martes, 25 de noviembre de 2008

Lahu Village Yoga and Massage Course: el desenlace


Ya estoy de nuevo en Chiang Mai –con un empache del mil, por cierto, tanto engullir huevos fritos, bacon, chocolate, pesado fresco y batidos de fruta no puede ser bueno-. Se acabaron los días en la Lahu Village y con ellos mis comidas vegetarianas, mis madrugones con los gallos como despertador, los cafés y los banana pancakes en la casa del vecino, los masajes de 2 horas cada día -qué gusto estudiar algo en lo que la mitad del tiempo te toque simplemente tumbarte y disfrutar-, las partidas de Uno con normas inventadas, el yoga como combustible diario, las carreras en la parte trasera del jeep con el aire azotándote en la cara, las luchas nocturnas con los escarabajos voladores gigantes -o las arañas, los ratones, las polillas- en mi habitación, mi saco de dormir y mis siete mantas, los pies siempre cubiertos de barro, los mediodías de lectura echada sobre la plataforma de bambú bajo el sol, los geckos como nana, los cerdos revolcándose cerca de la cocina, hacer cola en la ducha con agua caliente a las 8 de la mañana, las charlas a media luz, las confidencias, los “dobelyooooo” para todo –como “W” en inglés, es la palabra lahu para decir “hola” y “gracias”-, los niños persiguiéndome, el bueno de Boby protegiendo mi sueño a la puerta de casa.

Ha estado genial. Una experiencia que recomiendo a todo el mundo. Y no sólo por el thai massage -que también: es increíble lo mucho que he aprendido en tan poco tiempo-, sino sobretodo por el entorno, por la paz, por la atmósfera ideal para desconectar del mundo de ese lugar situado en medio de las montañas.

Me costará olvidar a Chochoi -como ya me pasara con Anal, mi guía en tierras nepalíes, este nombre también al inicio me provocaba carcajadas-, nuestro profesor. Y a Oliver, el assistant, un alemán extrañísimo con el que -y del que- nos hemos reído mucho. Y a Elisa, Charles, Rowan –los más serios del grupo-, Nicolas y Hanna –la pareja, con lo que ahora sigo conviviendo, pues se alojan en la habitación contigua a la mía en la Rama GH-. Y sobretodo a Romain, el francés, con el que, seguramente por el tema del idioma –los demás eran todos nativos english speakers- y porque era mi vecino de boungalow, es con el que he congeniado más. También éramos los únicos fumadores. Y eso une.

Los echaré de menos a todos. Y a la aldea, a mi cuarto, a mi chaqueta por la noche, al silencio, a la paz, a los paseos entre verde a las 6 de la mañana. Hoy Chiang Mai me parece una ciudad riudosa –aunque sé positivamente, que es de las más tranquilas de Asia-. Otra mala jugada de mi subconsciente. Ya van varias.