que se amontona arrugada a sus pies y le chilla algo ininteligible incluso para ella misma con el único objetivo de que el tipo se marche. Está medio dormida y le cuesta comprender. Pero el tipo no se marcha. Sigue ahí, perplejo, mirándola sin saber muy bien que hacer. Cerrar la puerta e irse sería una buena opción. Pero está demasiado borracho o demasiado excitado por la imagen medio desnuda de ella como para hacerlo. Ella gatea sobre la cama hasta alcanzar el interruptor de la luz. La enciende. Y el tío sigue ahí. Ella le grita un contundente "Go out" y él, todavía sin moverse, sólo acierta a disculparse con un "Sogggrrry, I made a mistake" pronunciado de esa manera que sólo los franceses -seguidos por los israelíes- saben hacer.. Gabacho. Gabacho tenía que ser.

Ella cierra la puerta de un portazo sin responder y se mete en la cama con el corazón palpitándole en la garganta, en las ingles, en los dedos de los pies. Tras un par de minutos, unos gemidos en la habitación contigua le impiden volver a conciliar el sueño. Por lo visto el chico ha encontrado a la chica que buscaba. Hay que joderse.

lunes, 27 de octubre de 2008

Mi mate

Pronunciado “meit” in english, nada que ver con el amargo brebaje argentino que tanto gusta por esas latitudes. No. Mate, en inglés; compañera, en cristiano. O lo que es lo mismo: Olga. El gran descubrimiento de mi mes de octubre.

Llegó hace dos semanas largas y se marchó ayer. Yo apenas la conocía. Es la cuñada de una gran amiga mía y ésta nos puso en contacto cuando yo estaba en Barcelona unos meses atrás. Olga quería trabajar como voluntaria en algún lugar de Asia y Vicky pensó que yo podría echarle una mano. Quedamos en Gracia, en la Musaraña -ahora, al escribir su nombre, una oleada de nostalgia me ha invadido-. Tomamos varios cafés y hablamos -hablé- durante un par de horas sobre el campo de refugiados Karen, sobre mi experiencia allí y lo mucho que la recomendaba. La convencí. Aunque es probable que ella ya estuviera convencida de antemano. Sólo necesitaba el último empujoncito.

La fortuna quiso que cuando llegó a Bangkok, yo estuviera también ahí y decidiera regresar con ella al campo de refugiados. Eso fue el inicio de una gran amistad -estoy absolutamente segura-. Ha sido una compañera de viaje -y experiencia- perfecta. Sin conocernos de nada, partiendo de cero -o de 0’5, si aquellas dos horas de charla en la Musaraña cuentan para algo-, hemos sabido caminar de la mano, avanzar juntas y complementarnos a la perfección. Ni una pelea. Ni una mala palabra. Sólo confesiones, debates vitales, muchas risas y alguna lágrima.

Ayer se fue. Y anteayer lo celebramos. Yo había conocido a un francés aquella tarde tomando algo en un bar y nos invitó a una fiesta por la noche. Tras una vuelta por el mercado nocturno de Chiang Mai, Lom nos vino a recoger con el coche -él vive aquí, igual que el español que después conoceríamos-. Fuimos a buscar a unos amigos suyos a un restaurante -un gallego, un suizo y el resto thais- y nos movimos a un local con espectáculo en directo para acabar en el Spicy. Qué recuerdos. El antro de más mala muerte de todo Chiang Mai, que el año pasado ya había visitado en un par de ocasiones. Hasta donde recuerdo, lo pasamos bien. Bailamos, bailamos y bailamos. Y acabamos la noche en un chiringuito comiendo sopa de noodles y comentando la jugada.

Aquella noche fue la última con Olga. Ahora toca echarla de menos.

viernes, 24 de octubre de 2008

La jaula de oro

Así titulé mi primer artículo sobre Mae Ra Moe, publicado por Lonely Planet hace casi un año. En aquella ocasión, me internaba en el campo de refugiados sin más referente que el de los noticiarios de televisión cuyas enormes explanadas polvorientas, tiendas de campaña, llantos de niños y multitudes peleándose por la ayuda internacional, me habían acompañado durante más de una sobremesa. Inconscientemente, esperaba encontrarme eso; eso que atribuimos a la expresión "campo de refugiados" en nuestro imaginario colectivo -forjado a golpe de fotografía sensacionalista, recorte de diario y reportaje de la 2-. Pero nada que ver. El campo era un lugar precioso: una maldita jaula de oro. Una puta carcel de paredes transparentes colocada en medio del paraíso. Esta segunda vez, aunque ya sabiendo de antemano lo que me esperaba, me sorprendía pensando lo mismo. Y era todavía más bonito de lo que recordaba.

La historia

La historia de los Karen tiene que ver con la nuestra. Con la de occidente y con la del daño que en su día hicimos al resto del mundo. Tiene que ver con la colonización, con los británicos, con promesas que nunca llegaron a cumplirse. Sobretodo una: la de otorgar un estado independiente a una de las etnias minorizarías de Birmania -la actual Myanmar-, los Karen. Pero los ingleses abandonaron el territorio y regresaron a Europa sin cumplir su parte del trato, dejando al país sumido en una sangrienta y nada ecuánime guerra que ya dura demasiado. Los birmanos aseguran que todo lo que queda en el interior de las fronteras les pertenece y pretenden hacerlo entender pistola en mano; los Karen encajan los golpes como pueden y siguen defendiendo que un pequeño territorio dentro de ellas debe ser su estado. El conflicto lleva perpetuándose varias décadas. Y con él la masacre, la quema de aldeas, las violaciones, las torturas, los asesinatos, las huidas al bosque -donde por increíble que parezca, existen familias enteras escondidas durante años- y los numerosos contingentes que acuden a Tailandia para ser refugiados.

El campo

El trayecto en el jeep hasta Mae Ra Moe ya me hizo retroceder en el tiempo: la misma carretera imposible, los mismos baches, el mismo volumen de fango en el que se hincaban las ruedas patinando, la misma vegetación espesa a lado y lado. En mi MP3, como siempre, Sabina. En mis venas, las ganas; en mi cabeza, la duda; en mi estómago, los nervios resonando.

Y al llegar al campo, bofetada de belleza. De verde, de agua, de risas, de sol de mediodía arrancando a la escena colores imposibles. El campo es un lugar bello. Por fuera y por dentro. Estéticamente perfecto en sus montañas verdes y frondosas, en su río de destellos plateados, en sus casas de bambú tradicionales, en sus amaneceres de postal, en sus vivos colores, en sus festivales impregnándolo todo. Espiritualmente es todavía mejor. Y no me refiero aquí a rituales, religiones ni opios del pueblo, sino a espíritu como aquello que insufla vida; y allí, de vida, van sobrados. Su desesperante situación, en lugar de amedrentar la esperanza, la espolea, la eleva al cubo, la lanza en forma de amplias sonrisas, de sueños y de ganas. Hablar con ellos ees tomar una lección de humildad, es entender que los sueños no mueren por imposibles, sino por olvidados. Y los suyos no lo están: siguen latentes, vivos, desbordados, presentes en todas y cada una de sus palabras. Creen en la paz -a pesar de estar en guerra-, creen también en la libertad -a pesar de estar amarrados-. Los pequeños quieren ser profesores, periodistas, políticos, médicos. Los mayores, ansian labrarse un futuro lejos de las cadenas que los asen al interior de unas fronteras imaginarias. Algunos lo conseguirían (existen programas para que los alumnos más destacados estudien en el extranjero, así como para familias que son acogidas por países como Canadá, Australia, Estados Unidos o Noruega); lamentablemente, no todos. Pero no importa. Sus ojos desprenden ilusión a cada palabra pronunciada.
Mae Ra Moe: 16.273 refugiados, siete secciones -como barrios-, una distancia entre punta y punta de más de hora y media caminando. Tres escuelas de secundaria, once de primaria, siete guarderías, once iglesias, dos templos budistas, una mezquita, cuatro hospitales, tres restaurantes, varias decenas de tiendas. Un pueblo en el exilio. Una típica aldea Karen de expatriados.

Mi casa

Esta vez no me alojaron con una familia, sino en la Guest House. Que aunque suene muy fashion no es más que una casa de bambú como las otras, con dos habitaciones, donde no vive nadie y que está destinada a albergar voluntarios. Al inicio pensé que no me gustaría, que hubiera sido más real volver a vivir con la familia de Mussy -sus criaturas siempre corriendo por el salón, su sobrino custodiando mis noches, y ella y yo sonriéndonos para entendernos sin hablar-. Pero me equivoqué. La Guest House ha sido una experiencia diferente. Ni mejor ni peor; pero igualmente auténtica.

La casa estaba contruída sobre pilares -para evitar inundaciones en época de monzón- y consistía en dos habitaciones, un comedor, una cocina y un cuartito en el que dormían nuestros dos ángeles -pero a ellas les dedicaré otro apartado-. El lavabo estaba fuera, en el patio, y no era más que un agujero en el suelo a modo de letrina y un enorme recipiente de agua del que con un cubo te echabas agua fría encima para ducharte.

Mi cuarto, perfecto. Una mosquitera, una esterilla en el suelo, un par de mantas, una almohada y una vela con la que poder distraer las noches cuando todo era negro ahí fuera -a las seis de la tarde se ponía el sol y no había electricidad más que en algunos puntos muy concretos del campo que cuentan con generadores-. Y, sin embargo, a pesar de las incomodidades, ahí he pasado algunas de las noches más memorables de mi vida. No tiene precio dormir totalmente integrada en la naturaleza, con el sonido del bosque como nana: los grillos, los patos, el río, las ranas, los gallos despertándote a las cinco de la mañana. Y, de tanto en tanto, los susurros apagados de mis dos ángeles al otro lado de la pared de bambú, su vela destelleando entre los tablones, el crujido de sus pasos de camino al baño.

Mis ángeles

Se llaman Snow Lay y Pow December y tienen 19 años. Vivían con nosotras, en un pequeño cuartito al lado de la cocina. Nos cuidaban. Esa era su misión. Alguien de ZOA -la ONG para la que trabajábamos- las había arrancado de sus casas -en las secciones 3 y 7 respectivamente-, para que fueran nuestras Cicerone, la muleta en la que sustentarnos estos días. Y lo fueron. Vaya si lo fueron. Nos cocinaban, nos enseñaban los rincones escondidos del campo -excursión a las cascadas incluída-, nos guiaban cuando no encontrábamos el aula -en forma de choza- en la que debíamos dar clase. Y nos amenizaron la estancia con su inocencia y su picardía, con sus canciones, con sus historias de teenagers, las visitas nocturnas de sus novietes, los bailoteos que hacían temblar la casa, mis clases de yoga que ellas seguían entre carcajadas. Todo ello cuando el sol caía -a las seis, ni un minuto más tarde-, después de cenar y con demasiadas horas sin luz para entretener por delante.




Nos emocionaron también. Las dos. Pow December con su llanto desconsolado cada vez que alguien pronunciaba que nos íbamos el viernes. Snow Lay con sus silencios que decían más que mil lágrimas.

Cómo las voy a echar de menos.

Mis alumnos y el Karen Times

Mi misión en el campo -igual que la última vez- era enseñar inglés. Pero esta vez lo encaré de modo diferente. La experiencia del año pasado me sirvió para darme cuenta de lo poco que importaba lo que enseñara o dejara de enseñar a nivel de gramática, ya que la desorganización de las clases llevaba a que eso mismo que yo explicaba ya se lo ha explicado otro antes; lo importante, aprendí, es que se divirtieran con una. Y que practicaran inglés, también, pero sobretodo que vieran que alguien se preocupaba por ellos, les hablaba, los escuchaba. Les llevaba aire fresco y se convertía en una mirilla por la que asomarse a un mundo que a ellos les estaba vedado. La otra vez entendí que lo más importante era estar, sin más. Y esta vez lo he puesto en práctica.
Así que decidí montar un diario del campo, el Karen Times, escrito por mis alumnos. Podrían practicar el writing, investigar sobre su entorno, divertirse; y ya intuí que, egoístamente, para mí, podría ser muy interesante. Y lo fue. El primer día les hice una introducción al periodismo, centrándome sólo en los diferentes géneros para que cada uno escogiera el que quería hacer; el resto de días, discusión en clase, trabajo en grupo y la teacher Olga resolviendo dudas. El último día: el resultado final. Aluciné. Sobretodo con algo tan tonto como las viñetas cómicas. Cuatro dibujos que resumen su realidad y su vida, sus ideas, sus valores, sus prejuicios. Juzgad por vosotros mismos.






Como apunte final, subrayar el respeto que allí se tiene al profesor. El silencio sepulcral en clase, la absoluta falta de absentismo escolar, sus "Good morning teacher" y "Thank you teacher" cada vez que una entra y sale del aula. Sus miradas atentas, sus preguntas inteligentes, su hambre de saber, de conocer, de ampliar sus horizontes cercados.



Mi gente

La vuelta al campo me permitió conocer nuevas personas y nuevas historias, pero sobretodo reencontrarme y profundizar en las antiguas. Mussy y familia -con nuevo bebé de apenas un mes en la casa-, Bonface -mi alumno favorito del año pasado, aunque esté mal que lo diga-, Therese y su hija Estela, encantadoras, fascinantes, despiertas; la una con 26 años se come el mundo y sólo sueña con llegar a Canadá -le han dado una plaza para irse a finales de año- y estudiar medicina, la otra con cinco aprende rápido y puede chapurrear el inglés mucho mejor de lo que muchos quisieran. Los adoro. Y me encantó poder ponernos al día frente a una taza de café en el bar, acceptar la invitación de comer en sus casas y volver a compartir un poquito de sus vidas.

Mis noches

Lo más mágico eran nuestras noches, cuando el sol se ocultaba tras las montañas, sumiendo el paisaje en una oscuridad absoluta tan sólo rota por el resplandor de las velas y sus llamas. Entones, con el día prácticamente terminado y los deberes hechos, los niños y adolescentes del campo acudían a nuestra casa en busca de entretenimiento. Lo más común eran las canciones acompañando la melodía de una guitarra y las confesiones a media luz -los bailes e imitaciones varias sólo cuando estábamos realmente animados-.

Veladas del todo inolvidables.

La despedida

El último día queríamos hacer algo diferente. En clase y en casa. En clase, lo solucioné con improvisadas lecciones de catalán y castellano a petición de los alumnos, con geografía pertinente que les ayudara a situar España en un mapa, bailando sobre la tarima La Macarena con ellos -estúpido, lo sé, pero siempre quise contrubiur a la difusión mundial de este baile y, además, pocas canciones españolas tienen una coreografía tan facilona y sencilla de enseñar y aprender-. En casa, Olga y yo decidimos darles fiesta a las niñas y encargarnos nosotras mismas de la cena. En el campo se dispone de pocos ingredientes pero había los suficientes para preparar pà amb tomàquet y tortilla de patatas. Invitamos a Bonface y Therese, dos de mis viejos amigos del año pasado. Y fue un exitazo.

Luego fiesta. La última. Una veintena de alumnos apareció por casa. Un par de guitarras, muchas risas y algunas lágrimas. Creo que fue en ese momento en el que decidí que volvería una tercera vez. Y lo sigo manteniendo.

Yo, yo misma y Olga

Siempre he pensado que el que ayuda a los demás, lo hace por si mismo en última instancia. Por egoísmo, por que en ese acto en el que está ayudando encuentra cierto placer -cierta limpieza de conciencia, cierto expiar sus pecados- que le hace sentir bien. Sigo pensándolo y lo digo. No es ninguna demostración de falsa modestia ni de palabrería barata; tengo auténtica fe en ello.

No he hecho nada grande -ni siquiera pequeño-. He hecho lo que egoístamente a mí me apetecía y me hacía feliz. Aunque siempre es mejor ser feliz haciendo el bien que haciendo el mal. Pero eso ya es otra historia.

Lo dicho, en el fondo -y a pesar de lo que pudiera parecer- sigo siendo una egoista. Una egoista cuyo capricho fue, esta vez, intentar ayudar en un campo de refugiados. Genial capricho.

Una imagen para el recuerdo...


miércoles, 15 de octubre de 2008

De aqui al campo...

Apuro mis últimas horas en Chiang Mai entre conocidos y espontáneos. Es la vida del viajero que viaja por segunda vez a un mismo sitio. Cuando ha estado el tiempo suficiente y ha interactuado con la gente, los demás lo recuerdan. No sólo fue Tim de mi Guest House, también la tailandesa del Fish’n Chips Shop, lugar que yo frecuentaba para comer masaman curry, y todo el stuff del Baiporn, donde pasé muchísimas horas entre gnochis, helados de chocolate y expressos -y cuyos empleados salieron ayer de la cocina en comitiva entre contentos y extrañados de que yo estuviera allí de nuevo, tanto tiempo después-. Y luego están los catalanes, Ramón y Nuria, una pareja que lleva cinco años afincada en esta ciudad y con la que compartí muchas sobremesas un año atrás. Ayer los contacté, sonreímos ante el reencuentro y compartimos una más.

Apuro mis últimas horas en Chiang Mai antes de tomar el autobús que me llevará a Mae Sariang, desde donde mañana por la mañana accederé al campo de refugiados. Nos vemos -leemos- en unos días. Take care!

Masaje a ciegas


Hacía mucho que lo tenía pendiente. Desde hace un año, desde que Matt y Felicity me hablaran de las manos de Nut, un tailandés ciego que tiene un centro de masaje en Chiang Mai. Y Nut sólo contrata a ciegos. Es su especialidad: masajes dados por las manos expertas de alguien que no ve. Y por todos es bien sabido que los ciegos desarrollan hasta el extremo el resto de sus sentidos. Y el tacto, como no.

Nut estaba ocupadísimo, así que he decidido que me cogiera otra chica. Han sido dos horas de masaje -sí, dos, y por sólo 5 euros- espectaculares. Lo he pasado mal, he sufrido, he mordido la almohada en ocasiones y he retorcido los dedos de los pies como si así fuera a paliar en algo el dolor. Pero ha sido espectacular. La chica me tocaba puntos que yo ni siquiera sabía que existieran, rastreaba con sus manos mi cuerpo y sabía exactamente donde apretar. Ahora me siento más ligera. Me ha recolocado el esqueleto. Estoy nueva.

Supattra Traditional, se llama el sitio. Para los que planeéis una escapadita a Chiang Mai.

(Por cierto, el OK del periódico que esperaba llegó ayer, así que podría decirse que mi viaje a Chiang Mai ha sido en balde. O no, el masaje lo justifica en parte. De todos modos, en dos días entro en el campo de refugiados. Me ha costado alguna pelea telefónica en ingles dificultoso -por ambas partes-, pero lo he conseguido. La cuestión es que como se suponía que entraba ayer con la otra Olga, nos habían hecho un pase compartico y ahora les estresaba tener que hacer otro. Pero al final, fotocopia del de Olga y arreando. El viernes estaré allí).

martes, 14 de octubre de 2008

De optimismos y demás historias

La optimista está en Chiang Mai. O, lo que es lo mismo, la optimista no ha podido entrar en el campo de refugiados. He comprobado mi correo esta mañana ya en Mae Sariang; y nada. Ni un no ni un sí. Nada. Lo que es una putada, porque sin su aprobación definitiva no podía arriesgarme a entrar en el campo y quedar incomunicada -allí no hay Internet ni teléfono- durante días. Luego es cuando les da por empezar a solicitarme cambios. Y yo feliz en el campo sin leer los correos. No podía jugármela.

Así que estoy de nuevo en Chiang Mai -tras 12 horas en autobús local hasta Mae Sariang, despedida de la otra Olga ya que ella sí que ha entrado hoy en el campo y autobús de 5 horas más hasta Chiang Mai-. Tenía ganas de estar aquí de nuevo. Puestos a esperar quién sabe cuánto por una respuesta del periódico, qué mejor que hacerlo en una de las ciudades que más me gustan del continente asiático. Es un lugar con precedentes -muchos- y necesitaba valorar si los tenías superados o si el pasado me ancla también aquí al recuerdo.

Es mi tercera vez en Chiang Mai. Y en este caso, el refrán que reza que segundas partes nunca fueron buenas se equivoca del todo. La segunda fue mucho mejor que la primera, aunque en ambas reí y lloré, bailé y me dejé caer sobre la cama derrumbada. Pero la segunda tuvo momentos mágicos, de romance, de luces sobre el río y en el cielo, de proyectos comunes, de copas de vino en la cama, de cenas para dos, de fiestas para cinco y de visitas de amigos. Ahora, en la soledad de mi paseo por esos mismos escenarios que un día estuvieron llenos, el pasado escuece un poco. Pero necesitaba sentirlo. Me siento viva en los altos y bajos, en las dudas, en las carcajadas que se suceden al poco por el llanto. Qué le voy a hacer si soy así. Prefiero las montañas rusas a los paseos en barca por un lago.

No hay dos sin tres, dicen también. Y aquí estoy para demostrarlo. Por tercera vez en el mismo lugar y en la misma Guest House, la Rama. En ella pasé algunos de los momentos más amargos de mi primer viaje; en el segundo me reconcilié con sus paredes y en el tercero me acoge familiar, dócil, amable, cargada de voces y de gestos, de experiencias, de vivencias, de recuerdos, de pasado. Tim -su propietario, un americano gay y simpatiquísimo con el que congeniamos mucho la vez anterior- ha saltado literalmente de la barra cuando me ha visto aparecer con mi mochila en la entrada. Un abrazo, una coca-cola para resumirnos nuestras respectivas vidas durante el último año y ya me vuelvo a sentir en casa. Pero una casa vacía siempre duele. Poco a poco la iré amueblando.

A la tercera va la vencida. A ver si le doy la razón al dicho y salgo de Chiang Mai sin ningún lastre con el que seguir cargando.

lunes, 13 de octubre de 2008

Incertidumbre

Puede que mañana entre en el campo de refugiados de nuevo; puede que no. Tengo algunos artículos pendientes del OK definitivo por parte de los redactores jefes de las diferentes publicaciones y me tienen en vilo. De momento -y como soy una optimista nata-, viajo esta noche a Mae Sariang, el último pueblo tailandés antes de la zona fronteriza en la que se hallan los campos de refugiados. Si tengo los OK, entro; sino, me iré a Chiang Mai un par de días, retocaré los textos y luego regresaré para entrar en el campo.
Tengo ganas. Ya hace casi un año que estuve allí y jamás cumplí la promesa que les hice de regresar de nuevo. Se lo debo. Y me lo debo también a mí. Tengo ganas de volver a estar entre ellos, de ver sus caras de felicidad cuando entre al aula el primer día, de regalarle a Mussy -la señora de la casa en la que me alojé la otra vez- los saquitos de especias que le he traído de la India, de volver a sentarme ante un fuego y una guitarra a cantar con ellos, de resvalarme y tropezar de nuevo en las cascadas.
De momento, incertidumbre. Si no tenéis noticias mias en un tiempo es que estoy dentro.

domingo, 12 de octubre de 2008

Olga al cuadrado

Olga al cuadrado, sí. Y por dos motivos: porque estoy más Olga que nunca, más transaparente, más sincera, más yo misma en mi pequeño mundo tailandés que no entiende de superficialidades, aparencias ni dobles caras; y por que desde ayer somo dos Olgas y no una, yo y la otra, mi amiga, la que ayer aterrizó en Bangkok para venirse conmigo al campo de refugiados Karen como voluntaria.

Así que somos dos Olgas en Bangkok. Dos Olgas y dos Pepes. Cachondo. Parece que no haya más nombres en España. Me encontré con mi amigo mallorquín (de nombre Pepe) en Kao San por casualidad y con él conocí a otro madrileño del mismo nombre. Ahora vamos juntos los cuatro y cuando nos llamamos parece un chiste. Chou, la quinta en discordia -una chica de Taiwan a la que todos confunden por tailandesa- no entiende nada.

Tal y como pronosticaba a mi llegada, las sensaciones, los recuerdos y los flash-backs se han ido sucediendo sin parar en los casi cuatro días que llevo en mi lugar en el mundo -otro homenaje más a Javier-. He regresado a Chatuchack Market, he vuelto a montar en tuk-tuk y en moto-taxi, he comido gusanos fritos y hormigas con cebolla, he picoteado en la calle -esas brochetas tan buenas, esos pad thai, esos mango sticky rice que tanto he echado de menos-, he vuelto a arrastrar la última "a" de kapunkaaaaa con sonido nasal imitando a los locales, he tomado el sky train, me he dado un Thai Massage por cuatro euros, he hecho el mismo paseo en barca por los canales de la ciudad que hice en mi primer día de mi primer viaje a Tailandia. He revivido momentos, personas, sentimientos, miedos, ganas, realidades.

Bangkok es mi presente, pero me cuesta discernirla del pasado.

viernes, 10 de octubre de 2008

Home, sweet home

Estoy en Bangkok. Mi cabeza todavía no ha empezado a asimilarlo. Estoy en Bangkok. Me lo repito y me lo repito sin llegar a creérmelo. Estoy en Bangkok.



Me hallo aquí de nuevo, en el lugar con el que llevaba meses soñando, en las calles que evocaba cuando el hastío me atrapaba en Barcelona, en el país cuyo nombre me suena a juego y a promesa. Tailandia. No me digáis que no tiene una sonoridad divertida, de país que hay que tomarse a broma, de desparpajo, de ficción, de nombre que no existe en ningún mapa más que en el mapa del tesoro de algún pirata extraviado. Tailandia siempre me ha sonado así: a ciudad de ficción de alguna novela de aventuras. Bangkok también. Suena a divertimento. Y para mí siempre lo ha sido.

He vuelto. Y el llegar aquí procedente de India, ha distorsionado un poco mi entrada. Bangkok es fascinante -lo sé- pero esta vez la encuentro mucho más sosa, más limpia, más vacía, más ordenada. Y es por contraste con India. Los tailandeses son también mucho más simpáticos, sonrientes, hospitalarios y atentos de lo que recordaba. Es una mala jugada de mi mente. Un día atrás estaba en India y, a su lado, Tailandia es casi Europa -sin el casi quizás-.

Me siento rara. Contenta -rozando la felicidad extrema y la emoción: ayer, de hecho, bajando a la ciudad en taxi desde el aeropuerto, se me escaparon un par de lágrimas-, expectante, tranquila. Me siento de nuevo en casa. Voy recordando sensaciones que tenía olvidadas. Imágenes, sonidos, olores que había echado de menos, a veces sin saberlo, otras imaginándolos a propósito como vía de escape en noches de insomnio tirada sobre mi cama: el olor de los puestos de comida callejera, los 7 Eleven, los carteles luminosos de Kao San Road, la música de los carritos de helados, los taxis rosas, la Tom Yam Soup, los templitos por todas partes, los Sawaidii y los kapunka, los batidos de frutas, las Shingas, las vendedoras de ranas musicales, las guiris de camisetas escotadas. Es un suma y sigue. Lo sé. Seguiré recordando y reencontrándome con mi pasado a cada minuto en mis próximas horas, en los próximos días, cuando vuelva a mi isla, cuando recorra con la vista lugares en los que ya hice posada.

Me siento en casa como siempre que he regresado a este país y a esta ciudad. Pero ahora todavía más, si cabe, por el afortunado encuentro con una persona de mi entorno más inmediato en Barcelona. Ayer vi a Cris. Él se marchaba hoy -primero Shangai y desde allí ya para casa- y yo llegué ayer, así que teníamos una tarde-noche para nosotros. Para alucinar pensando que estábamos a 10.000 kilómetros juntos, para explicarnos los respectivos viajes o simplemente charlar como si en lugar de en Kao San estuviéramos en Gracia. Quemamos Bangkok -a base de cervezas, música de un grupo de rock y discoteca hasta altas horas de la madrugada-. Y sin apenas dormir, él se ha ido hacia China esta mañana. Fue breve pero intenso. Y no tiene precio un abrazo de verdad, de alguien al que quieres muchísimo, en la otra punta del mundo cuando se viaja sola.

Y la suerte sigue de mi lado. Esta mañana, caminando por Soi Rambutri he escuchado que gritaban “¡Guapa!”, en castellano. Me he girado y he visto a Jose, el mallorquín que conocí en Dharamsala. Qué pequeño que es el mundo -la vida me demuestra cada día la veracidad de esta máxima-. Tomaba unas cervezas con un madrileño, me he unido a ellos y esta noche cenaremos juntos. Así da gusto volver a casa.

El limbo se llama Dhaka


El mío, al menos. El de antes de ayer. El que me retuvo durante casi 12 horas en algún punto entre India -mi origen- y Tailandia -mi destino-. Y ese punto era Bangladesh, su capital para ser más exactos, su aeropuerto si queremos afilar más. Aunque lo abandoné por unas horas porque cometí la estupidez de pagar 20 dólares por un visado de tránsito, los transfers y un hotel. Pero vayamos por partes.


Volaba con Bangladesh Airlines y nada más embarcar me di cuenta de que aquello iba a se una aventura. Me sentaron en la salida de emergencia -genial, podría estirar las piernas y bla, bla, bla, bla, bla- pero lo que era un hecho positivo en principio, se convirtió en toda una preocupación: la puerta de emergencia estaba rota , una parte importante de la misma estaba salida hacia dentro dejando algún pequeño agujero que me comunicaba con el exterior. El hombre de mi lado -un sikh nacido en Tailandia que se convertiría en el entertainment del trayecto- debió adivinar mi susto -¿por mi cara quizás?- y vino a tranquilizarme de maneras poco ortodoxas diciéndome “no pasa nada, a la ida yo fui con otro -de la misma compañía- que tenía un boquete así”. E hizo el “así” con las manos para luego concretármelo sacándome la fotografía del delito. El agujero era realmente grande. Gracias. Aquella compañía sí que era de fiar.


Quizás para que me olvidara del problema, quizás por que estaba algo loco -tras varias horas con él, me inclino por lo segundo-, el tipo, Sam, me empezó a hacer juegos de magia. Era bueno -muy bueno- y lo cierto es que consiguió no sólo que me riera durante las dos horas largas de trayecto, sino también que todos los pasajeros -indios y bangladeshis, ningún occidental- estuvieran pendientes de lo que pasaba en aquellos dos asientos del avión. Todos los ojos clavados en nosotros, sobretodo en mí. En aquel momento respiré tranquila por haber escogido un modelito tan discreto para la ocasión : camiseta de propaganda ancha y con mangas y pantalones cagados. Así no tendrían excusa para mirar más de la cuenta.

El avión, como no, salió con dos horas de retraso y llegó con dos horas de retraso también. Ahí tenía dos opciones: dormir en el mismo aeropuerto -tirada en el suelo, con mi cámara y mi portátil a merced del que quisiera llevárselos-, o pagar 20 dólares por un transit visa, los taxis y un hotel. En pack. Opté por lo segundo, a fin de poder dormir mejor .Y allí empezó la odisea. Burocracia lenta -lentísima- con un tío que tecleaba los datos de todos -éramos 9, en total, los que habíamos escogido esta opción- en el ordenador con dos dedos, con la lentitud del que no sabe hacerlo mejor. Me dio tiempo de hacer amigos: Sam, Rubí y su marido -una pareja del Punjab de lo más moderna- otro chico de Udaippur que trabaja en Bangkok. Nos hicimos íntimos. La espera era larga y el lugar adverso. Es lo mejor en estos casos.


Llegamos al hotel pasadas las 3 de la mañana y se suponía que a las 8:30 deberíamos salir de nuevo hacia el aeropuerto para tomar nuestro avión. Hice los cálculos: podría dormir 5 horas, no estaba del todo mal. Me duché rápido -secándome con la colcha de la cama porque no había toalla y no iba a bajar en pelotas a buscarla-, me fumé un par de cigarrillos y me metí en la cama dispuesta a aprovechar hasta el último minuto de sueño. Pero no me dejaron. De repente, llaman a la puerta. Se habrán equivocado, pensé. Pero a los dos minutos vuelven a llamar. ¿What? Al otro lado, silencio, seguido de dos golpes más. ¿WHAT? Una toalla. No la quiero, ya me he duchado, déjeme dormir. Me meto en la cama de nuevo. Pillo el sueño y vuelven a llamar.¿¿¿ WHAT??? Silencio. Llaman de nuevo. ¿¿¿¿¿WHAT???? Open the door. Noooooooooooo. Son las 4 de la madrugada, estoy durmiendo -ESTABA-, déjeme en paz. Estuvieron hasta las 4:30 aporreando la puerta cada diez minutos. Genial.


Pero no dándose por vencidos, a las 6:30, cuando mi sueño era lo más profundo que puede ser, de nuevo: TOC-TOC. Estoy soñando, pensé. Pero no. Dos golpes más confirmaban mi primera idea de los bangladeshis : están locos. Me acerco a la puerta, de mala uva. ¿What? Breakfast. ¿¿¿¿¿Qué????? ¿A las 6.30 de la mañana? Perdone, me he ido a dormir a las 4:30 porque se han pasado la noche golpeando la puerta de mi habitación y ¿me despiertan a las 6:30 para desayunar cuando tengo que salir hacia el aeropuerto en dos horas? ¿Do you think I need two hours to eat my breakfast? Me sulfuré. Le dije al tío que se fuera, me vestí y bajé a recepción hecha una furia. Empecé a chillar. ¿DO YOU THINK THAT WHAT I NEED THE MOST NOW IS BREAKFAST? Desde aquel momento, no hubo más golpes en mi puerta. Pero el cabreo me había desvelado. Ahora quería desayunar.


Tal fue mi experiencia en Bangladesh. El siguiente vuelo lo pillamos sin problemas -y sin retraso- y tras dos horas en un avión de lo más prehistórico también -a este le faltaban las luces y los aires acondicionados que cada pasajero lleva encima… y en su lugar había agujeros, como de haber sido arrancados-, llegué por fin a Bangkok. Home, sweet home. Pero esto ya es otra historia y otro post.


jueves, 9 de octubre de 2008

Despedida la francesa




Ayer me fui de Delhi sin despedirme. Es algo que suelo hacer cuando un lugar me gusta. De hecho, hay dos opciones en tal caso: 1) o me no me despido prometiéndome volver, o 2) le digo adiós de manera trágica, girándome constantemente hacia su silueta mientras me alejo, como si fuéramos dos amantes cuyas vidas se separan en un aeropuerto.


Esta vez he puesto en práctica la primera, más por casualidad que por voluntad verdadera. Mi vida histriónica, desquiciada y loca quiso que el martes coincidiera en Delhi con un colega periodista de Madrid. Un colega con influencias suficientes para conseguir que lo alojaran por la cara en el hotel más caro y lujoso de toda la ciudad. Y me invitó. La habitación era doble, me dijo, mejor que la disfrutáramos los dos.

El hotelazo se llama Imperial -anotad bien el nombre, sobretodo si os sobran 400 dólares que es lo que cuesta una habitación estándar- y en 2008 ha sido elegido el mejor hotel de Asia. Podría estároslo describiendo durante horas, pero creo que sólo harán falta un par de datos para espolear vuestra fantasía y que imaginéis el resto: tenía una tienda enorme de Chanel en el lobby, y -esto es para mi lo más heavy- una piscina alucinante en la que, al sumergir la cabeza bajo el agua, escuchabas música clásica. ¿Os lo podéis creer? Ok, yo tampoco me lo creería si no lo hubiera probado.

Así que me he ido de Delhi sin despedirme de su esencia. Le he dicho adiós oliendo a jazmín -la fragancia del hotel, a 4000 rupias el litro- en lugar de a orina, entre tipos trajeados forrados de pasta en lugar de entre backpackers perroflauticos, ante las reverencias del servicio en lugar de ante los desdenes y regateos agresivos que te dejan con la palabra en la boca. Le he dicho adiós desde una habitación con bañera, cama mullida y aire acondicionado. Le he dicho adiós sin vivir por última vez sus ricksaws, sus vacas, su basura, sus mercados.


lunes, 6 de octubre de 2008

Y K se fue

Vacío


Pesadillas


Su olor en la almohada


Su no-moto en la puerta


Un sólo cepillo de dientes, un par de zapatos, mi maleta solitaria.


Desayuno para uno.


La mitad de colillas en nuestro cenicero de botella de agua.


Se fue. Adiós.


Lo echaré de menos unas horas -o unos días, puede que incluso semanas-. Me acostumbré a las despedidas a fuerza de probarlas. Es parte del viaje. Moverte, ver como los demás se mueven, conocer, que te conozcan, despedirte, que se despidan. Cada día duele menos.

Pero duele. Me había a acostumbrado a estar acompañada.

Rang de Basanti

Anteayer alquilamos Rang de Basanti. Perdón, la compramos. Pero como aquí comprar una película es tan barato -menos de un euro-, mi subconsciente me ha jugado una mala pasada. Total, que la compramos, pero al llegar a la habitación con nuestros noodles, nuestros momos y nuestra pizza dispuestos a pasar una velada tranquila tirados en la cama con una buena película -a la que yo personalmente le tenía muchas ganas por las recomendaciones de Natalia y Enric-, descubrimos que no tiene subtítulos. Mierda. Con lo que se echan de menos estas pequeñas cosas cuando se está lejos de casa en el modo en el que yo lo estoy -simplemente un lugar en el que echarse con una peli y algo de comida; viajando se valoran este tipo de nimiedades en las que en casa ni siquiera reparamos-. Ya nos habíamos hecho a la idea, así que decidimos probar de todos modos. Y llegó la discusión. Constructiva, como casi siempre.

Mi amigo -llamémosle K, por preservar su intimidad, aunque creo que todos sabéis quién es-, decía que aquello era una basura, que la juventud india que representaba el film no existía en realidad. Yo le decía que sí, que claro que la había, sólo que entre los millones de indios miserables que copan las calles, su visibilidad es, cuanto menos, dificultosa. Las imágenes eran bellas, los paisajes limpios, los actores guapos, las ropas de marca, los arrumacos constantes. Es otra India. Una India minoritaria, por supuesto. Y además, se trata de una película. ¿O es que Hollywood no hace lo mismo? ¿No nos bombardea con cuerpos 10 cuando por todos es bien sabido que los americanos sufren de obesidad en un gran tanto por ciento? ¿No nos meten con calzador finales felices cuando todos sabemos que la historia fuera del celuloide hubiera sido muy diferente? Pues eso: que Bollywood también tiene derecho a inventar realidades paralelas o a potenciar -que yo creo que realmente es lo que estaba haciendo- los valores de una pequeña, aunque no por eso menos importante, franja de la población del país.

Lo que yo creo que le pasa a K es que está en crisis. Le ha dado un bajón y los bajones en Delhi no son buenos. Si se está bajo de moral, aquí todo duele. Duelen los mendigos, los niños de la calle, el conductor del ciclo-rickshaw dejándose el aliento a cada pedaleada, los leprosos, las bombas que matan inocentes, las violaciones a niñas cristianas en el este. A mi también me ha pasado en otros momentos. Lo que normalmente no te afecta -por costumbre y supervivencia-, un día te levantas y vuelve a afectarte. K está en este momento -sensible- y culpa a la clase alta de la India. Le joden los pijos indios. A mi no me joden más que los de muchos otros lugares del mundo.

El clasismo es uno de las mayores males del presente -y del pasado y del futuro-. Y no conoce de países ni de edades. En India quizás es más visible, pero no está más presente.

(Echaré de menos a K y a sus bajones. Se va hoy para el sur a hacer un curso de yoga. Yo me quedo en Delhi, a ver si con su marcha a mi también me baja el ánimo y vuelvo a llorar cuando un niño me sirva la comida).

sábado, 4 de octubre de 2008

Motos, birras, Mecano y Paharganj

Ya llevo cinco días en Delhi y lo cierto es que no quiero irme. Supongo que parte de la culpa la tiene mi inminente viaje a Tailandia -sus comodidades, sus guiris por doquier, su relativa limpieza, su orden dentro de lo asiático-.Adoro Tailandia, todos lo sabéis, pero sé también que en sus facilidades se disuelve un poco el reto. La India -y Delhi en especial- me pone más a prueba. Y a mi me gusta medirme conmigo misma de tanto en tanto.

Así que aquí estoy, en Delhi, despidiéndome con tristeza de todas sus incomodidades sabiendo desde ya que las voy a echar muchísimo de menos. Llevo días tomando fotografías mentales de la gente durmiendo en el suelo, de su tráfico, de los niños piojosos que me persiguen siempre, de los rickshaws kamikazes, de las vacas cruzándose en mi camino, del polvo que ensucia el ambiente, del malai kofta y el tandoori chiken, de los perros callejeros, de los cables de electricidad por todas partes, de sus miradas en mi escote, de los sadus y los meaderos.

Me despido a lo grande. Con nueve días en Delhi. Podría haber huido a pasar mis últimos días a cualquier otro lugar más amable -la idea era Risikesh, lugar en las montañas que me encanta y que no queda muy lejos-, pero he preferido decirle adiós al país desde aquí, desde la India más real, la que me permite ver las cosas más disparatadas en menor tiempo. Esto es fascinante. Cómo la voy a echar de menos.

En Delhi he estado básicamente escribiendo -o intentándolo-, callejeando Paharganj y Cannought Place haciendo recados varios, dando vueltas por la ciudad en la nueva moto de Matt -se ha comprado otra, una Elfield chulísima pero super hippy que no le pega nada; flecos, Ganesha y margaritas pintadas incluídos-, tomando birras y chais con los españoles, italianos, belgas, británicos y uruguayos que hemos conocido y escuchando Mecano, Fito, Sabina y demás (aquí se incluye desde el Carmina Burana, hasta Extremo Duro, pasando por Janis Joplin o la música ochentera del irlandés) a toda ostia en la habitación . Nada especial, la verdad. Simplemente viviendo el día a día.

A continuación, un homenaje a Delhi. En concreto a Paharganj, ese lugar que tan mal me ha hecho sentir en ocasiones y del que ahora me despido con tristeza. Son tres vídeos: Main Bazar -mi zona-, la calle de mi hotel y mi cuarto, respectivamente.
Main Bazar en moto

La calle de mi hotel

Mi cuarto en el resort

jueves, 2 de octubre de 2008

Prohibido fumar. Psicosis en Delhi. Dry day.

El punto y seguido no es aquí un enlace, sino una ruptura. Quizás debería haber puesto un punto y a parte, ¿pero como se hace eso en un titular? Total que son tres temas diferentes: 1) Prohibido fumar; 2) Psicosis en Delhi; 3) Dry day -o dia seco-. Para evitar confusiones.

1) Prohibido fumar.

Hoy ha entrado una nueva ley en vigor en toda la India: está prohibido fumar en todos los lugares públicos del país, incluida la calle. ¿Os imagináis? Uno de los países con más contaminación y basura del mundo, en el que te multan por encenderte un pitillo al aire libre. ¿A quién coño le va a molestar el humo de mi cigarro en el medio de la gran ciudad, si el humo de los tropo cientos mil vehículos lo eclipsa por completo? ¿Quién se va a sentir ofendido por que tire mi colilla en una esquina si las calles están llenas de mierdas de vaca, bolsas, plástico, comida y deshechos varios? ¿Qué hace el gobierno indio preocupándose por estas gilipolleces cuando millones de sus habitantes duermen en las calles -que por cierto, éstos, ¿dónde se supone que deben fumarse el pitillo?-, las epidemias más extrañas los están condenando y sufren el terrorismo en sus propias carnes? Me parece de lo más surrealista y estúpido que he oído en los últimos meses. Cuando esta mañana yo me fumaba mi cigarro mañanero tan tranquila en busca de un bar en el que escribir y se me han acercado dos guiris para decirme que apagara el cigarro, que desde hoy estaba prohibido fumar en la calle, me moría de la risa. Pero es cierto, está prohibido. Y ya no me hace tanta gracia. Llevo 4 horas sin fumar y la mala leche del mono va a estallar de un momento a otro.

2) Psicosis en Delhi.

Una vez superado el impacto por la nueva normativa, me he ido a Bartistas (en Cannougth Place) a tomarme un café y escribir con mi portátil. He preguntado a los chicos que atienden sobre la ley anti-tabaco -sólo para cerciorarme de que no lo había soñado- y me han dicho que sí, que era cierto. Entonces he pedido un café helado con avellanas, he encendido mi ordenador y me he dispuesto a escribir. Pero el destino no debe querer que eso suceda. A los 5 minutos se me ha acercado uno de los camareros bastante nervioso y me ha dicho que debía desalojar el local: en el piso de arriba un indio se había dejado una bolsa bajo una mesa y temían que pudiera ser una bomba. Con calma he pagado mi café, he recogido el ordenador y he salido a la calle. Me he alejado lo más rápido que he podido de la zona pero sin correr ni perder la calma. Lo más probable es que fuera una falsa alarma, pero tras el verano de atentados de la India (y las dos últimas semanas en Delhi), todo podría ser. Estan paranoicos. Es normal.

3) Dry day.

Me he ido a otro bar de la zona, a ver si por fin podia escribir algo. Un segurata me ha parado en la puerta y me ha preguntado que si iba a comer. Le he dicho que no, que a tomar algo. Y con cara de pocos amigos me señala un cartel : "Dry day". Sonrío, le digo que sí, que ok, pero que no quiero ninguna cerveza ni nada alcohólico, que sólo quiero una coca-cola. Me dice que no y me vuelve a señalar el cartel. ¿Y un agua? Tampoco. ¿Pero qué cojones pasa hoy en Delhi? Que es el aniversario del nacimiento de Gandhi, me contesta. Sí, eso ya lo sabia, ¿pero por eso no se puede beber nada? Exacto.

Por suerte he dudado de la version del guardia y he subido al bar a preguntar a los camareros. Por supuesto que podía beber una coca-cola me han dicho. Que alivio. No poder fumar en toda la mañana y que me echaran de un bar por amenaza de bomba ya había sido sufuciente para un sólo día. A menos, ahora podría contároslo tomandome algo.

miércoles, 1 de octubre de 2008

Pancho Pantera (o excusas para no escribir)

En el título de este post he tomado la parte por el todo -¿cómo se llamaba esa figura retórica?-. Resumir mi primer día en Delhi con este nombre digno de telenovela latinoamericana -o de sheriff malo de película de serie B- no es del todo justo. Pero Pancho Pantera existe, se hizo un hueco en mi día de ayer y quiero rendirle homenaje como se merece. Sin embargo, el personaje en cuestión no aparecerá hasta caer la noche -si bien es cierto que tuvimos una primera toma de contacto por la mañana, mientras me tomaba un chai con Matt en pleno Paharganj-.

Recordemos que ayer llegué a Delhi. Recordemos también que ayer me reencontré con Matt, con el resort -mi cuchitril en Paharganj ya para siempre bautizado así por Javier- , con el caos, los pedigüeños, el tráfico loco, los cláxones, la basura y el perfume a orín de la calle donde se halla mi guest house. Una postal a priori poco apetecible. Y, sin embargo, ayer la abordé con ganas. Las inmundicias de Delhi saben a gloria a veces -y también sus cafés con helado y doble topping de chocolate en Baristas, para qué engañarnos-. Ayer era una de esas veces.

Pasé el día intentando escribir y sin poder lograrlo. Primero porque Matt debía hacer algunos recados por la ciudad y me pidió que lo acompañara. Me quejé un poco pero tras canjearle mi compañía por un masaje de hora y media, acepté encantada. Nos montamos en su moto y recorrimos la ciudad. Volví a recordar como es Delhi desde dentro. Desde dentro en el sentido más literal de la palabra: siendo una de ellos, allí, en el medio de todo, entre rickshaws, coches, vacas, indios acarreando lo inimaginable en sus cabezas, motos que se te paran al lado para echarte un vistazo rozando el accidente. Le sonreí al tráfico, al ruido, a la contaminación que muchas otras veces me ha hecho huir de la ciudad escopeteada. Y recordé las palabras de Javier cuando me dijo que yo había nacido para esto, que bastaba con verme sonreír entre los escombros para saberlo. Es una falacia bonita. Tengo que reconocer que hay días para todo, que no siempre sé cómo hacerlo.

Estuvimos sobre la moto toda la mañana, hasta que esta se proclamó en huelga y dejó de funcionar. La moto corría, pero poco a poco se fue descuajaringando y al final dejó de funcionar el claxon. Y en Delhi puedes circular sin intermitentes -nadie los usa- pero jamás sin claxon. Pitar es la manera de advertir a los demás de que estás ahí, de que vas a pasar, de que te acercas. Nadie mira por el retrovisor. Llegar hasta el mecánico fue peligroso. But we got it.

Por la tarde, todavía empeñada en escribir algo decente, dejé a Matt y me fui a Cannougth Place. Entré en Baristas con mi portátil, lo conecté… pero tener un lab-top enano en ciertas circunstancias puede ser de lo más peligroso también: todos quieren saber cuánto cuesta, dónde lo has comprado, si va bien. Para hacer amigos es fantástico, para trabajar es algo peor. Tras varias interrupciones desistí y regresé a Paharganj.

Y aquí es donde entra en juego mi amigo Pancho Pantera -sé que lo estabais esperando-. Cenaba con Matt en un chiringuito y Pancho, que busca hispanohablantes desesperado -porque no habla ni pizca de inglés-, nos vio desde la calle. Entró, se sentó con nosotros y el tiempo empezó a correr. Es mexicano, luce rastas, le falta un diente y cuenta que vive de subir a los autobuses y cantar con su guitarra entreteniendo al personal. Dos Kingfisher más tarde me reía con sus historias. Tres Kingfisher después le había cogido cariño. Tras otras tantas empecé a odiarlo: la resaca del día siguiente me iba a volver a inhabilitar para escribir nada decente.

Doy fe. Ya es el día siguiente y sigo sin escribir. Hoy me escondo: ya estoy con un irlandés -con todo lo que eso implica a nivel alcohólico-; sólo me falta Pancho para animarnos a beber.