jueves, 23 de abril de 2009

Sant Jordi con flores y sin Ramblas

Los que me conocen saben que si hay un día que me gusta, es Sant Jordi. Hay quien adora cumplir años y no puede vivir sin una fiesta por todo lo grande. Hay quien con cuarenta años se sigue poniendo nervioso por reyes. Los hay que se deprimen si no les cae nada para su santo. Los hay que adoran armar hogueras en San Juan, los que no faltan jamás a su cita con Sitges en carnaval, los que no se pierden un Halloween. A mí, en general, todos esos días me la traen al pario. Pero Sant Jordi no. Los 23 de Abril me levanto excitada, contenta, feliz: llevo un año entero esperándolo. Quizás sea porque Barcelona se viste de rojo y de letras. Quizás, porque Cervantes y Shakespeare cumplen su aniversario. Seguramente, porque me gusta ese sol de primavera, esas Ramblas de hormigueo constante, hacerme con el último libro de mi autor favorito y que, encima, pueda firmármelo.

Me gusta tanto -tantísimo- que tengo la sana costumbre de pedirme fiesta en el trabajo. La idea de un Sant Jordi encerrada en la oficina, con la vida estallando tras los cristales de la ventana, sin que me sea permitido catarla más que en el trayecto de casa hasta el metro –de ida y de vuelta a casa-, se me hace absolutamente insoportable. Y este año, a pesar de hallarme tan lejos de casa, la tradición ha seguido presente: me tomé day off y alguien me sorprendió con una flor.

Cambié las Ramblas por Shark Bay y Freedom Beach, la primavera por el eterno verano, el picnic en la Ciutadella por una ensalada de frutas en un chirunguito a pie de playa. Cambié los libros por unas gafas, un tubo y unos pies de pato. Mis amigos de siempre por los de ahora, las rosas por flores blancas.

Y descansé de mis primeros días de trabajo.