jueves, 29 de enero de 2009

Mi casa


Al final no fue la casa que queríamos -el thai, como bien intuía, nos la jugó-, pero ha sido otra todavía mejor. Dos habitaciones, cocina, lavabo y un porche inmenso en el que tumbarse leer o a ecribir, echarse la siesta o tomar el sol. Pero lo mejor es la paz del lugar, la imagen de postal hasta donde alcanza la vista, las decenas de cocoteros por todas partes, el verde, el azul, los gekos, el viento silbando, el sonido de un coco al romper contra el suelo.

Esta será mi primera noche en la primera casa de alquiler a mi nombre. Y en Koh Tao. Si me lo dicen hace dos años -o dos meses- no me lo creo. La vida no dejará nunca de sorprenderme. Y creo que es porque yo también sigo sorprendiéndola.

jueves, 22 de enero de 2009

De viajera a habitante

Koh Tao sigue agarrándome día a día las raíces. Sigue hincándomelas en su tierra, ahogándolas en su agua, enredándomelas entre peces, mares, soles y piedras. La decisión de hacer temporalmente de esta isla mi casa, está cada vez más consolidada. Es despertarme cada mañana y saberlo, sentirlo, reafirmarlo. ¿Cómo no hacerlo si a alguien que adora el mar y el buen tiempo le das ambas cosas de golpe y le sumas la excusa perfecta para disfrutarlo?

He dado el paso. Ya no sólo de pensamiento –cosa que ya hiciera cuando decidí vernirme para acá en Navidades-, sino también de acto. Ya he iniciado mi curso de Dive Master -el ancla perfecta para mantenerme bien asida a Koh Tao un mínimo de dos o tres meses-. No me lo creo. Hace más de un año que sueño con este momento. Lo curso en Big Blue -el centro que goza de mayor reputación en la isla- y me encanta. Buceo a diario -mañana me voy en un trip de un día entero a ver tiburones ballena-, ayudo en el barco, debo estudiar un montón de materias –entre las cuales, cosas tan fascinantes para alguien de letras como yo, como física, fisiología o medioambiente- y superar ciertas pruebas físicas que incluyen nadar cierta distancia en determinado tiempo. Lo he cogido con ganas. Hacía mucho que quería estudiar algo más –otra carrera, de hecho- y así me saco el mono con algo que encima me encanta. Y si todo va bien, en un par de meses seré dive master certificada. Y podré currar de ello si se me antoja. Como todas esas personas de la isla a las que he envidiado tanto.

Convertirse en habitante supone además otros cambios. Tener piso, por ejemplo, y dejar de pulular por la vida con una mochila a la espalda, de habitación en habitación y de baño en baño. Creo que ya tenemos la casa perfecta aunque todavía no nos hemos mudado. Queda libre el 31 de este mes y si el thai que me la alquila tiene palabra –cosa que pongo en duda-, el 1 de febrero es nuestra. Como anécdota, apuntar que es el bungalow que tenia alquilado Matt el año pasado. Y recoerdo que me encantaba: dos habitaciones, dos baños, cocina y un porche enorme en el que colgar varias hamacas.

Lo que sí tengo ya es moto -Veintinueve se llama- y un pequeño círculo de conocidos -otro de los ingredientes básicos-. A los que ya conociera del año pasado, se suman los que esta vez la vida ha puesto –y pondrá- en mi camino. De momento, ya he conocido al spanish team al completo. Las casualidades quisieron que en mi centro de buceo hubiera una dive master catalana amiga de una amiga y el primer día ya me invitó a su casa a cenar. Y allí estaban todos -o muchos de los españoles que viven en la isla-. A ritmo de Fito y comiendo paella. Estrecharemos lazos en los meses que quedan.

La viajera deja de viajar por un tiempo -si su culo de mal asiento se lo permite-.

viernes, 16 de enero de 2009

Y los sueños, sueños son

Despertó con la extraña sensación de acabar de escapar de una realidad paralela, de un sueño que tenía más de vigilia que de víspera, de otra vida que se entrelazaba con la suya en el plano de lo veraz y para nada de lo onírico. Sintió que acababa de vivir en un sueño de veracidad irrefutable -de aquellos de los que al despertar estás sudado o mojado, triste o contento, llorando a lágrima viva, riendo a carcajada limpia, deprimido, feliz, excitado-. Abrió los ojos y lo sintió con toda su fuerza, como si el mundo onírico en el que había vivido los últimos segundos -los estudios más recientes en el tema demuestran que no son más de un puñado de ellos los que, en realidad, dedicamos a soñar cada noche- se apoyara en toda su dimensión sobre su pecho. Le costaba respirar. Todo había sido demasiado raro.

Era 31 de dciembre. Había decidido presentarse en casa de sus padres y unirse a su cena de nochevieja por sorpresa. Y había decidido no hacerlo sola: la ocasión era perfecta para presentar en familia al chico con el que llevaba varios meses saliendo. Llegaban algo tarde; la elaboración de los calabacines rellenos con los que decidió acudir al evento para colaborar un poco -ya que no había avisado- se había complicado en las etapas finales y había tenido que determinar sustituirlos por un par de bandejas de canelones precocinados que guardaba en su frigorífico para ocasiones especiales. Llamó al timpre; su novio, nervioso, esperaba a un lado. Se escucharon una letanía de golpes de persona que tropieza con un sinfín de cajas, muebles y obstáculos varios cuando, por fín, alguien abrió la puerta. Era su padre, aunque nadie lo hubiera adivinado. Iba cubierto de pintura blanca de arriba a abajo y lucía un pijama gris agujereado y completamente salpicado de gotas de todos los tamaños. Quiso morirse. Cuando le preguntó que hacía así vestido en un día tan señalado, él gruñó un poco, le dijo que no iban a hacer nada especial y que qué quería, que tenía prisa, que estaban pintando el baño. Ignorándolo, pasó al piso -que, como suele pasar en los sueños, no era en realidad el de sus padres, sino el de sus abuelos maternos en Reus, la casa en la que habían pasado todos juntos tantos veranos- atónita, con su novio siguiéndole los talones y todavía sin atreverse a presentarlo. Estaba avergonzada por que él estuviera presenciando espectáculo tan bochornoso, de familia bien desestructurada, de relaciones sin comunicación, de padres e hijos que no hablan. La aparición de su madre acabó de empeorar las cosas. La saludó con un “Hola cariño” bastante agradable, pero pronunciado desde una boca moteada de polvo, situada a la vez en un cuerpo tan sólo cubierto por una camiseta de propaganda y unas bragas. Todo ello adornado por unos pelos de loca que delataban no haber acudido a la peluquería en semanas. ¿Por qué diablos sus padres habían decidido iniciarse en las chapuzas caseras justamente aquella noche en la que todas las familias normales cenan langostinos y jamón del bueno frente a Ramón García y sus 12 campanadas? ¿Por qué tenían que haberla dejado en evidencia de aquella manera, delante del primer novio que osaba llevar a casa tras más de siete años de soltería voluntaria?Despertó justo en el momento en el que, tras entrar al salón -y por una de esas incomprensibles reglas de los sueños en las que la lógica y el sentido común parecen no tener cabida- veía a toda su familia y sus amigos más íntimos sentados alrededor de una inmensa mesa de Navidad preparados para la ocasión. La miraron con ojos diabólicos de tu-novio-va-a-tener-que-pasar-el-test-esta-noche, de le-vamos-a-explicar-las-anécdotas-más-vergonzosas-de-tu-infancia-y-de-tu-vida, de te-vamos-a-hundir-la-relación. El temor más crudo le atizó las entrañas. En aquel momento supo que haber llevado a su novio a casa no había sido una buena elección.

Se despertó y supo también que aquel no iba a ser un buen día. No sabría explicar exactamente la relación entre el sueño y su presente -sin pareja, en otro país y lejos de los suyos-, pero estaba convencida de que la había. Entonces se puso en pie, olfateó en todas direcciones y confirmó lo que pensara desde que había abierto los ojos: aquel día iba a ser extraño. Estaba en Tailandia y, sin embargo, olía a la India. A la India de las ciudades. A la India de las calles, de los meaderos, de los mercados de especias, de las vacas, de la polución, del calor desmesurado. Abrió la ventana para comprobar que no se había teletransportado a aquel país mientras dormía. Y contra todo pronóstico, en aquel momento pasó un ricksaw.

El paso de las horas, al inicio, no la contradijo. Llegó a pensar que no debía haberse encaminado nunca hacia donde lo hacía, que el destino no quería que llegara, que quizás lo más sensato era deshacer los pasos o cambiar el rumbo. El taxi que tenía que pasar a recogerla por el hotel a las siete de la mañana se retrasó media hora que la hizo ponerse en lo peor. Y cuando finalmente llegó la llevó a un embarcadero que no era en el que realmente debía esperar su barco, tuvo que tomar un autobús e ir hacia el otro puerto. Allí esperó un rato. Luego subió a un ferry que teórticamente debía llevarla hasta su destino, pero que a las cuatro horas paró en una isla cercana y dijo que no continuaba por culpa del mal tiempo. Allí, sin embargo, lucía el sol y el mar parecía estar en calma. No quiso discutir y, una vez en tierra, se acercó a una ventanilla de venta de billetes y compró uno para el primer barco que circulara. Esperó una hora y subió al bote. Llegó a Koh Tao a las cuatro de la tarde tras una última hora de tempestad, olas, mareos y vomitadas.

Siguió creyendo en el mal augurio de su sueño toda la tarde. No encontró habitación en el sitio de siempre, el viento y el frío habían tomado, inesperadamente, aquel rincón en el que siempre es verano y la menstruación había hecho acto de presencia de modo dolorosamente silencioso manchándole las sábanas.

Pero la realidad golpeó al sueño como una bofetada. Fue a las diez de la noche, en uno de esos espectáculos de Lady Boys -travestis, para entendernos- tan habituales en Tailandia -donde el hecho de ser transexual es común, está aceptado socialmente y se entiende como una característica más de la identidad que no inhabilita para trabajar en bancos, oficinas o como funcionario-. Miró a su alrededor y vio a sus recién estrenados amigos de la isla tomando shingas y charlando. Le sonrió a Ai que justo en ese momento la estaba mirando. Sopesó su copa pensativa y le dio un trago. Volvió a alzar la mirada y la fijó en el escenario. Se rió a carcajadas un buen rato. Imaginó el mar batiendo a escasos metros, las siluetas de los cocoteros recortadas sobre el cielo, los corales bajo el agua, su bungalow, su hamaca, los peces dormitando.

Y supo que aquel era su lugar. Que no había nada que temer. Que todo había sido sólo un sueño. Y los sueños, sueños son.

martes, 13 de enero de 2009

Koh Lipe o la isla soñada


Fue por pura casualidad. Cuando menos me imaginaba descubriendo nuevos rincones de Tailandia -por lo que ya he comentado en otras ocasiones de mi tendencia actual a viajar menos y vivir más-, fui a parar a Koh Lipe. Me habían hablado bastante de esta isla situada muy al sur del país -casi tocando Malasia- pero jamás nadie lo había hecho con el suficiente entusiasmo, con una carga de emoción que hiciera justicia a su silueta, a su playa y a sus increíbles aguas. Nunca imaginé que valiera tanto la pena como realmente la vale.

Qué maravilla de lugar. El color del mar es lo primero que invade la escena: tan azul que parece que hayan vertido en sus profundidades toneladas de acuarelas. Y luego están los cocoteros de siempre y los pinares de nunca a pie de playa -tan atípicos en el trópico y que tanto me recuerdan a casa-. Y la vida tranquila, relajada, de isla que todavía no está explotada al nivel de muchas otras en Tailandia. Y los enormes corales de colores, los peces de todo tipo, las anémonas con sus nemos, las tortugas, los tiburones, los caballitos de mar tan sólo haciendo snorkel cerca de la playa. Y el viento asalvajado que vuelve a uno loco cuando sopla y el silencio de después y el viento de nuevo... y yo mecida en nuestra hamaca.

Vinimos por un par de días –Javi, Aitor y yo- y nos hemos quedado una semana. Mañana toca volver a la vida real -¿real?- de Koh Tao y empezar los proyectos que decidí llevar a cabo en ella. Aunque Koh Lipe me ha gustado tantísimo, que incluso me planteo ir sólo a recoger mis cosas y volver aquí para ponerlos en práctica en otro escenario, con un decorado más azul, más salvaje y más solitario.

Seguiré pensando.

viernes, 9 de enero de 2009

Malasia con amigos

Malasia con amigos sabe diferente. No era mi primera vez en este fascinante país -más del primer mundo que ninguno de los nuestros- y, sin embargo, nunca la había vivido como en esta ocasión. Sin prisas, sin pateadas, sin fotografías a la desesperada, sin carreras apoyadas en un mapa, sin ir de arriba para abajo para no sentir que estaba perdiendo mis días en aquel rincón. Esta vez, todo fue diferente. En parte porque ya la había visto; en parte por la compañía en la que la disfruté. Y todo, de súbito imprevisto.

Javi y yo decicimos ir a Malasia para hacernos el visado tailandés. Abandonamos Koh Tao y, no sé por qué extraño motivo, nos encaminamos a Penang. Jamás había querido ir a esa isla con fama de infame y, sin embargo, ahi estábamos los dos. Fue poner un pie en tierra y saber que ese no era nuestro lugar. Hasta que todo cambió. Íbamos caminando por la calle en búsqueda de un sitio para cenar –si algo tiene de bueno Penang es la comida, como en toda Malasia, con esa extensa variedad de alternativas indias, chinas y malayas- cuando, a lo lejos, algo -o alguien- llamó mi atención. Dos chicos caminaban en dirección opuesta a la nuestra. Y la silueta de uno de ellos me resultó familiar: era Aitor. El chico de Jaén con el que pasamos varios días en Koh Tao. Y a su lado -oh, sorpresa- caminaba Joan, el valenciano que conocí hace ya tres meses en Bangkok. El desconcierto era doble: ¿qué hacían Aitor y Joan en Penang? Y sobretodo, ¿qué hacían juntos? Casualidades, otra vez más. Sin motivo. O sin más razón que la del azar.

Así empezó un capítulo totalmente inesperado de mi vida que iba a verse prolongado por el reencuentro con Javier y Mercedes en Kuala Lumpur. Ellos, para los que no los conozcan, son como mis padres adoptivos cuando estoy de viaje. Los conocí hace justo un año en Sipadan, los reencontré casualmente en Flores, nos vimos de nuevo en Bali, los fui a visitar al Estartit cuando estaba en Barcelona y los reencontré hace cinco días en el Equator Hostel –el mejor de Kuala Lumpur, más tarde veréis por qué-.

Y los días trascurrieron en familia. No visité a penas nada -como he dicho antes, ya me lo conocía del año anterior- más que las Petronas de noche –desde el bar situado en el piso 33 del Traders Hotel- y de día, el Times Square -con su montaña rusa enorme en el interior- y algún recado por la ciudad que me llevó a verla a vista de pájaro a bordo del monorail. Básicamente, me dediqué a perrear. El Hostel también invitaba a ello: una casita de tres plantas con terrado, cocina -en la que cada uno se prepara su desayuno por la mañana- y comedor -con tele, DVD, sofás, mesita y biblioteca-. Allí pasamos muchas horas. Simplemente viviendo, sin más -charlando en la mesita de la cocina frente a una taza de café, en la terraza fumando de la cachimba, mirando de una sentada toda la segunda temporada de “Sexo en Nueva York”, durmiendonos de noche en el sofá con una peli puesta en el televisor-. Incluso celebramos los reyes con regalos varios en calcetines colgados y una cenita spanish en el patio -con barbacoa, gambas y Rioja-.

Vivir como en tu casa pero en la otra punta del mundo; como con tu familia pero con amigos. Eso ha sido para mí Malasia esta vez.

lunes, 5 de enero de 2009

Carta a los Reyes Magos

Queridos Reyes Magos,

Como sé que de un tiempo a esta parte os cuesta mucho encontrarme -nunca sabéis dónde estoy-, he pensado en no enviaros la carta hasta hoy, ya repartidos todos los regalos en el lejano occidente, para que con la satisfacción del trabajo bien hecho mañana podáis llegar hasta mi. Lo de Camelias 5-7 quedó atrás –como ya habréis comprobado estos dos últimos años-. Nuestra cita, esta vez, será en Kuala Lumpur. Cuando entréis por la puerta de la habitación número 5 del Equator Hostel id con cuidado: comparto espacio con tres personas más y no quisiera que se despertaran. A Javi dejadle también algo -duerme justo encima de mi, en la litera de arriba- . Y si os acordáis, podéis pasaros por la habitación de las maletas, donde sobre un colchón en el suelo duermen Joan y Aitor -dos españoles a los que conocí por diferentes motivos y que encontré días atrás sin esperarlo paseando por Penang-. Y en la habitación 1 se hallan Mercedes y Javier, mis segundos padres, que llegaron ayer de Langkawi y a los que esperaba en KL con toda la ilusión. Todos se han portado muy bien este año.

Esta noche tenemos una spanish party en el salón. Celebramos los reyes un día después de reyes -por los motivos antes especificados- y las casualidades, los reencuentros, los mecanismos de la vida que nos han juntado a todos en esta esquina del mapa en un día tan especial como hoy. Habrá barbacoa y tinto de verano. Os dejaremos un poco. Sentiros libres de tomar cuanto gustéis. Para los camellos -¿o habéis llegado en monorail?- pondremos unas tinajas de agua en la entrada. Para los pajes, hay una tele en el comedor.

Nunca se me ha dado bien hacer peticiones -soy de las que prefiere regalar a que le regalen, de las que espera con ansia la cara de sorpresa del otro, de las que cuando me sorprenden no sé qué cara poner-, peró lo intentaré:

Quiero ser feliz, quiero acostarme cada noche sin remordimientos, sin echarme nada en cara, meterme en la cama y dormir en paz. Quiero mirar atrás y que me guste mi vida; quiero mirar adelante y que me guste el final. Quiero VIVIR -en mayúsculas- y no sobrevivir para ir sumando días sin plantearme si mercieron la pena o no.

Quiero que la la distancia no borre en los mios mi recuerdo. Quiero no ser una desaconocida para todos cuando decida regresar. Quiero que piensen en mi como yo pienso en ellos. Quiero que entiendan mi decisión y la respeten. Que compartan mi alegría. Que sepan que no habito en el olvido, ni en otro planeta, ni a años luz, ni bajo otro sol. Quiero que sepan que estoy ahí y que cuenten conmigo; quiero saber que están ahí y que puedo contar con ellos.

Quiero seguir manteniendo mis ganas y mi fuerza. No quiero que el cansacio aplaste mis alas. Quiero seguir creciendo sin envejecer, quiero seguir evolucionando sin arrugas en el alma. Quiero ser una eterna Peter Pan sin resultar ridícula. Quiero aprender de cada tropezón sin rendirme, contestar con una sonrisa a cada mala palabra. Seguir siendo yo sin que el tiempo me desvirtue, sin que las horas me vuelvan amarga.

Quiero no cansarme nunca de ver mundo.

Quiero que mi gente encuentre su camino. Quiero encontrar el mio. Quiero dudas, quiero incertidumbres, quiero bofetadas, llantos y dolores que me hagan avanzar. Quiero reflexionar y planterme las cosas. Quiero cambios, quiero decisiones. No quiero inercias ni caminos de borregos por los que caminar.

Quiero salud, algo de amor y un poco de dinero. Salud para hoy, amor para mañana y dinero para siempre, para poder seguir mi sendero sin lujos ni calamidades, sin pretensiones ni penurias, sin derroches ni apretarme el cinturón.

Quiero que el mundo se arregle.

Quiero caramelos y quiero carbón.

Quiero que el ser guapo no esté reñido con el ser inteligente. Que el tener dinero no signifique no tener educación.

Quiero puestas de sol incandescentes.

Quiero tener siempre cocoteros a mi alrededor.

Quiero ver más a mi familia.

Quiero ojos sonrientes, bocas que no gritan, dedos que no aprietan, oídos que escuchan, un olfato que se deja guiar por la intuición.

Quiero que Melchor me traiga la letra, Gaspar la melodía y Baltasar la canción.

Quiero que no me abandonen nunca las palabras. Quiero no perder la ispiración.

Atentamente,

Olga

jueves, 1 de enero de 2009

Koh Tao, vida nueva


Desde que llegué a Koh Tao -y tras el desconcierto inicial al que ya me refiriera en otra entrada-, volví a sentirla mía. Su atmósfera me envolvió en seguida y su paisaje me invitó a formar parte de él. Y he decidido aceptar la invitación.

Aquí me quedo. Estoy cansada de viajar, de moverme, de avanzar y no se me ocurre mejor lujar en el que anclar mis pies. Al menos, hoy por hoy. Me apetece despertar cada día junto al mar, pasear descalza y en bikini hasta el anochecer, mecer mi sueño en una hamaca, saludar a todos al pasar, bailar sobre la arena de la playa, encontrarme en el bar de siempre con todos sin necesidad de quedar. Me apetece alquilarme una casa. Me apetece tener mi moto para recorrer los 21 kilometros de la isla en un plis-plas. Me apetece decir adiós a mi mochila por una temporada y volver a tener un armario, con sus cajones, sus perchas y demás. Me apetece dejar de estar de paso y pertenecer de nuevo a algún lugar. Volver a tener amigos fijos -o conocidos fijos- y no espontáneos que llegan un día y al siguente se van. Me apetece pararme. Me apetece recuperar algún tipo de rutina. Me apetece simplemtente estar.

Y el gran cambio -de viajera a habitante-, lleva consigo un rosario de cambios más. Una suerte de lista de buenos propósitos de año nuevo que, aunque coinciden en el tiempo con éste, no deben achacársele al 2009, sino simple y llanamente al hecho de estar en Koh Tao. Si hubiera llegado aquí para quedarme en pleno mes de agosto, la lista hubiera existido igual.

1.- Alquilar casa. Ya hemos empezado a mirar. Hay desde bungalows sencillos sin cocina ni nada por 100 euros al mes, hasta casitas de dos habitaciones, dos baños y cocina por unos 240. Estamos en lista -me voy a vivir con un colega español-. De momento, este propósito deberá esperar a que regresemos de Malasia en unos días -vamos a hacernos el nuevo visado tailandés-.

2.- Dive master. Otro propósito que deberá esperar. Me pongo a ello nada más llegue de Kuala Lumpur. Quiero sacarme el título y luego ponerme a trabajar. Necesito probar esta vida, ver si realmente me gusta en mis carnes y dejar de envidiárselo a los demás. Visto a priori, el hecho de vivir debajo del agua, buceando, viendo peces y tiburones a diario y que, encima, te paguen por ello, parece un sueño hecho realidad. Necesito probarlo para saber si mi vida podría ser esa sin mirar atrás.

3.- Moto. Sabía que si quería quedarme aquí una temporadita, debería aprender a ir en moto. Y a pesar de mis miedos por esas máquinas de dos ruedas a las que pensé que jamás sería capaz de controla, ahí estoy, conduciendo a Veintiocho –le he puesto nombre-, por toda la isla. Y me gusta. Mucho. Aunque a veces me entre el pánico ante algún bache, un tramo cubierto de arena o alguna bajada infernal. Este no es el mejor lugar del mundo para aprender a circular en moto. Lo sé, voy con cuidado, pero voy... si quiero quedarme aquí no me queda otra.

4.- Apnea. Hace más de un año que quería hacer el curso de free diving que dan en Apnea Total. Conozco a los dueños hace mucho y demasiada gente me había hablado muy bien de ellos como para ser casualidad. Y me lancé. Hice el beginners sin confiar mucho en mis posibilidades –sobretodo por fumar lo que fumo- y quedé gratamente sorprendida de lo que podía hacer. Bajé a 20 metros de profundidad. No me lo podía creer. Es todo cabeza, pensar que físicamente puedes –lo cual es cierto, el ser humano puede estar varios minutos sin respirar- y seguir bajando, relajado, sin pensar que te estás ahogando, ni los metros que todavía te quedan para llegar. Me ha encantado. Me hago el advance en cuanto pueda compensar normalmente –he tenido problemas con los oídos y no los quiero forzar-.

5.- Reducir / Dejar de fumar. Ligado al punto anterior. Me hacía falta una excusa para abandonar este horrible hábito que hace demasiado que me tiene anclada a él. La apnea es la excusa perfecta. De momento, si exceptiamos fin de año y Navidad, lo estoy llevando a cabo. Y feliz. A ver si lo puedo mantener hasta el final.

6.- Yoga. Desde que aprendiera yoga en India y me comprara mi esterilla y un libro muy bueno sobre la cuestión, quise hacer mis ejercicios cada mañana sin demasiado éxito. Sin una rutina, cambiando cada día de lugar y de habitación, era harto complicado encontrar el momento y la concentración para ello. Pero ahora ya no hay excusas. Cada mañana, antes de desayunar, me pongo media horia. Y la idea es ir dilatando el tiempo cada vez más.

Cuando acabe el año -o mi estancia en Koh Tao, mejor dicho- pasaré cuentas con el 2009 o con la isla. A ver cómo se porta mi fuerza de voluntad.