domingo, 22 de noviembre de 2009

La Alquimista

Así me siento hoy. Como el protagonista del best seller de Coelho pero en femenino. En el punto de partida. En el inicio -que es a su vez meta y camino-. Y esa es la novedad: que en mí nada es definitivo. Que soy consciente de que quizás todo esto sea otra ilusión, una nueva falacia de mis sentidos, una nueva sinrazón, el pistoletazo a un nuevo delirio.

A veces hace falta irse a Egipto para descubrir que el secreto estaba en Huelva. A veces, necesitamos llegar hasta Tailandia para querer regresar a Barcelona. Para descubrir que ni esto era tan malo ni aquello tan idílico. Y no se trata de un paso hacia atrás, de un retroceso, de un reset hasta el principio. Para nada. El periplo es condición sine qua non para descubrirlo. No lo sabría si jamás me hubiera ido. Si me hubiera quedado en Barcelona escudada por mis miedos, Koh Tao seguiría siendo mi destino -eterno, aplazado, inminente u onírico-.

Me apetece quedarme. Y no voy a irme sólo porque tenga un billete de avión con mi nombre en el que dice que pasado mañana estaría en Koh Tao. Me apetece quedarme. Y voy a hacerlo. Sabiendo que eso puede cambiar en cualquier momento. Que Barcelona quizás es bella sólo porque llevaba año y medio lejos. Que quizás esté inmersa en una nueva trampa del destino. Que no hay certeza en mis palabras, sino un nuevo fluir con el viento. Un comulgar nuevamente con el lema “caminante, no hay camino…”.

viernes, 20 de noviembre de 2009

Florencia, tras diez años

(…) Aplaudíamos a la Cúpula del Duomo cada vez que la vislumbrábamos entre los edificios de la ciudad. Quizás, sin saberlo, aplaudiéramos también al reencuentro, a la amistad, al milagro de haber cumplido diez años juntos. Desde aquella primera clase en la universidad hasta Florencia. De las aulas a la calle, de la teoría a la práctica, de los problemas de post adolescentes a los dramas de casi adultos -nunca acabaríamos de considerarnos como tales-. Diez años. Diez años en que la vida había disparado nuestras personalidades hacia el infinito haciendo algo complicado el punto de encuentro. Y, sin embargo, lo había; seguía habiéndolo. Aquellos aplausos eran la mejor muestra de ello.

Llegamos a Florencia porque Enric pensó que sería el mejor regalo a la fidelidad, la mejor inversión en nuestra cuenta corriente a tres voces. Él ponía los billetes, la sorpresa, la ilusión; Meri y yo el tiempo, las ganas y el agradecimiento. Hacía año y medio que no estábamos los tres juntos -y no por falta de ganas, sino por que vivíamos en diferentes puntos del globo terráqueo- y ya iba siendo hora de que invirtiéramos en nuestra relación. Por fin, convergíamos en espacio y tiempo. Por fin, caminábamos en la cuerda floja de unas mismas coordenadas. Por fin, coincidíamos en el mismo huso horario. Por fin. Y debíamos aprovecharlo.

Y lo hicimos. Para darnos cuenta de que no importa el tiempo que estemos separados si el que estamos juntos sigue siendo tan auténtico, tan real, tan honesto, tan sensato. Que no importa que tengamos visiones de la vida tan divergentes si hallamos la riqueza en el intercambio. Que da igual que Meri hable de fiestas glamurosas, Enric de sus estudiantes indios y yo de tiburones toro si nos seguimos riendo de la vida juntos, si nos entendemos para confeccionar teorías surrealistas, si ante una llamada de emergencia 10.000 kilómetros parecen un par de pasos.

Y Florencia fue el escenario (…)