sábado, 8 de noviembre de 2008

¿Qué es la libertad?

Hace días que le doy vueltas a la cuestión. La culpa la tienen Murakami y su libro Kafka on the shore –mi ultima adquisición, tras La reina del sur de Pérez-Reverte se me antojó leer algo en inglés; suelo combinar-. En la novela del afamado japonés, el protagonista huye de su vida y de su casa en busca de la universalmente ansiada libertad. Y tras un par de noches en su nueva situación, reflexiona:

“I’m free, I think. I shut my eyes and think hard and deep about how free I am, but can´t really understand what it means. All I know is I´m totally alone. All alone in an unfamiliar place, like some solitary explorer who’s lost his compass and his map. Is this what it means to be free?”
Me sentí identificada. Murakami le dio al interruptor que encendió la bombilla de la clarividencia. Jamás lo había pensando así antes. Nunca había establecido ninguna relación entre libertad y soledad –más allá de la que siento cuando estoy soltera, es decir, la mayor parte del tiempo, y que me hace declararme single por convencimiento-. Y creo que lleva razón.

Yo me siento infinitamente libre. Es cierto. Cada día desde que empecé a vivir como vivo. No hay mañana, en la que al despertar, no me sienta increíblemente afortunada por estar donde estoy, por saber que el siguente paso depende sólo de mi, que puedo decidir quedarme o seguir, declararme en huelga de brazos caídos a o tomar un tren, un vuelo, un bus, hacia el mar o la montaña, hacia una ciudad grande, hacia un lugar remoto e incluso, si se tercia, tomar un avión de regreso a casa. Todo está en mis manos -o prácticamente todo, la fortuna y las casualidades siempre tienen algo que decir-. Pero es así –y aquí es donde entra Murakami- porque estoy sola. Sí, ese ha sido mi descubrimiento de hoy. Soy libre porque estoy sola. Si viajara con alguien todo sería diferente; de hecho he comprobado que lo es, cuando conoces a alguien y superas la barrera de los tres días –tres días por decir algo, me refiero a cuando superas el estadio de “tú en tu casa, yo en la mía”, cuando os encontráis ya no sólo para cenar o hacer una excursión puntualmente, sino que os proponéis compartir viaje y días-. Cuando viajo sola puedo decidir si ponerme o no el despertador, si levantarme a su primer ring o apagarlo y dormir hasta las 12; puedo decidir comer en horario local, en horario español o simplemente hacer caso a mis tripas y comer cuando me apriete el hambre; puedo decidir pasarme el día pateando o tirada en un bar sin sentirme culpable; puedo gastarme una fortuna en un hotelazo o irme a la guest house más cutre sin tener que ponerme de acuerdo con nadie; puedo desaparecer o estar, huir o permanecer, guardar silencio o hablar, leer o simplemente mirar cómo gira el ventilador en el techo, dormir desnuda o vestida, con la luz encendida o apagada, ordenar mis cosas o tener la habitación hecha un desastre, escuchar Mecano sin que nadie me diga que eso está muy anticuado. Puedo ser yo sin -apenas- convencionalismos sociales.

Me entristece el descubrimiento. Ahora sé que la libertad es siempre caduca. Porque nadie quiere estar solo toda la vida. Ni siquiera yo.