miércoles, 5 de noviembre de 2008

Aterrizaje forzoso

Tal fue mi aterrizaje en Chiang Mai a la vuelta de mis días en Mae Hong Son. Llegé el domingo por la tarde, prematuramente porque mi ordenador entró en coma profundo y debía arreglarlo cuanto antes –mi reportaje de las Long Neck ya prácticamente acabado estaba en el interior-.

Llegué a la estación de autobuses hacia las 6. Me cargué la mochila a la espalda y me dispuse a buscar un tuk-tuk que me llevara hasta la Guest House. Pero ante el timo asegurado que supone ser blanca y viajera en la estación, decidí caminar hasta la carretera, donde el timo, aunque insalvable, lo es cuantitativamente menos.

Paré a un tuk-tuk compartido, negocié el precio y salté al interior. Todavía estaba descargando las bolsas cuando el conductor arrancó de golpe y la inercia del brusco movimiento hizo caer una de mis bolsas –la que lleva el portátil y la cámara , ni más ni menos- a la carretera. No me lo podía creer. Intenté que el tío parara golpeando las paredes del vehículo y chillando, pero como no se daba cuenta de nada, y sin ni siquiera parame a pensarlo, salté. Salté del coche en marcha con la mochila de 20 kilos a la espalda –todavía no me había dado tiempo a quitármela-. Y como era de esperar, aterricé de culo.

Era para haberme visto. La calle se paralizó –lo que fue perfecto para que nadie atropellara mi mochila, todavía ahí, en el suelo- y todos me miraban con cara de interrogación. ¿Qué hace esta tía saltando de un coche en marcha, con una michila a la espalda y en medio del tráfico? Pues intentar salvar mi ordenador y mi cámara, señores. A ver si se pensaban que lo hacía por no pagar.

Y los salvé. De ser atropellados o de que algún listo se hiciera con ellos antes de que yo los pudiera alcanzar. Pero para ello me expuse yo a ser atropellada. Olga, te lo he dicho mil veces: pensar primero, actuar después. Nunca aprenderé.

El mañana no existe –o making off del extraño encuentro con las mujeres jirafa-

Con esta frase empezó todo. Me la dijo –o me la escribió, ya que llegó a mí en forma de correo electrónico- el director de uno de los periódicos españoles para los que estoy trabajando. “El mañana en esta profesión no existe”, dijo exactamente. O lo que es lo mismo: o lo haces ya o no lo haces.

Habian dicho que sí a una propuesta de reportaje mia, pero no podían esperar. Así que un poco a regañadientes pero sabiendo establecer prioridades, cancelé el curso de masaje que se suponía que debía empezar al día siguiente y me fui para Mae Hong Son a pasar el fin de semana. Allí debía entrevistarme con una mujer jirafa –esa había sido mi proposición (in)decente al medio en cuestión-. Con una mujer jirafa que habla perfectamente español, para más señas. Lo logré, no las tenía todas pero lo logré.

A primera hora de la mañana del sábado tomé una moto-taxi para Nai Soi, a 30 kilómetros de Mae Hong Son, el poblado Long Neck en el que se suponía que debía encontrar a María José, auque en aquel momento yo pensaba que se llamaba –que se hacía llamar- Mari Pepi. Eso me habían dicho Ramón y Nuria, la pareja de catalanes de Chiang Mai que conocí hace un año y que fueron el embrión de todo, cuando por aquel entonces me contaron la historia de una tal Mari Pepi, mujer jirafa que hablaba español y podía explicarme cosas muy interesantes de cómo estaban siendo explotadas como atracción turística en Tailandia. Al contactar con ellos este año de nuevo y preguntarles en qué campamento se encontraba la chica, sólo supieron decirme que en uno de los dos que se hallaban en las proximidades de Mae Hong Son, en el más turístico. Así que me pasé el viernes por la tarde preguntarndo por el pueblo cuál era el que recibía más visitas de los dos. Y ganó Nai Soi.

Y allí estaba yo para comprobar si la suerte estaba de mi lado. Pagué los 250 bahts imprescindibles para entrar y me adentré en el poblado despacio, mirando alrededor y sorprendiéndome por lo vacío que parecia estar todo aquello. Lo había imaginado diferente: repleto, bullicioso, vivo. Lleno de Long Neck y de turistas. Y no sólo yo era la primera visitante del día, sino que allí no había más de una docena de personas repartidas por los porches de las diferentes casas; comiendo, charlando, haciendo frente a un nuevo día.

Comencé a preguntar por Mari Pepi y todos ponían cara de no saber de qué les hablaba. Pero cuando mi desesperación estaba alcanzando cuotas insuperables, dí con alguien que me dio la clave: “no se llama Mari Pepi, sino Maria José; y ya no vive aquí”. Me quería morir. Pero no perdí la calma y seguí interrogándola. Maria José se había mudado al campo de refugiados que se extiende justo al lado de la aldea Long Neck hacía un par de años y, aunque no podía acceder ahí, alguien de la aldea podía ir a buscármela. Tuve que insistir bastante en ello, subrayando lo importante que era para mí hablar hoy con ella. Y pagar 150 bahts, en teoría por el petróleo de la moto con la que irían a buscarla, aunque yo sabía no era por eso sino por las “molestias” –a saber, los asiáticos siempre intentan sacarle a uno dinero por todo con cualquier excusa-.

Mientras esperaba a que el chico estuviara de regreso con María José, me invitaron a desayunar con ellos. Y allí encontré a la persna que le iba a dar un giro a mi artículo: Mariana. Me saludó con una “Hola” perfecto nada más verme entrar. Y yo sonreí satisfecha por el hallazgo. Si Maria José ya no vivía en la aldea ni llevaba los collares que caracterizan a las Long Neck, allí estaba la solución al problema. También hablaba español y ella sí que lucía los aros y las pintorescas ropas tradicionales que le iban a dar color y exotismo al reportaje. Charlamos durante cerca de una hora y me explicó algunas cosas de lo más interesantes. Pude comprobar lo que pesan esos aros –más de 8 kilos a veces-, que no se los pueden quitar nunca y que algunas de ellas los llevan porque realmente quieren mantener la tradición –otras, sólo porque el gobierno tailandés les da dinero por seguir haciéndolo-. Le compre una tobillera a modo de agradecimiento y nos reímos juntas cuando me disfrazó de Long Neck Karen.

En seguida llegó Maria José y la invité a comer algo en el bar de la entrada. Era mucho más joven de lo que había imaginado -22 años muy bien aprovechados- y hablaba el castellano casi perfectamente. Me sorprendió. Me sorprendió su nivel de español, pero también el hecho de que entendiera el vasco, su vestimenta occidental, su desenvoltura al hablar de cualquier tema, su franqueza al retroceder en el tiempo para explicarme dolorosas experiencias -de cómo el ejército birmano abusaba de su aldea, de su tío fusilado, de su padre realizando trabajos forzosos para la armada, de su huída hacia Tailandia, de sus días en Nai Soi, de su traslado al campo de refugiados, de sus ganas de irse a vivir a Nueva Zelanda beneficiándose de un plan de reasentamiento-. Hablamos durante cerca de cinco horas que se hicieron brevísimas y me despedía de ella con la pena de saber que no volveríamos a vernos.

Ya tenía mi historia y a las dos protagonistas de ella. Tan dispares y a la vez tan parejas. Dos historias que nacen de la guerra, del éxodo, del huir de un país en el que ya no se las quiere, que se encuentran en Nai Soi como víctimas de la explotación turística tailandesa y que luego se separan porque una tiene sed de mundo y la otra sigue creyendo estar haciendo lo correcto.

Y hasta aquí puedo leer. Tal es el making off de mi reportaje. Interesados en el resto, consulten el suplemento “Crónica” de El Mundo el próximo domingo. Gracias.