Cuando entro en el quirófano Raúl ya está preparado para comenzar la intervención. Me mira fugazmente y, sin distraerse un segundo más de la cuenta, toma un bisturí y se inclina sobre el vientre que yace expuesto frente a él. Joven, entregado y dinámico, Raúl es uno de los cinco voluntarios destinados en Mabesseneh por San Juan de Dios. Hoy tiene una cesárea de gemelos. Y yo acepto acompañarlo, con la ilusión y los nervios de una primera vez. Su reto es que ambos bebés nazcan vivos; el mío, no desplomarme sobre el suelo al contemplar algo tan bonito -y sangriento- como lo que voy a ver.
A pesar de haber terminado hace unos meses su residencia, Raúl tiene el pulso y el temple de los expertos. Es lo primero que pienso mientras, venciendo mi instinto por apartar los ojos del corte, miro como realiza la incisión. Primero se abre la piel, luego el útero. Y, entre manchas de sangre y guantes de goma que rebuscan en el interior de un cuerpo, me preparo para lo que está a punto de suceder.
Cuando veo un pie asomando a través del corte, no doy crédito. No estoy mareada, pero una nebulosa extraña envuelve mi cuerpo -y aunque estoy ahí, siento que ya no estoy-. Es la adrenalina, la reconozco. Como cuando te tiras en paracaídas y te pasas un buen rato caminando sobre una nube, borracho de endorfinas y de emoción. Así estoy yo. Impaciente por ver el milagro de la vida, apretando fuerte los dientes, oyendo en estéreo y multiplicado el latido urgente de mi corazón. A un pie le sigue el otro y, más rápido de lo que imagino, el recién nacido muestra toda su vulnerabilidad ante nosotros. Ya está fuera y -aunque no llora ni se mueve- deduzco por el sentir general que está vivo.
El segundo bebé cuesta menos. O quizás es que como ya cuento con los precedentes del primero, mi cuerpo se ha relajado y el tiempo resbala sobre el quirófano algo mejor. Lo primero que veo esta vez es la cabeza y, en seguida, el cuerpo entero del niño tumbado sobre las manos de Raúl. Rápidamente se lo pasa a una enfermera y, mientras ésta se aleja en dirección a la habitación de al lado, él se dispone a limpiar y coser la herida que ha servido de puerta al mundo a los bebés.
Sigo a la enfermera pensando que voy a ver como les azotan el culete para que lloren, como les cortan el cordón umbilical, como los limpian y acicalan para llevárselos a la madre. Pero no. Los niños no respiran por si solos y es necesario hacerles la reanimación cardiopulmonar. Encabezando la operación se halla Vanesa, otra de las voluntarias enviadas por San Juan de Dios. Aprieta el pecho de uno de los gemelos, mientras otra enfermera le proporciona respiración. Dos enfermeras más hacen lo propio con el otro pequeño. Y tras mucho sufrimiento que prefiero ahorraros, los niños -primero uno, luego el otro- empiezan a llorar.
El final -o más bien el principio- ha sido feliz en esta ocasión. Pero los bebés se han debatido entre la vida y la muerte un buen rato. Y, con ellos, los voluntarios de San Juan de Dios.