lunes, 31 de mayo de 2010

Sí, quiero

No sé por qué pero ocurre. A veces, sin motivo aparente, las cosas se estancan. Su devenir natural se rompe, la harmonía se altera y la progresión entra en coma -¿reversible?-. Me ha sucedido en infinidad de ocasiones: un día todo fluye con la simpleza de la cotidianeidad más amable; y al siguiente, parece que el tiempo se haya detenido y que sea imposible salir de un bucle que da vueltas sobre sí mismo sin posibilidad alguna de seguir adelante. Como cuando alguien se pierde en un bosque y anda dando círculos. Igual.

Es algo que me ha pasado desde que aprendiera a caminar. Mi primer recuerdo en este sentido se remonta al colegio. Tras meses siendo uña y carne con dos compañeras, regresé un lunes a clase y no supe como acercarme a ellas. El viernes nos habíamos despedido como siempre, nada había ocurrido ese fin de semana que cambiara nuestra amistad y, sin embargo, ese lunes al poner un pie en clase de química, supe que nada volvería a ser igual. Bastaba con un simple “hola” para que todo siguiera fluyendo como lo había hecho hasta entonces, pero no era capaz de pronunciarlo. El por qué, no lo supe entonces y sigo sin saberlo hoy. Seguramente pensara demasiado. Seguramente no supe ignorar ese pensamiento apocalíptico. El lenguaje crea realidad. Y el comerse demasiado la cabeza también.

Del mismo modo que esas dos compañeras de la infancia y yo dejamos de ser las mejores amigas que en su día prometimos sin que nada -absolutamente nada- sucediera, hoy sigo perdiendo gente, oportunidades y cosas por crearme yo misma situaciones irreales de las que luego no sé salir. Me estanco por pensar demasiado en lugar de dejar las cosas fluir. Pienso “no” y después me resulta imposible creerme el “sí”.

En realidad, es algo que, en gran parte, pertenece a al pasado. Hoy creo firmemente que cuando algo se estanca por haberle estado dando demasiadas vueltas a la cabeza, está en nuestras manos desconectarla y volver a dejar los acontecimientos fluir. El coma es, definitivamente, reversible. Pero, para ello, debemos querer que sea así. Sí, quiero.

jueves, 13 de mayo de 2010

Berlín o el hombre perfecto

A lo largo de mi vida, los hombres que más hondo me han llegado nunca han sido especialmente guapos. Tenían algo más allá: un aura invisible de atracción fatal que me ataba inevitablemente a ellos más allá de la consabida belleza superficial. Me encantaban. Y aunque mi abuela, mi madre y mis amigos no dieran crédito a que estuviera tan absolutamente colada por alguien que aparentemente -aparentemente- no estaba a la altura de la mujer que llevaba del brazo, yo estaba orgullosísima de que fuera así.

Berlín es lo más parecido al hombre de mis sueños que he encontrado hasta hoy: no especialmente bella, pero auténtica, con carácter, con personalidad. El gris de un discurrir opaco se alterna con el verde de sus parques en una paleta del color que, aunque aparentemente limitada, gana en matices cuando mil colores imposibles estallan en tiendas, restaurantes y clubs de lo más in inundando de luz los ojos poco acostumbrados a engullir tal veracidad de un trago. Las grúas se alternan con monumentos iluminados, las antenas modernísimas con tranvías del ayer, los rascacielos de fachadas de espejo con casitas de planta baja y jardín, los graffiti con piedras históricas.

Tiene algo; lo tiene. Y como los hombres que mi abuela aborrecía, te seduce más por lo que sientes enredada entre sus brazos de calles empedradas, que por lo que ves con una mirada plana, desprovista de experiencia.