sábado, 29 de noviembre de 2008

Chiang Mai: tres, dos, uno, cero


Comienza la cuenta atrás para abandonar Chiang Mai y proseguir mi camino –que continúa sin destino, pero sigue contando con etapas-. Recuerdo que llegué aquí con una misión: la de reconciliarme con el pasado y pasar página. Lo he conseguido. Esta vez me voy de Chiang Mai sin cargar con ningún lastre, sin que ningún recuerdo que escueza me aplaste la espalda, sin memorias agridulces, sin besos que al convertirse en vacío hieran, sin silencios dolorosos como sombra de palabras.

Chiang Mai esta vez ha sido mía -y ahora me recuerdo a la Fresita, con su mítica frase “Salou es mío”, pero no, que esto va en serio-, en lugar de ser nuestra. En mis viajes anteriores la compartí demasiado -cada esquina llevaba una firma, cada calle una mirada, cada bar un brindis, cada habitación una respiración pausada-. En esta ocasión, en cambio, la he vivido individualmente. Es verdad que he conocido gente, que me he pegado fiestas, que he compartido paseos, piscinas, mercados, desayunos, comidas y cenas. Pero también me he dedicado a gozarla sola. Le he puesto mi único nombre a cientos de recodos, a miles de encricijadas.

Chiang Mai han sido noches de películas con Sebastian, tardes de tés con Nicolas y Hanna, desayunos con Ramón y Nuria, madrugadas de copas con Josu y Lom, abrazos de oso con Tim, encuentros fugaces con Felicity, clases de thai con la camarera del Baiporn, mañanas de juegos con la mujer del “Fish and Chips” y su gato Midnight. Subir a un mirador muy bien acompañada, charlar con un taxista que quiere aprender español en el bar de la esquina, tomar un café puntual con espontáneos, cenar con todo mi grupo del curso de masaje en un restaurante con cascadas. Chiang Mai han sido también mis noches de lectura solitaria, mi libreta y mi bolígrafo sobre una mesa apartada, teclear sobre mi portátil mientras desayuno un american breakfast, pasear mis pensamientos y mi cigarro a la orilla del río, chafardear a mi ritmo en el mercado nocturno, tumbarme bajo el sol en la piscina analizando mi karma, surtirme de comida callejera y cenar sola en casa –léase Guest House, aquí a todo se le acaba llamando casa-.

A la tercera fue la vencida.

jueves, 27 de noviembre de 2008

Las niñas de mis ojos

Asia se tambalea. Se sacude, se agita, se pierde y no se encuentra. Mumbai hoy tiene la forma deformada de un grito de Munch contemporáneo, el silbido de las balas de un western americano, el tacto de la metralla, el sabor salado de la sangre fresca, el olor de la pólvora quemando. Bangkok se tiñe de rojo alerta -si se cierran bien los ojos y se abren las orejas uno puede oir el timbre de las alarmas confundiéndose con el griterío desbocado-, se viste de lemas y banderas, de incógnitas, de miedos, qué será, de interrogaciones, dudas y aciertos. Mumbai intenta cerrar capítulo; Bangkok lucha por no abrirlo. Lo que en una es futuro, en la otra es recuerdo. Mumbai ya ha escrito una página más de su historia -desafortunada, por supuesto-, mientras que Bangkok sigue en ello.

Lo de Mumbai no tiene nombre. Desperté ayer con la noticia y todavía me estoy reponiendo. Si bien es cierto que en India los ataques terroristas son, por desgracia, bastante frecuentes, no es menos verdad que no acostumbran a ser de esta embergadura y que apenas nunca tienen como objetivo a turistas. Pero esta vez sí. Esta vez se centraron básicamente en dos de los hoteles más lujosos de la capital financiera india y además se recrearon reteniendo rehenes -algunos occidentales-. No es que la desgracia me importe más si hay occidentales de por medio -para nada, y tampoco me importa un huevo si estaba Esperanza Aguirre o Ignasi Guardans, osea, que lo siento por ellos, pero lo siento lo mismo que por cualquier otro anónimo que haya tenido que vivir ese inferno-, simplemente es que no es habitual este modo de proceder. El primer misnistro indio ha declarado que los terroristas han contado con vínculos externos. Yo no lo descartaría. Me recuerda al 11-M, cuando se nos decía que era ETA y cantaba a leguas que no, porque el modus operandi no correspondía con el de los vascos. Aquí también huele a chamusquina –y no es ninguna broma de mal gusto-.

Bangkok es otra historia. Los altercados que se están produciendo en varios puntos de la ciudad no son más que el embrión de lo que podría ser. Los dos aeropuertos continúan tomados por los simpatizantes de la APD (Alianaza del Pueblo por la Democracia, el partido conservador que persigue la dimisión del PPP, el actual gobierno) y siguen sumándose heridos y muertos por ataques en diversas sedes gubernamentales y cadenas de televisión. Las vías aéreas desde la capital están cerradas a cal y canto: no se puede enrtrar ni salir de Bangkok. La situación es grave. La amenaza de golpe de estado es inminente y el ejecutivo ya ha declarado el estado de excepción, en el que se espera que sea la policia la encargada de desalojar a los manifestantes, ya que las fuerzas armadas se han puesto del bando contrario y su máximo responsable se ha sumado a la petición de cesión del gobierno. Un líder de la revuelta, a su vez, ha amenazado con extender los altercados a todo el país en el caso de que la policía intervenga.

No sé cómo acabará todo esto. Hace dos días me reía de las noticias y de sus alarmantes informaciones. “No conocen Tailandia”, pensaba, “en este país estas cosas no prosperan porque la gente cree demasiado en la monarquía y, en realidad, el gobierno que tengan les da más o menos igual”. Me equivocaba. Esta vez la cosa va en serio. No me preocupa demasiado todavía, sin embargo. Estoy en Chiang Mai y aquí se respira una tranquilidad absoluta –a pesar de que es en esta ciudad donde el primer ministro del país se ha refugiado-. Veamos a ver qué sucede.

Mumbai y Bangkok, India y Tailandia. Las niñas de mis ojos sumidas en el caos. No puedo evitar preocuparme por ellas.

martes, 25 de noviembre de 2008

Lahu Village Yoga and Massage Course: el desenlace


Ya estoy de nuevo en Chiang Mai –con un empache del mil, por cierto, tanto engullir huevos fritos, bacon, chocolate, pesado fresco y batidos de fruta no puede ser bueno-. Se acabaron los días en la Lahu Village y con ellos mis comidas vegetarianas, mis madrugones con los gallos como despertador, los cafés y los banana pancakes en la casa del vecino, los masajes de 2 horas cada día -qué gusto estudiar algo en lo que la mitad del tiempo te toque simplemente tumbarte y disfrutar-, las partidas de Uno con normas inventadas, el yoga como combustible diario, las carreras en la parte trasera del jeep con el aire azotándote en la cara, las luchas nocturnas con los escarabajos voladores gigantes -o las arañas, los ratones, las polillas- en mi habitación, mi saco de dormir y mis siete mantas, los pies siempre cubiertos de barro, los mediodías de lectura echada sobre la plataforma de bambú bajo el sol, los geckos como nana, los cerdos revolcándose cerca de la cocina, hacer cola en la ducha con agua caliente a las 8 de la mañana, las charlas a media luz, las confidencias, los “dobelyooooo” para todo –como “W” en inglés, es la palabra lahu para decir “hola” y “gracias”-, los niños persiguiéndome, el bueno de Boby protegiendo mi sueño a la puerta de casa.

Ha estado genial. Una experiencia que recomiendo a todo el mundo. Y no sólo por el thai massage -que también: es increíble lo mucho que he aprendido en tan poco tiempo-, sino sobretodo por el entorno, por la paz, por la atmósfera ideal para desconectar del mundo de ese lugar situado en medio de las montañas.

Me costará olvidar a Chochoi -como ya me pasara con Anal, mi guía en tierras nepalíes, este nombre también al inicio me provocaba carcajadas-, nuestro profesor. Y a Oliver, el assistant, un alemán extrañísimo con el que -y del que- nos hemos reído mucho. Y a Elisa, Charles, Rowan –los más serios del grupo-, Nicolas y Hanna –la pareja, con lo que ahora sigo conviviendo, pues se alojan en la habitación contigua a la mía en la Rama GH-. Y sobretodo a Romain, el francés, con el que, seguramente por el tema del idioma –los demás eran todos nativos english speakers- y porque era mi vecino de boungalow, es con el que he congeniado más. También éramos los únicos fumadores. Y eso une.

Los echaré de menos a todos. Y a la aldea, a mi cuarto, a mi chaqueta por la noche, al silencio, a la paz, a los paseos entre verde a las 6 de la mañana. Hoy Chiang Mai me parece una ciudad riudosa –aunque sé positivamente, que es de las más tranquilas de Asia-. Otra mala jugada de mi subconsciente. Ya van varias.

miércoles, 19 de noviembre de 2008

Lahu Village Yoga and Massage Course (Segunda Parte): el ecuador


Ayer cruzamos el ecuador. Nos movimos del Trópico de Capicornio al Trópico de Cáncer en el contexto del curso de masaje tailandés. Tras cinco jornadas entrenando diferentes partes del cuerpo (piés y líneas de las piernas el primer día, ejercicios con una pierna el segundo, ejercicios con las dos el tercero, estómago, pecho, barazos y manos el cuarto y side position el quinto), ayer tocaba simplemente practicar. Nos empleamos a fondo toda la mañana, colocados por parejas dimos y recibimos un masaje de dos horas cada uno. Y por la tarde, después del almuerzo y con los deberes hechos, tomamos un jeep y nos fuimos de excursión a las cascadas. Encendimos un fuego, nos bañamos y nos sentamos a su alrededor para calentarnos después. Luego bajamos a la ciudad más cercana, donde el simple hecho de comer pollo –después de tanta dieta vegetariana- o de poder entrar en un Seven Eleven para comprar chocolate parecía un milagro –yo cargué la bolsa con chocolatinas de todo tipo, ya os podéis imaginar, estoy servida para los próximos seis días en el poblado Lahu-. Me gustan estas temporaditas de abstinencias varias que luego te llevan a apreciar los pequeños placeres mucho más. Creo que es algo que todos deberíamos llevar a cabo de vez en cuando. Aunque sé por experiencia que cuando se está en la comodidad de la propia casa es complicado de probar.

Tras el paseo por la ciudad, el abastecimiento de provisiones y el ejercicio de engullir cuanta más carne mejor, nos movimos a unos hot springs no muy lejanos. El lugar era turísitco de cojones, por lo que no triunfó demasiado, pero aprovechamos el rato para comer un poco de cerdo rustido más. Hoy tengo dolor de barriga. Y no me extraña.

Ya de camino hacia la aldea Lahu, Oliver –un assistant alemán-, Nicolas –el chico californiano-, Roman –el francés- y yo, nos apeamos en una Guest House de la zona para jugar al billar. Fue divertido. Bebimos cerveza y nos retamos a ver quién era peor. Gané yo, no cabe duda. Y sin embargo, según las reglas del juego, también vencí en todas las ocasiones sobre la mesa de pool. La suerte del principiante, dicen. O quizás simplemente que el resto estaban demasiado borrachos como para apuntar.

Hemos cruzado el ecuador. Quedan seis días más. Ojalá se aternizaran. Me siento muy a gusto aquí.

lunes, 17 de noviembre de 2008

Lahu Village Yoga and Massage Course (Primera parte): El chiste


He titulado así por como empieza la historia: eránse dos norteamericanos, dos ingleses, una noruega, un francés y una española. Siempre he pensado que cuando viajo muchas de mis anécdotas tienen inicio de chiste, de uno de esos chistes malos que juegan con las nacionalidades de los implicados. Hoy sigo teniendo esa sensación –la presencia del francés le da el punto cómico definitivamente, mientras que el inglés y el español quedan deslucidos porque en el primer caso son dos en lugar de uno y en el segundo es un personaje femenino, oséase, yo misma, y en los chistes de este tipo los personajes acostumbran a ser varones-.

Total, que así empiezan mi historia y mis días en el curso de masaje tailandés. Siete guiris, trece días, seis horas de clase diarias, una de yoga, media de meditación, tres comidas a a base de arroz y vegetales, muchas tazas de ginger tea. Una suerte de Gran Hermano intensivo en el que uno acaba encajando por pelotas, aunque al inicio sienta que no tiene mucho que ver con el resto de sus compañeros.

Nos hallamos a unos 80 kilómetros de Chiang Mai, en una aldea Lahu –minoría étnica originaria del Tíbet pero que ahora podemos hallar por toda Asia ya que su pasado nómada los dejó encerrados en diferentes países con la creación de las actuales fronteras-. Aquí se hace uno de los cursos de masaje tailandés de la Sunshine School, una de las más prestigiosas del norte de Tailandia. Hacía tiempo que quería aprender esta técnica ancestral –que proviene de India, paradójicamente- y se me antojó hacerlo en la Lahu Village, para disfrutar de una experiencia diferente y poder relajarme absolutamente por unos días –si no fuera por Internet, estaría absolutamente fuera del mundo, pero me he comprado un módem portátil básicamente por cuestiones de trabajo-.

Y aquí estoy. Desde el pasado jueves. Durmiendo en el suelo de mi pequeño bungalow de bambú, con una dieta estrictamente vegetariana y compartiendo experiencias con mis seis compañeros, todos ellos mucho más sanos, más espirituales y más metidos en esta movida que yo –dos de ellos son profesores de yoga, para que os hagáis una idea-. Al inicio pensé que no cuajaría con ellos. Prejuicios. Tras unas horas teníamos mil temas de conversación, tras dos días nos reíamos juntos, tras cuatro ya los empiezo a querer.

Mis días comienzan a las 6 de la mañana. A las 6:30 tenemos clase de yoga sobre una plataforma de bambú cuyo límite cae a plomo sobre las montañas. A las 8 desayuno, a las 9 media hora de meditación y, a su término, seis horas de clase de masaje tailandés con un descanso para la comida. Los días pasan rápido. No nos damos cuenta y ya volvemos a estar sentados sobre el suelo de la cabaña en la que desayunamos, comemos y cenamos: la noche como telón de fondo, la guitarra como única compañía, fruta de la pasión y bananas en lugar de cervezas, historias de diferentes países para compartir, el maloliente Boby –sí, estáis en lo cierto, con este nombre sólo podía ser un perro- custodiando la escena.

Me siento en paz. Creo que nunca había sentido tanta paz cómo la que estoy sientiendo estos días. Y ya sabéis que yo siempre he sido bastante escéptica con estos temas. Pero me rindo ante la evidencia: el yoga, la acupuntura –con el thai massage se tocan muchos de sus puntos de presión-, y el masaje que trabaja sobre las líneas energéticas del cuerpo, funcionan en realidad. No es cosa de pirados. Funcionan. Y me hacen sentir como en una nube a pesar del dolor que siento en todos y cada uno de mis músculos (en parte porque dar masaje es muy cansado, en parte por que recibirlo puede ser doloroso, en parte por el yoga y en parte también porque aquí hace frío y duermo en tensión bajo siete mantas). El intercabio de energía entre masajista y masajeado es tal que, por poner un ejemplo, hoy, Rowan, la chica inglesa, ha roto a llorar estrepitosamente al término de uno de mis masajes sobre su estómago. Reía y lloraba a la vez mientras me aseguraba que no le pasaba nada, que sólo había sentido como con mis manos revolvía sentimientos enquistados en su interior. Que le había ayudado a liberarlos.

Sí, a mi también me suena raro. Pero tras lo que estoy experimentando en mis propias carnes estos días, me lo creo todo. Seguiré contando.

miércoles, 12 de noviembre de 2008

Loi Krathong o el por qué de ser romántica

Ayer hice la cursilada del año -he llenado el cupo, hasta el 2009 nada-. Y ya sabéis que yo soy poco dada a romanticismos y pamplineces innecesarias. Que soy sensible, sí, cariñosa, también, pero los ramos de flores, la cenitas a la luz de las velas y los besitos sobre la Torre Eiffel me dan hurticaria. Y sin embargo ayer, yo y todas mis manías, nos subimos de la manita sobre un barco con cena, velas, música y demás, surcando Chiang Mai bajo mil constelaciones de globos encendidos y compartiendo agua con innumerables barcos florales portando incienso y llamas.

Todo tiene una explicación. No es que me quiera justificar, es que la tiene. Se acercaba Loi Krathong, el festival budista de las luces en el que se rinde homenaje a los dioses del agua. Sebastian –un colega alemán de 22 años que lleva uno y medio viajando por Australia y Asia- y yo queríamos un buen sitio para verlo y pensamos en reservar mesa para ese día en uno de los restaurantes ubicados a pie de río. Pero no reservaban mesa en el local, nos dijeron, sólo si queríamos cenar en el bote que recorría el río. Pensamos que sería una buena posición, como tener butacas en tribuna ante un Barça-Madrid, ya me entendéis. Y dijimos que sí.

Y ayer era el día del inicio del festival, el día cuya mesa en el bote estaba reservada. Fue bonito, tengo que reconocerlo. El Loi Krathong siempre lo es –el año pasado ya tuve la suerte de vivirlo en Chiang Mai también-. Fuegos artificiales por todas partes, los monjes jóvenes tirando petardos en cualquier rincón, centenares de globos de papel encendidos com estrellas gigantes en el cielo, barquitos de flores con velas navegando por el río. La gente en la calle, la rua, la fiesta, la alegría tangible, densa, casi material flotando en el ambiente. Y nosotros ahí, sobre el barco, testigos privilegiados de todo, sonrientes y despreocupados, con nuestra thai food, nuestra cerveza –sólo faltaba el cigarro-.

Hoy repetimos, pero a pie de calle, entre el mogollón, para vivirlo de un modo más real y menos apartado. Todavía tengo que poner mi barquito encendido sobre el río y lanzar mi globo al cielo –y con él todas las cosas negativas del año pasado-. Sin ello, el Loi Krathong no está consumado.

Pero que quede clara una cosa. Sólo fui romántica por necesidad, ¿entendido?. Que una tiene una reputación que mantener.

domingo, 9 de noviembre de 2008

Abajo las fronteras

Hace un par de de días tuve que salir hacia Myanmar. Obligada. Nada de turismo u ocio, simplemente pura burocracia. Papeles. Un sello. Una nueva página de mi pasaporte marcada. Un negocio asqueroso que se basa en cruzar una frontera para volver a traspasarla.

Me explico. Se trata de los trapicheos del visado. En Tailandia tienes visa on arrival. Veintiocho días exactamente. Veintiocho: ni uno más -aunque sí los que quieras menos-. Antes de que se acaben debes salir del país. Definitivamente si quieres; sino –que es mi caso- debes perder un día en ir hasta la frontera más cercana y cruzarla en ambas direcciones –sales de Tailandia hacia el país vecino y entras de nuevo, todo en menos de una hora-. Y ya vuelves a tener veintiocho días de nuevo. Francamente estúpido si te paras a pensarlo.

La tontería lo es menos cuando reflexionas sobre el dinero que eso comporta no sólo en Tailandia, sino también en sus países vecinos. En Tailandia el negocio del visa run –ese tipo de trip para renovar el visado- es la ostia. Todas las agencias de viaje lo ofrecen: “Visa run a Mae Sai, 650 bahts, mini van con aire acondicionado, salida a las 7 a.m. y regreso a Chiang Mai a las 5 p.m., le recojemos en su hotel, interesados pregunten en el interior”. En Myanmar, a su vez, te cobran 500 bathts por cruzar la frontera. Quinientos bahts que van directos a las arcas de la dictadura birmana. Mierda. Yo no quiero contribuir a esta basura. Pero no me dejan más opciones. O eso o largarme a Laos, Camboya o Malasia –los demás vecinos de Tailandia-. Pero me quedan bastante, bastante lejos.

Próximo visa run, el 6 de diciembre. Volveré a regalar mi dinero para que vuelvan a acceptarme en territoio tailandés 28 días más. Es una suerte de chantaje. Pero al menos, la próxima vez espero encontrarme más cerca de otra frontera y no darles mis 500 bahts a los cabrones birmanos. No quiero que financien su dictadura con mis donaciones obligadas.

sábado, 8 de noviembre de 2008

¿Qué es la libertad?

Hace días que le doy vueltas a la cuestión. La culpa la tienen Murakami y su libro Kafka on the shore –mi ultima adquisición, tras La reina del sur de Pérez-Reverte se me antojó leer algo en inglés; suelo combinar-. En la novela del afamado japonés, el protagonista huye de su vida y de su casa en busca de la universalmente ansiada libertad. Y tras un par de noches en su nueva situación, reflexiona:

“I’m free, I think. I shut my eyes and think hard and deep about how free I am, but can´t really understand what it means. All I know is I´m totally alone. All alone in an unfamiliar place, like some solitary explorer who’s lost his compass and his map. Is this what it means to be free?”
Me sentí identificada. Murakami le dio al interruptor que encendió la bombilla de la clarividencia. Jamás lo había pensando así antes. Nunca había establecido ninguna relación entre libertad y soledad –más allá de la que siento cuando estoy soltera, es decir, la mayor parte del tiempo, y que me hace declararme single por convencimiento-. Y creo que lleva razón.

Yo me siento infinitamente libre. Es cierto. Cada día desde que empecé a vivir como vivo. No hay mañana, en la que al despertar, no me sienta increíblemente afortunada por estar donde estoy, por saber que el siguente paso depende sólo de mi, que puedo decidir quedarme o seguir, declararme en huelga de brazos caídos a o tomar un tren, un vuelo, un bus, hacia el mar o la montaña, hacia una ciudad grande, hacia un lugar remoto e incluso, si se tercia, tomar un avión de regreso a casa. Todo está en mis manos -o prácticamente todo, la fortuna y las casualidades siempre tienen algo que decir-. Pero es así –y aquí es donde entra Murakami- porque estoy sola. Sí, ese ha sido mi descubrimiento de hoy. Soy libre porque estoy sola. Si viajara con alguien todo sería diferente; de hecho he comprobado que lo es, cuando conoces a alguien y superas la barrera de los tres días –tres días por decir algo, me refiero a cuando superas el estadio de “tú en tu casa, yo en la mía”, cuando os encontráis ya no sólo para cenar o hacer una excursión puntualmente, sino que os proponéis compartir viaje y días-. Cuando viajo sola puedo decidir si ponerme o no el despertador, si levantarme a su primer ring o apagarlo y dormir hasta las 12; puedo decidir comer en horario local, en horario español o simplemente hacer caso a mis tripas y comer cuando me apriete el hambre; puedo decidir pasarme el día pateando o tirada en un bar sin sentirme culpable; puedo gastarme una fortuna en un hotelazo o irme a la guest house más cutre sin tener que ponerme de acuerdo con nadie; puedo desaparecer o estar, huir o permanecer, guardar silencio o hablar, leer o simplemente mirar cómo gira el ventilador en el techo, dormir desnuda o vestida, con la luz encendida o apagada, ordenar mis cosas o tener la habitación hecha un desastre, escuchar Mecano sin que nadie me diga que eso está muy anticuado. Puedo ser yo sin -apenas- convencionalismos sociales.

Me entristece el descubrimiento. Ahora sé que la libertad es siempre caduca. Porque nadie quiere estar solo toda la vida. Ni siquiera yo.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

Aterrizaje forzoso

Tal fue mi aterrizaje en Chiang Mai a la vuelta de mis días en Mae Hong Son. Llegé el domingo por la tarde, prematuramente porque mi ordenador entró en coma profundo y debía arreglarlo cuanto antes –mi reportaje de las Long Neck ya prácticamente acabado estaba en el interior-.

Llegué a la estación de autobuses hacia las 6. Me cargué la mochila a la espalda y me dispuse a buscar un tuk-tuk que me llevara hasta la Guest House. Pero ante el timo asegurado que supone ser blanca y viajera en la estación, decidí caminar hasta la carretera, donde el timo, aunque insalvable, lo es cuantitativamente menos.

Paré a un tuk-tuk compartido, negocié el precio y salté al interior. Todavía estaba descargando las bolsas cuando el conductor arrancó de golpe y la inercia del brusco movimiento hizo caer una de mis bolsas –la que lleva el portátil y la cámara , ni más ni menos- a la carretera. No me lo podía creer. Intenté que el tío parara golpeando las paredes del vehículo y chillando, pero como no se daba cuenta de nada, y sin ni siquiera parame a pensarlo, salté. Salté del coche en marcha con la mochila de 20 kilos a la espalda –todavía no me había dado tiempo a quitármela-. Y como era de esperar, aterricé de culo.

Era para haberme visto. La calle se paralizó –lo que fue perfecto para que nadie atropellara mi mochila, todavía ahí, en el suelo- y todos me miraban con cara de interrogación. ¿Qué hace esta tía saltando de un coche en marcha, con una michila a la espalda y en medio del tráfico? Pues intentar salvar mi ordenador y mi cámara, señores. A ver si se pensaban que lo hacía por no pagar.

Y los salvé. De ser atropellados o de que algún listo se hiciera con ellos antes de que yo los pudiera alcanzar. Pero para ello me expuse yo a ser atropellada. Olga, te lo he dicho mil veces: pensar primero, actuar después. Nunca aprenderé.

El mañana no existe –o making off del extraño encuentro con las mujeres jirafa-

Con esta frase empezó todo. Me la dijo –o me la escribió, ya que llegó a mí en forma de correo electrónico- el director de uno de los periódicos españoles para los que estoy trabajando. “El mañana en esta profesión no existe”, dijo exactamente. O lo que es lo mismo: o lo haces ya o no lo haces.

Habian dicho que sí a una propuesta de reportaje mia, pero no podían esperar. Así que un poco a regañadientes pero sabiendo establecer prioridades, cancelé el curso de masaje que se suponía que debía empezar al día siguiente y me fui para Mae Hong Son a pasar el fin de semana. Allí debía entrevistarme con una mujer jirafa –esa había sido mi proposición (in)decente al medio en cuestión-. Con una mujer jirafa que habla perfectamente español, para más señas. Lo logré, no las tenía todas pero lo logré.

A primera hora de la mañana del sábado tomé una moto-taxi para Nai Soi, a 30 kilómetros de Mae Hong Son, el poblado Long Neck en el que se suponía que debía encontrar a María José, auque en aquel momento yo pensaba que se llamaba –que se hacía llamar- Mari Pepi. Eso me habían dicho Ramón y Nuria, la pareja de catalanes de Chiang Mai que conocí hace un año y que fueron el embrión de todo, cuando por aquel entonces me contaron la historia de una tal Mari Pepi, mujer jirafa que hablaba español y podía explicarme cosas muy interesantes de cómo estaban siendo explotadas como atracción turística en Tailandia. Al contactar con ellos este año de nuevo y preguntarles en qué campamento se encontraba la chica, sólo supieron decirme que en uno de los dos que se hallaban en las proximidades de Mae Hong Son, en el más turístico. Así que me pasé el viernes por la tarde preguntarndo por el pueblo cuál era el que recibía más visitas de los dos. Y ganó Nai Soi.

Y allí estaba yo para comprobar si la suerte estaba de mi lado. Pagué los 250 bahts imprescindibles para entrar y me adentré en el poblado despacio, mirando alrededor y sorprendiéndome por lo vacío que parecia estar todo aquello. Lo había imaginado diferente: repleto, bullicioso, vivo. Lleno de Long Neck y de turistas. Y no sólo yo era la primera visitante del día, sino que allí no había más de una docena de personas repartidas por los porches de las diferentes casas; comiendo, charlando, haciendo frente a un nuevo día.

Comencé a preguntar por Mari Pepi y todos ponían cara de no saber de qué les hablaba. Pero cuando mi desesperación estaba alcanzando cuotas insuperables, dí con alguien que me dio la clave: “no se llama Mari Pepi, sino Maria José; y ya no vive aquí”. Me quería morir. Pero no perdí la calma y seguí interrogándola. Maria José se había mudado al campo de refugiados que se extiende justo al lado de la aldea Long Neck hacía un par de años y, aunque no podía acceder ahí, alguien de la aldea podía ir a buscármela. Tuve que insistir bastante en ello, subrayando lo importante que era para mí hablar hoy con ella. Y pagar 150 bahts, en teoría por el petróleo de la moto con la que irían a buscarla, aunque yo sabía no era por eso sino por las “molestias” –a saber, los asiáticos siempre intentan sacarle a uno dinero por todo con cualquier excusa-.

Mientras esperaba a que el chico estuviara de regreso con María José, me invitaron a desayunar con ellos. Y allí encontré a la persna que le iba a dar un giro a mi artículo: Mariana. Me saludó con una “Hola” perfecto nada más verme entrar. Y yo sonreí satisfecha por el hallazgo. Si Maria José ya no vivía en la aldea ni llevaba los collares que caracterizan a las Long Neck, allí estaba la solución al problema. También hablaba español y ella sí que lucía los aros y las pintorescas ropas tradicionales que le iban a dar color y exotismo al reportaje. Charlamos durante cerca de una hora y me explicó algunas cosas de lo más interesantes. Pude comprobar lo que pesan esos aros –más de 8 kilos a veces-, que no se los pueden quitar nunca y que algunas de ellas los llevan porque realmente quieren mantener la tradición –otras, sólo porque el gobierno tailandés les da dinero por seguir haciéndolo-. Le compre una tobillera a modo de agradecimiento y nos reímos juntas cuando me disfrazó de Long Neck Karen.

En seguida llegó Maria José y la invité a comer algo en el bar de la entrada. Era mucho más joven de lo que había imaginado -22 años muy bien aprovechados- y hablaba el castellano casi perfectamente. Me sorprendió. Me sorprendió su nivel de español, pero también el hecho de que entendiera el vasco, su vestimenta occidental, su desenvoltura al hablar de cualquier tema, su franqueza al retroceder en el tiempo para explicarme dolorosas experiencias -de cómo el ejército birmano abusaba de su aldea, de su tío fusilado, de su padre realizando trabajos forzosos para la armada, de su huída hacia Tailandia, de sus días en Nai Soi, de su traslado al campo de refugiados, de sus ganas de irse a vivir a Nueva Zelanda beneficiándose de un plan de reasentamiento-. Hablamos durante cerca de cinco horas que se hicieron brevísimas y me despedía de ella con la pena de saber que no volveríamos a vernos.

Ya tenía mi historia y a las dos protagonistas de ella. Tan dispares y a la vez tan parejas. Dos historias que nacen de la guerra, del éxodo, del huir de un país en el que ya no se las quiere, que se encuentran en Nai Soi como víctimas de la explotación turística tailandesa y que luego se separan porque una tiene sed de mundo y la otra sigue creyendo estar haciendo lo correcto.

Y hasta aquí puedo leer. Tal es el making off de mi reportaje. Interesados en el resto, consulten el suplemento “Crónica” de El Mundo el próximo domingo. Gracias.