viernes, 9 de enero de 2009

Malasia con amigos

Malasia con amigos sabe diferente. No era mi primera vez en este fascinante país -más del primer mundo que ninguno de los nuestros- y, sin embargo, nunca la había vivido como en esta ocasión. Sin prisas, sin pateadas, sin fotografías a la desesperada, sin carreras apoyadas en un mapa, sin ir de arriba para abajo para no sentir que estaba perdiendo mis días en aquel rincón. Esta vez, todo fue diferente. En parte porque ya la había visto; en parte por la compañía en la que la disfruté. Y todo, de súbito imprevisto.

Javi y yo decicimos ir a Malasia para hacernos el visado tailandés. Abandonamos Koh Tao y, no sé por qué extraño motivo, nos encaminamos a Penang. Jamás había querido ir a esa isla con fama de infame y, sin embargo, ahi estábamos los dos. Fue poner un pie en tierra y saber que ese no era nuestro lugar. Hasta que todo cambió. Íbamos caminando por la calle en búsqueda de un sitio para cenar –si algo tiene de bueno Penang es la comida, como en toda Malasia, con esa extensa variedad de alternativas indias, chinas y malayas- cuando, a lo lejos, algo -o alguien- llamó mi atención. Dos chicos caminaban en dirección opuesta a la nuestra. Y la silueta de uno de ellos me resultó familiar: era Aitor. El chico de Jaén con el que pasamos varios días en Koh Tao. Y a su lado -oh, sorpresa- caminaba Joan, el valenciano que conocí hace ya tres meses en Bangkok. El desconcierto era doble: ¿qué hacían Aitor y Joan en Penang? Y sobretodo, ¿qué hacían juntos? Casualidades, otra vez más. Sin motivo. O sin más razón que la del azar.

Así empezó un capítulo totalmente inesperado de mi vida que iba a verse prolongado por el reencuentro con Javier y Mercedes en Kuala Lumpur. Ellos, para los que no los conozcan, son como mis padres adoptivos cuando estoy de viaje. Los conocí hace justo un año en Sipadan, los reencontré casualmente en Flores, nos vimos de nuevo en Bali, los fui a visitar al Estartit cuando estaba en Barcelona y los reencontré hace cinco días en el Equator Hostel –el mejor de Kuala Lumpur, más tarde veréis por qué-.

Y los días trascurrieron en familia. No visité a penas nada -como he dicho antes, ya me lo conocía del año anterior- más que las Petronas de noche –desde el bar situado en el piso 33 del Traders Hotel- y de día, el Times Square -con su montaña rusa enorme en el interior- y algún recado por la ciudad que me llevó a verla a vista de pájaro a bordo del monorail. Básicamente, me dediqué a perrear. El Hostel también invitaba a ello: una casita de tres plantas con terrado, cocina -en la que cada uno se prepara su desayuno por la mañana- y comedor -con tele, DVD, sofás, mesita y biblioteca-. Allí pasamos muchas horas. Simplemente viviendo, sin más -charlando en la mesita de la cocina frente a una taza de café, en la terraza fumando de la cachimba, mirando de una sentada toda la segunda temporada de “Sexo en Nueva York”, durmiendonos de noche en el sofá con una peli puesta en el televisor-. Incluso celebramos los reyes con regalos varios en calcetines colgados y una cenita spanish en el patio -con barbacoa, gambas y Rioja-.

Vivir como en tu casa pero en la otra punta del mundo; como con tu familia pero con amigos. Eso ha sido para mí Malasia esta vez.