miércoles, 30 de marzo de 2011

Stravaganza nº 1: Historia de un mechero en estructura de Baricco


Y allí, sumergido en aquella oscuridad nauseabunda, recordé las palabras de quien coincidiera conmigo en un bolsillo cualquiera frente a las costas de Vietnam: “Al morir, los hombres ven una luz al final del túnel; nosotros, un túnel al final de la luz”.

Estaba muriendo. No cabía duda. Hacía ya varias horas que había cruzado la luz perfecta de un mediodía tropical para precipitarme en las tinieblas de ese -¿cómo llamarlo?- receptáculo que apestaba a carroña en descomposición. No, peor aún: a úlcera putrefacta promiscuamente entremezclada con vómito de beodo y orina de gañán. Olía fatal, en definitiva. Y ahí estaba yo, en medio de aquella opacidad descarnada, pensando que me moría y sin saber muy bien qué hacer. Esperaba -sí, eso es, esperaba-.

Y así es como, de repente, mientras aguardaba resignado mi destino, me sorprendí huyendo al pasado, refugiándome en pretérito, avanzando hacia el ayer. A las puertas de la muerte, me dio por repasar mi vida. Muy original, lo sé.

Lo primero que vi fueron sus ojos. Dos inmensas pupilas dilatadas del que sabe que está a punto de dejarse engullir por la tentación. Tenía 16 años pero nadie se molestó en pedirle el DNI. Con total impunidad compró una cajetilla de rubio y, ya a punto de abandonar el puestito, se acordó de mí. Caminó largo rato apretándome fuertemente entre unos dedos todavía inexpertos. Creo que quería encontrar el lugar perfecto en el que dar rienda suelta a aquel particular ritual de iniciación. Y allí, en un callejón situado en alguna ciudad europea de la que nunca supe el nombre, se detuvo apresuradamente, se colocó un cigarrillo entre los labios y me desvirgó.

Lo primero que vi fueron sus ojos. Lo segundo, unos labios entreabiertos soplando con devoción. Había mucha gente. Y una tarta. Y cuarenta y ocho velas que habíamos tardado una eternidad en prender. El rubor me encendía la piel. Decenas de ojos me acechaban tras sonrisas aparentemente afables, mientras con mi aliento caliente alguien encendía, una a una, todas las velas del pastel. Y cuando ardía la última, se apagaba la primera. Y así sucesivamente. Y todos resoplaban impacientes. Y se quejaban de que mi cuerpo, exhausto y dolorido, les abrasaba la piel. Por la enorme estatua que se divisaba tras la ventana, supe que estaba en Nueva York.

Lo primero que vi fueron sus ojos, lo segundo unos labios entreabiertos. Lo tercero, aquellas sábanas cubiertas de sudor. Y él. Y ella. Y una pipa de la paz tras haber hecho el amor. Desperté entre los dedos delicados de la chica. Palpó a tientas la mesita de noche, me acarició la espalda, hizo girar mi cabecita y el fulgor que escapó de mis entrañas encendió unos ojos vítreos de excitación. Su aliento entrecortado y vacilante a punto estuvo de apagarme y el pulso le temblaba con la sutileza del que acaba de ser agitado por los claroscuros de un delirio de pasión. Tras las cortinas, despuntaba el día; y a lo lejos, despertaba la mezquita con voz ronca implorando a la oración.

Lo primero que vi fueron sus ojos, lo segundo unos labios entreabiertos, lo tercero aquellas sábanas cubiertas de sudor. Lo cuarto, el cabello blanquecino del que ha vivido mucho, ha visto en exceso y ha callado más. Tras sus ojos rasgados, la pericia milenaria de toda una civilización. En su mano, el incienso humeante como ofrenda a su dios. Yo en su bolsillo -expectante, sombrío, dócil-, avanzando a paso lento hasta la enorme figura de rostro sonriente que parecía invitarnos a pasar. En algún momento sentí que se sentaba -se arrodillaba, se postraba, se agachaba-. Y caí dormido hasta que el alboroto mundano de aquella urbe alejada me arrancó de la paz.

Lo primero que vi fueron sus ojos, lo segundo unos labios entreabiertos, lo tercero aquellas sábanas cubiertas de sudor, lo cuarto el cabello blanquecino. Lo quinto, el silencio adherido a la sabana. Y aquí y allá, por todas partes, melodías que rompían la ausencia de palabras con presencia de color. Un niño rebuscó entre sus cochambrosos bolsillos; y me encontró. Pasé de mano en mano, de callo en callo, de llaga en llaga y, finalmente, el más anciano de la casa se inclinó sobre un montoncito de madera y la encendió. A mi alrededor, la muchedumbre aglomerada. Niños descalzos, hombres mugrientos, mujeres de pechos caídos y manos de labrador. Negros, todos. Como la noche. Como la vida en aquel rincón del mapa. Como todo lo que quedaba fuera del alcance de la lumbre y del calor.

Lo primero que vi fueron sus ojos, lo segundo unos labios entreabiertos, lo tercero aquellas sábanas cubiertas de sudor, lo cuarto el cabello blanquecino, lo quinto el silencio adherido a la sabana. Lo sexto, un mar que no era azul. Era rosa, naranja, verde, amarillo, rojo. Era cian, blanco, púrpura y marrón. Era el firmamento revelado en un espejo. Era una noche de verano en Barcelona. Era la multitud reunida sobre la arena de la playa. Era el cielo derramándose en heridas de color. Era la mecha avanzando inexpugnable. Eran los ecos de la pólvora sobre el silencio del crepúsculo. Era la vida pendida de una llama: era yo.

Lo primero que vi fueron sus ojos, lo segundo unos labios entreabiertos, lo tercero aquellas sábanas cubiertas de sudor, lo cuarto el cabello blanquecino, lo quinto el silencio adherido a la sabana, lo sexto un mar que no era azul. Y, por último, una luz que inundó de repente el misterio hediondo y fétido en el que me encontraba arrancándome de mi particular ensoñación. Supe que iba a morir. Lo supe inmediatamente. No me hizo falta escuchar el motor de aquel camión que se acercaba a mi indecorosa sepultura, ni ver el rostro de la muerte en el operario que iba a extirparme hasta el último halo de vida sin un ápice de compasión. No, no me hizo falta. Lo supe en cuanto vi la luz. “Al fin y al cabo, nuestra muerte no es tan diferente a la de los hombres”, sonreí.

Lo primero que vi fueron sus ojos, lo segundo unos labios entreabiertos, lo tercero aquellas sábanas cubiertas de sudor, lo cuarto el cabello blanquecino, lo quinto el silencio adherido a la sabana, lo sexto un mar que no era azul y, por último, una luz.

miércoles, 16 de marzo de 2011

And so it is...


Existen dos tipos de personas:

1) Los que van a un concierto -cantan, bailan, beben, charlan- y después se van para casa o a seguir la fiesta en otro lado.

2) Y los que van a un concierto -cantan, bailan, beben, charlan- y acaban a ciento cincuenta kilómetros de ese escenario mojando los pies en el océano y paseando por la oscuridad de un bosque casi veinticuatro horas después.

Ante la pregunta de “¿cuándo acabe el concierto, cogemos el coche y nos perdemos por ahí?" mi instinto sólo registra una contestación posible. Un “sí” rotundo, un “por supuesto”, un “qué bueno…”. O mejor todavía, un “¿y por qué no?”.

(A menudo se buscan razones para hacer las cosas, sin caer en la cuenta de que la mejor razón para llevarlas a cabo es que no haya ningún motivo de peso por el que abortar la intención)

Y cuánta razón lleva el instinto…

Nuestro instinto nos llevó hasta un no-plan (hay conceptos que sólo encuentran sentido en el seno de una negación) en el que cada instante se escribía en el segundo anterior. Fue improvisado. Inaudito. Prolífico. Real -sobre todo real-.

Fue una road movie de cinturones bien abrochados, conductor sobrio y nariz de payaso intermitente. Una cama desbordada de cuerpos en algún punto del Empordà. Desayuno para cinco. Sol para todos.

Fue sentirse muy cerca de quien nunca ha estado lejos.

Fue detenerse en medio de la nada, respirar hondo, entregarse a las voluntades atmosféricas y mirar el horizonte con una conciencia absoluta de estar viviendo algo especial. Fue olvidar el tiempo, esconder los relojes. Perderse cien veces (y cien veces + una volverse a encontrar).

Fue aprender a jugar con las palabras, respetar los silencios. Mirar un mar agitado y sentir calma interior. Quedar prendida de un abrazo sin suplicar por un beso. Llevar por bandera la melodía de aquella canción.

And so it is…

Fue la noche concentrada entre las piedras de un pueblo -de cuyo nombre me acuerdo pero prefiero ocultar-. Fueron las estrellas y la luna, los faroles, la tierra y el frío en el aliento. Las doce campanadas -pinceladas de color sobre el silencio- que nos transportaron hasta éste, nuestro particular año nuevo.

Fue la vida adherida a una decisión cotidiana.

Fui yo desnuda de todo alter ego.

Fueron, sobre todo, ellos.