jueves, 1 de julio de 2010

Síndrome de abstinencia

Cuando uno alcanza cierta edad, cree que ya ha experimentado la mayoría de sensaciones que la vida es capaz de ofrecer. Al menos aquellas que tienen que ver con los sentimientos básicos -amor, odio, tristeza, miedo, alegría, enfado- y los híbridos y matices entre ellos. Si bien es cierto que ciertas emociones se relacionan con situaciones muy concretas que por edad, casualidad o modus vivendi, todavía no me ha tocado vivir -me refiero aquí a tener un hijo, por ejemplo, a la muerte de tu pareja o al terror de un atraco o una violación-, otras muchas las venimos sintiendo desde que fuéramos niños. Y cuando llevamos un determinado número de años lidiando con sus agridulces, creemos que ya ninguna de ellas nos puede sorprender. Que estamos de vuelta de todo. Que sobre ese pequeño abanico de emociones fundamentales, no existe nada que nos quede por saber.

O eso pensaba yo. Hasta ayer. Hasta que algo que nunca había sentido hasta el momento me invadió llevándome a toda esta reflexión. Sentí DESEO –así, en mayúsculas-, pero no deseo sexual, ni deseo material de comprar tal o cual cosa, ni deseo emocional de estar junto a determinado alguien. Era un deseo global que arrancaba de mis entrañas y me encendía la piel. Era animal e intelectual. Era sentimental también. Era un enorme vacío que se alternaba con un peso inconmensurable aplastándome el corazón. Era que me faltara el aire. Era frío y era calor. Era que me dolieran las vísceras y era un intenso placer. Era recordar e imaginar. Era estar en el cielo y en el infierno a la vez. Era lo más parecido a un síndrome de abstinencia que he experimentado jamás. Un mono físico, un ayuno psíquico, una renuncia febril.

Era DESEO. Lo es. Y lo seguirá siendo hasta que un billete de avión dinamite 12.000 kilómetros o hasta que se invente la teletransportación.