Llegamos a Florencia porque Enric pensó que sería el mejor regalo a la fidelidad, la mejor inversión en nuestra cuenta corriente a tres voces. Él ponía los billetes, la sorpresa, la ilusión; Meri y yo el tiempo, las ganas y el agradecimiento. Hacía año y medio que no estábamos los tres juntos -y no por falta de ganas, sino por que vivíamos en diferentes puntos del globo terráqueo- y ya iba siendo hora de que invirtiéramos en nuestra relación. Por fin, convergíamos en espacio y tiempo. Por fin, caminábamos en la cuerda floja de unas mismas coordenadas. Por fin, coincidíamos en el mismo huso horario. Por fin. Y debíamos aprovecharlo.
Y lo hicimos. Para darnos cuenta de que no importa el tiempo que estemos separados si el que estamos juntos sigue siendo tan auténtico, tan real, tan honesto, tan sensato. Que no importa que tengamos visiones de la vida tan divergentes si hallamos la riqueza en el intercambio. Que da igual que Meri hable de fiestas glamurosas, Enric de sus estudiantes indios y yo de tiburones toro si nos seguimos riendo de la vida juntos, si nos entendemos para confeccionar teorías surrealistas, si ante una llamada de emergencia 10.000 kilómetros parecen un par de pasos.
Y Florencia fue el escenario (…)