Pero no. Cuando uno acude a la capital, se da cuenta de que tienen la peor pobreza que podrían tener. Una pobreza de pasado, presente y futuro de la que difícilmente podrán salir. Una pobreza global. Una pobreza que apenas entiende de clases sociales ni de sectores de la economía. Una pobreza que los abraza a -casi- todos por igual. Que los mantiene al límite, sobre el abismo, en la cuerda floja. Una pobreza que lo es también -y sobre todo- de infraestructuras. Una pobreza de base sobre la cual no es posible construir. O dicho de otro modo, que donde India tiene industria, asfalto, clase media, trenes, centros comerciales y McDonald's, aquí sólo hay gente y polvo. Que mientras la primera tiene sectores desde los que catapultar su economía, la segunda sólo tiene huecos. Que si Delhi es una capital, Freetown es poco más que un pueblo.
Encajonada entre el río, el mar y la montaña, Freetown se adapta al espacio como puede. Sus calles serpentean ladera arriba entre fango, hierbajos y barracas, mientras algunos barrios mojan sus cimientos en el lodo del arroyo y su zona costera se levanta más o menos digna frente a la playa. Sus aceras son inexistentes, su monumento más importante es una árbol de algodón y muchas personas siguen sin electricidad en sus casas. Freetown no tiene barrios mejores ni peores -o los tiene pero con diferencias tan sutiles que son imperceptibles para el ojo blanco-. En Freetown todo se confunde en una amalgama polvorienta que engulle todo lo que halla a su paso. Los bancos se alzan sobre calles irregulares, los ministerios en edificios decadentes y los mejores restaurantes aparentan ser mediocres, si no malos.
Freetown es, en definitiva, el despertador que te arranca del sueño africano. La realidad que te chilla que tras la aparente placidez de sus gentes, existe un salto al vacío. Y que alguien debería repararlo.