jueves, 25 de septiembre de 2008

Cara a cara con el Dalai Lama


No sé si debería decir que me siento afortunada. No sé, ni tan sólo, si me siento así. Hoy he visto al Dalai Lama. Hoy he tenido la ¿suerte? de ser testigo de una de las pocas audiencias públicas que da en esta ciudad -ciudad que acoge el gobierno tibetano en el exilio desde 1960 -. No ha estado del todo mal. Tras haberme levantado a las 7:00 de la mañana para pillar un buen sitio -a lo vieja total ante la boda de una infanta o a lo adolescente histérica ante un concierto de Bisbal- me he encaminado hacia el templo en el que tienen lugar sus enseñanzas. Me he chupado media hora larga de cola y, al llegar al control, me han dicho que no podía entrar ni con la cámara ni con el móvil. De nuevo, para atrás, a deshacer la cola, a retroceder en el pueblo hasta la cafetería en la que suelo conectarme a Internet para pedirle al dueño que me guardara todos los bártulos. Y hacia el templo por segunda vez. Me he colado de todos por la cara y, al llegar hasta el lugar donde iba a ser el discurso, no cabía ni un alfiler. Madrugón para nada.

Me he conformado con sentarme fuera, ante una pantalla de televisión. Con la ¿suerte?, sin embargo, de que justo en ese momento, el Dalai Lama ha aparecido en escena seguido de mil guardaespaldas justo en frente de mi. Por lo demás, el discurso ha sido de hora y media, en inglés -qué poca consideración hacia sus seguidores tibetanos- y de una temática a caballo entre el ¨“sonreírle siempre a la vida” y “el dinero no hace la felicidad”. Tiene cara de buena persona y se descojonaba solo cada cuatro palabras. Me ha caído bien.

Pero no puedo evitar formularme una pregunta: ¿Estar ante el Papa me haría sentir afortunada? No, muy probablemente no.

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