sábado, 3 de abril de 2010

Se busca

Siento que he perdido el corazón. No sé cómo explicarlo. Hago las cosas y no les pongo alma. Ni una pizca. Eso es: no les pongo alma, ni estómago, ni vísceras. Ni nada. Simplemente las hago. Escribo, por ejemplo. Y en lugar de morderme la lengua para no escandalizar con mi sinceridad insensata, debo forzarme a escupir las palabras. Hurgo en mis pozos más profundos -viejas fotos, cartas rescatadas del olvido, nostalgia- a ver si se me despiertan las entrañas. Y sin embargo, no sucede. Me quedo ahí, impasible, echando de menos de forma exasperantemente serena, pacífica, sosegada, plácida. ¿Qué me pasa? ¿Dónde han ido a parar mi vehemencia, mi fuego, mis delirios, mis pasiones y mis ganas? Quiero que regrese mi inspiración -esa que nace en algún rincón de mi páncreas y viene a mi encuentro vestida con mil tules o desnuda, en forma de serpiente, de pecado, de manzana-. Camaleónica y feliz. Camaleónica y desgraciada. Esa que me lleva a reír o a llorar.

Y ya hace demasiado que no derramo ni una lágrima.

Demasiado.

Ya.

He perdido el corazón -no me lo han robado; entonces el calvario, el agujero descarnado y el dolor intenso me agitarían el alma-. Lo he perdido. Y eso -entiéndase bien- es mucho peor. ¿Dónde lo habré dejado? ¿En mi isla frente al mar

(¿es posible regresar del mar?)

o en aquel bar al que iba de adolescente y que cerró cierto día dejándome en la puerta con sed y cabizbaja? ¿En aquella primera mirada en la que te lo dije todo, en el humo suspendido de un instante -sólo uno- en el que sentí el mundo frenando bajo mis tobillos? ¿En los amigos que un día desaparecieron o en las noches de pódium, sudor y borrachera emocional en la que todos éramos uno? ¿En la India frente a un barrio de barracas o en Camboya junto a aquel niño que me pedía una moneda mientras yo continuaba devorando impasible un bocadillo? Quizás se fue en Suiza tras una campanada o saltó por la ventana tras dos copas de vino. Quizás fue… sí, yo creo que fue… ahí, precisamente ahí… donde mueren los…
(silencio)

Quizás fue en los adioses de aeropuerto, en las velas del pastel de cumpleaños que no tuve o en las sábanas donde a la piel le sobran las palabras. En una habitación de hospital que huele a limpio, en una servilleta con mi teléfono y mi nombre, en las horas perdidas mirando fijamente el móvil. En los besos en los que vomité mi esencia, en las maletas en las que arrastré mi vida, en los paisajes que me inmunizaron contra el síndrome de Stendhal. O más probablemente en el mar

(¿cómo podría uno regresar del mar?)

¿Dónde está mi corazón? Se perdió en algún momento entre mis quince y mis veintinueve años, en algún punto entre cuatro -de cinco- continentes.

Se ofrece recompensa a quien lo encuentre.