jueves, 14 de octubre de 2010

Aprendiendo a mirar de frente

Hospedarse dentro de un hospital te hace fuerte. Pasear por Sierra Leone también. No te vuelves inmune al dolor, pero aprendes a mirarlo de frente y, poco a poco, te vas familiarizando con él. Aquí no existe ningún mando a distancia gigante que me permita apagar la imagen de la miseria y centrarme en el canal de deportes mientras sigo devorando impasible un tentempié. Aquí debo ser capaz de mirar cara a cara a todos esos niños que esperan de mi una sonrisa y no una mueca de pena ni de compasión. Es lo mejor para ellos. Y para mí, el único modo de sobrevivir anímicamente en un lugar en el que la realidad escuece mucho más que en nuestros privilegiados entornos o que a través de la televisión.

Además, es lo más justo. Son niños por encima de enfermos, personas más allá de gente pobre. Todos, mayores y pequeños, lo último que necesitan es que alguien les recuerde con su actitud su situación. Aprendes a dialogar y jugar con ellos sin que su futuro incierto afecte a ese momento. Aprendes a neutralizar el contexto, a que en ese instante sólo exista lo bueno, a que mientras compartís el tiempo no haya nada más que vuestra relación.

No es complicado ni sencillo. Es simplemente intuitivo. Inconsciente. Natural. Fluido. Aunque a veces todo se tuerce cuando, en pleno juego, una idea acude fugaz a la memoria. Es sólo un instante -uno sólo-, un pensamiento que te sacude por dentro, una verdad que lucha por hablar. Y de repente recuerdas que un tercio de esos críos que tomas en brazos no pasarán de los cinco años de vida. Y se te cae el mundo encima mientras sigues blandiendo una sonrisa. Aunque seguramente un atisbo de tristeza te haya asomado a la mirada. Y rezas por que no lo noten. Y rezas por no ponerte a llorar.