sábado, 13 de junio de 2009

Ser feliz

Siempre ha ido conmigo. Siempre he dicho que avanzar está en el cambio, en bajarse de la rueda de la inercia y pararse a pensar, en deshacer un camino que no nos convence y atreverse a tomar el sendero que rompe justo al lado, en cerrar la puerta que abrimos tiempo atrás y adentrarse en otra de las mil que aguardan ser descubiertas. Siempre dije que el movimiento marca la diferencia. Que la estabilidad es un estigma de la cobardía que nos envuelve. Que el cambio es necesario -y no siempre para adelante, a veces es necesario retroceder y rectificar-. Que cada segundo debe ser aprovechado. Que el tiempo no existe para ser malgastado. Que la vida está para vivirla. Y aunque parezca una obviedad, pocos son lo que se atreven a hacerlo.

Yo era -soy-periodista porque un día decidí serlo. Porque un día, cuando todavía era muy joven para saber lo que en realidad esperaba de la vida, pensé que sería feliz escribiendo. Y lo fui. Pero la realidad acabó imponiéndose: no estaba hecha para estar en una oficina. No, al menos, en aquel momento (con 26 años y mucho mundo por recorrer). Al inicio dolió: ¿cómo puede ser tras conseguir el trabajo que siempre había soñado me sintiera tan vacía, tan miserable, tan infeliz? Muchos darían un brazo por mi puesto y a mí me costaba levantarme por las mañanas sabiendo que todo mi día discurriría en el metro cuadrado que conformaban una mesa, una silla, un teléfono y un ordenador. Me costó aceptarlo. Me costó reconocer que me había equivocado. Que yo no esperaba eso de la vida. Que por mucho que me gustara escribir, también quería ver la luz del sol de tanto en tanto, sonreír por las mañanas, ir al cine, pasear sin prisas, dejar de comprobar el reloj insistentemente, poder mirar a la gente a la cara. Había estudiado dos carreras para algo, me decía. No podía ignorarlo. ¿Pero de qué me servía una tarjeta en la que ponía que era directora de una revista si yo no era feliz? ¿De qué me servía que todos pensaran que había triunfado si yo no me lo creía? ¿De qué servía que mis padres estuvieran orgullosos de mí si yo era incapaz de regalarles ni una sonrisa?

Al final, el sentido común acabó imponiéndose. Nunca olvidaré cómo fue. Iba a trabajar cómo cada mañana. Había caminado desde mi casa hasta Lesseps para tomar la línea verde. Estaba a la altura de Plaza Catalunya cuando decidí bajarme del metro sin llegar a mi estación. Llamé a mi madre. Le dije que quería desayunar con ella. Me costaba respirar. Había tomado una determinación.

A los quince días estaba en Tailandia. Hasta hoy. Y el tiempo no ha hecho más que darme la razón. Hoy, dos años y tres meses más tarde, sigo pensando que es lo mejor que he hecho en la vida. Cambiar el rumbo de las cosas, dar un volantazo arriesgado que muchos tildaron de inconsciencia, seguir el pálpito de mi yo más remoto, ignorar lo que se suponía que debía hacer, lo que se esperaba de mí, lo que la sociedad se empecinaba en hacerme creer que debía querer.

Ahora, en mi isla y cursando el Instructor de submarinismo, todavía hay días en que me lo tengo que repetir. Que no estoy tirando el tiempo a la basura. Que tampoco lo tiré los siete años que pasé en la universidad. Que Olga no hay sólo una. Que puedo ser muchas cosas y la mayoría dependen únicamente de mí. Que lo importante no es ser periodista o instructora. Que lo importante es ser feliz.