
La tensión acumulada estalló cuando me dieron la última nota. Primero hubo quietud -todos los nervios se relajaron de golpe y lo único que sentía era un enorme bienestar-; luego, la locura. Una fiesta que comenzó a la una con una comida oficial, siguió en casa de un compañero a golpe de Mojito y Dry Martini, se prolongó con una barbacoa que prepararon en nuestro honor en un centro de buceo y acabó con la ruta típica -Lotus, Moov, Cave-. Recuerdo la noche a base de flashes y, sin embargo, sé que lo pasé genial. Era mi merecido premio a las tres semanas de curso y a los infernales días de examen. Todo había acabado: ya era instructor. Y, lo que es mejor, me quedaban diez días de vacaciones por delante antes de reincorporarme a mi antiguo puesto de trabajo como Dive Master e Instructor.
Y ahí estoy, disfrutando de mis vacaciones. De mi isla sin prisas, sin horarios, sin despertador. Sólo hice una excepción hace dos días. Vino Vir -mi amiga periodista que vive en Beijing- a verme. Y fue mi primera alumna. Por ella volví al barco antes de tiempo, a la oficina, a los briefings, a la buoy line. Fue trabajar sin trabajar. Fue vivir una experiencia con ella, acompañarla en sus primeros pasos subacuáticos, completar nuestros cuatro días de playa, cenas, copas y risas con una actividad más.
Y hoy, el plato fuerte. En una hora llega mi madre. Tras casi un año sin vernos -once meses y tres días exactamente-. Estoy nerviosa. Esperándola en un café del puerto con mi portátil y nerviosa. Ver a mi madre, una de las cosas que deberían ser más normales en la vida, se ha convertido en algo excepcional. A veces me siento culpable; otras, contenta con la idea de que nuestra vida en común no sea una rutina, sino más bien una montaña rusa en la que el simple hecho de hablar por teléfono o tomar un café con ella se convierte en mi mayor ilusión. Sólo queda una hora para que la vea aterrizar en el puerto. Y sigo nerviosa.
Continuará…