jueves, 25 de diciembre de 2008

Nadal Tropical


Bon Nadal. Aunque aquí la blanca Navidad lo es sólo por el color de la arena de la playa y las fechas señaladas no son sino otra excusa más para alargar la noche hasta la madrugada -entre cocoteros, buckets y nuevos amigos-. La Navidad aquí no existe. Imposible. ¿Cómo sentir el espíritu navideño a 40 grados, en bikini y en la playa? Muchos preguntan si no me añoro en esta época del año estando tan lejos. La respuesta es siempre contundente: NO. Quizás si estuviera en Londres -por poner un ejemplo-, sola, pasando frio y rodeada de lucecillas de colores por todas partes, gente comprando compulsivamente y familias juntas de paseo... quizás es ese hipotético caso algo de nostalgia me atizaría las entrañas sin remedio. Pero no aquí.

Lo celebramos a nuestra manera -del mismo modo que acostumbramos a celebrar tantas otras noches en la isla que no cuentan con ninguna festividad en el calendario-. Cené con unos cuantos colegas y unos muchos desconocidos en el bungalow de un instructor de apnea peruano. Y de allí, a la playa. A beber, a clarlar, a bailar descalzos y con lo pies cubiertos de arena hincados en el agua. Como tantas otras noches. Como el año pasado. Como siempre.

La Navidad en Koh Tao no cambia nada. Afortunadamente.





domingo, 21 de diciembre de 2008

Cuando lo que llevabas tiempo soñando se convierte en realidad...


Cuando lo que llevabas tiempo soñando se convierte en realidad... no te lo acabas de creer.

Cuando lo que llevabas tiempo soñando se convierte en realidad... parece lo más normal del mundo aunque sepas que no lo es.

Cuando lo que llevabas tiempo soñando se convierte en realidad... te repites a tí misma “estoy aquí”, “estoy aquí”, “estoy aquí”, para acabarte de convencer.

Cuando lo que llevabas tiempo soñando se convierte en realidad... miras al horizonte y respiras hondo para dale mayor trascendencia al momento -único- que estás viviendo.

Cuando lo que llevabas tiempo soñando se convierte en realidad... sonríes –sonríes mucho-, pero quizás menos de lo que pensabas que ibas a sonreír cuando estuvieras en ese lugar.

Cuando lo que llevabas tiempo soñando se convierte en realidad... te das cuenta de que ir descalza todo el día sigue siendo un auténtico placer y que en eso no habías exagerado nada.

Cuando lo que llevabas tiempo soñando se convierte en realidad... desmientes la frase de Sabina que reza “donde hayas sido feliz no debieras tratar de volver”

Cuando lo que llevabas tiempo soñando se convierte en realidad... te sorprendes saludando a gente que hacía nueve meses que no veías como si los hubieras visto ayer.

Cuando lo que llevabas tiempo soñando se convierte en realidad... necesitas que tu cabeza aterrice donde ya ha aterrizado tu cuerpo.

Mi cuerpo está en Koh Tao -por fin-; mi cabeza no lo sé. Va unas horas por detrás, haciendo gala de un curioso jet lag que ya me conozco bien. De repente, mañana o pasado, veré la playa de aguas turquesas por la que he paseado tantas veces y caeré: ESTOY EN KOH TAO. Lo sentiré en toda su dimensión -que es mucha-. ¿Cuántas noches habré evocado este lugar desde el recuerdo? ¿Cuántos días habré dibujado su silueta en mi mente con el único objetivo de escapar de la realidad? ¿Cuántas veces habré pronunciado su nombre con brillo en los ojos y la boca llena de ilusión?

Muchas, muchísimas. Tantas... que sé que aunque TODAVÍA no lo sienta, este es, hoy por hoy, mi lugar.

lunes, 15 de diciembre de 2008

Ton Sai o cuando el reloj se para


El vacío informativo de los últimos días, no debe ser tomado a la tremenda. Estoy bien -demasiado-. Simplemente, mi reloj se ha detenido. Y he estado muy ocupada haciendo nada. O lo que es lo mismo, tirada sobre la playa, tomando Singhas y batidos, tostándome bajo soles de cuarenta grados, bañándome en aguas esmeraldas y turquesas, comiendo pescado fresco, paseando hasta Railay, nadando hasta Happy Island e incluso escalando en enormes gigantes de piedra que emergen del mar como si nada. Vida dura la mía. Eso mismo es lo que pienso cada noche cuando despido el día tumbada en el bar de siempre, entre cervezas, cocoteros y nuevos amigos. Hay, además, algunos puntos a destacar. Los detallos a continuación:

1.- El muñeco y Panxa

Aunque pueda parecer justamente lo contrario, el muñeco es de carne y hueso y Panxa de trapo. El muñeco es Javi, mi colega de León, al que conocí hace año y pico en Vietnam y con el que hoy estoy en Ton Sai. Panxa es su mascota, una rana muy graciosa a la que le gusta vivir bien. Ambos llegaron el pasado miércoles y yo los estaba esperando con los brazos abiertos. A Panxa todavía no tenía el gusto de conocerla, pero a Javi sí. Viajamos durante un mes juntos y sabía por experiencia las risas que me esperaban en cuanto llegara. Y así ha sido. Mis abdominales están más marcados que nunca de tanto reir. Los “hola Susita”, “maracón”, “guapo” y tantos otros serán difíciles de olvidar. El muñeco –reencuentro número 9- y Panxa se quedan conmigo una temporadita. Soy feliz.

2.- La Full Moon Party

Debo reconocer que, hasta que el pasado viernes una pareja de nuevos amigos –Chusma y Alba, dos soles que brillan más que el que me dora la piel, que ya es decir- me hablaran de la Full Moon de aquel día, siempre había huido de ellas sin mirar atrás. Las temía. La culpa seguramente la tiene Koh Panghan y su fiesta desfasada –muy parecida al Lloret de los peores tiempos- que ya presencié una vez y decidó no presenciar más. Pero esta vez me convencieron sin palabras. Estoy en Tom Sai, un lugar traquilo, meca de los escaladores de todo el globo, con gente sana a la que no imagino vomitando sobre la playa o liándola sin más. Decidí ir. Y lo pasé genial –aquí lo dejo para no herir sensibilidades ni abrir heridas difíciles de reparar-.

3.- Climbing

He escalado. He EsCaLaDo. HE ESCALADO. Y desde que lo probé, sólo tengo ganas de gritar, de contárselo al mundo, de subirme a un edicicio muy alto, abrir la ventana y chillárselo al que me quiera escuchar. Qué sensación. No sé explicarla. Debe vivirse, catarse, sentirse. Uno tiene que verse a sí mismo descolgado sobre el abismo, con todos los músculos en tensión, la quemazón en las palmas de las manos y la cabeza mareada de adrenalina para enteder esta afición. Engancha. Es de lo mejorcito que he probado en mi vida. Fuerza, técnica pero, sobretodo, concentración. Pensar que puedes, seguir. Mano derecha, pie izquierdo, mano izquierda, pie derecho. Hacia arriba, sin parar. Si te bloqueas y te entra el miedo, se acabó. Caes. Punto. Concentración: cabeza, coco. Entonces te sorprendes a ti mismo de lo que eres capaz de hacer. Y bajas triunfal, borracho de endorfinas, feliz. De lo contrario, si te rindes por bloqueo cuando sabes que físicamente podías hacer más, regresas a tierra cabreado, triste y más competitivo que nunca, queriendo demostrarte a la siguiente podrás. Ya tengo una nueva afición. Ahora sólo queda aprender más.

Tom Sai, otro de mis lugares en el mundo. Un rincón al que regresar desde el recuerdo cuando me halle lejos. Un recodo del camino, del mío, del de ahora. Una equina de mi vida cubierta de arena y sal, de paredes escarpadas, de bongs, cervezas y risas, de relojes que se detienen a su antojo sobre algún minutero de la madrugada. De reencuentros, de Chaití, de Chusmas y Albas, de lunas llenas a rimo de tecno, de arneses, cuerdas y chapas, de largos a mar abierto, barcos de regreso y tertulias en la playa.

domingo, 7 de diciembre de 2008

Y de repente, el mar


Ya he llegado a Tom Sai –o lo que es lo mismo, a la playa-. Y eso significa:

Uno.- Que llevo una cara de feliz todo el día que es para verla.

Dos.- Que me he pegado el primer chapuzón en cinco meses –el primero en Tailandia en nueve, el primero en Tom Sai en un año y y diecisiete días- Un baño, por otro lado, totalmente pasado por agua. Y no es ninguna obviedad: es que llovía mientras nadaba. Pero no podía esperar.

Tres.- Que me he comido mi primer mango sticky rice a lo dominguero total sobre la arena –me había estado reservando para este momento; un mango sticky rice no sabe igual si uno no se lo come en la playa-.

Cuatro.- Que tengo un bungalow fantástico, aunque no tengo hamaca. Esto me agua un poco la fiesta. En cuantro encuentre una, me la compraré.

Cinco.- Que he oído mi primer gecko en mucho tiempo. Me he dado cuenta de que los había añorado sin saberlo.

Seis.- Que he estrenado mi nuevo bikini y mi ropita playera. Eso si es amortizar.

Siete.- Que soy feliz (¡Ah! ¿Que lo había dicho ya?)

Ocho.- Que me voy a tomar unas birras ahora mismo en cualquier chill-out a pie de playa con mi nuevo colega africano-indio-inglés.

Nueve.- Que me voy, ¿eh?

Diez .- Venga... ¡Adiós!

sábado, 6 de diciembre de 2008

De la importancia de sentirse guapa

Ya aviso que este post puede parecer superficial, vacío y estúpido hasta el extremo. Puede paracerlo. Pero todos aquellos que hayáis viajado con una mochila a la espalda por un tiempo lo suficientemente largo, estoy convencida de que lo entenderéis.

Aquí lo normal es ir hecha un adefesio sin que a nadie –ni a una misma- le importe. Lo normal, de hecho, es que nunca te lo pantees si quiera. Te levantas por la mañana, escoges entre uno de los tres pantalones que tienes -normalmente limpios sólo dos-, entre una de las siete camisetas –limpias cuatro-, te enfundas los flip-flops de cada día y sales a la calle. No te procupas por combinar colores, ni accesorios ni, por supuesto, del maquillaje. Es cómodo –entre levantarte y salir a desayunar pueden pasar sólo cinco minutos-, pero, periodícamente, a una le cogen crisis de autoestima al más puro estilo occindental. Y lo que no te ha importado en un mes –tu aspecto degradado y perrofláutico-, empieza a preocuparte. Ese día te miras en el espejo y no reconoces a la persona que te mira –con actitud de reproche- desde el otro lado. Y decides hacer algo. A veces ese algo es comprarte toda la cosmética ayurvédica de una pequeña tiendecita –lo hice en la India: compré como 15 frascos de los más diversos productos para mantener a raya todas las zonas de mi cuerpo-, un pintalabios muy rosa capaz de vestirte de fiesta en un sólo trazo –cuando nunca te maquillas, un pequeño retoque puede hacerte sentir la más glamurosa del mundo-, un bikini, una minifalda, una sudadera con cuatro brillantitos que te den un aire más fashion.

Ayer, con la excusa de que me voy para la playa, me compré un bikini, un vestido y algunas camisetas escotadas -he renovado el fondo de mochila, que no de armario-. Con la misma excusa me depilé. Y sin ninguna me hice una limpieza de cutis y un tratamiento facial con todo tipo de cremas, mascarillas y peelings.

Y hoy me siento guapa.

viernes, 5 de diciembre de 2008

Encuentro en Bangkok


Ayer a las seis de la mañana aterricé en Bangkok procedente de Chiang Mai. Demasiado tarde para vivir los famosos altercados; demasiado pronto para presenciar la elección del nuevo primer ministro -el próximo lunes-. Otra vez será. Pero tenía dos cosas mucho más importantes que hacer: 1) renovarme el pasaporte español, que me expira en nada, y 2) ver a Virginia, mi colega de Barcelona, ex directora de la revista que yo dirigí después, ex compañera de domingos de cafés y resaca en el Borne junto con Bárbara y Ágata, y actual vecina de arriba residente en Beijing.

Estuvo genial. La llevé de paseo por la ruta de los recados de Olga -cuando llego a Bangkok siempre aprovecho para resolver problemillas pendientes, que ésta vez fueron lo del pasaporte y arreglar el ordenador-, para acabar chafardeando el mercadillo turístico de Khao San Road, sentándonos ante algo de thai food y tomando unas Tigers y Singhas con las que brindar.

Con Vir ya son ocho las personas totalmente sacadas de contexto que reencuentro en este viaje por tierras asiáticas -con el uno tenemos a Matt, con el dos a Jorge, con el tres a Oscar, con el cuatro a Javier, con el cinco a Guillermo, con el seis a Cris y con el siete a Olga-. Se trata de personas de muy diversas prodecencias, que conozco por vias muy diferentes –los hay de Barcelona, de Madrid, de otros viajes, de toda la vida, de curro, de fiestas, de cafés-, pero con las que he coincidido en los últimos cuatro meses en alguna esquina de India, Tailandia o Nepal. Me encanta. Es como recuperar algo de mi pasado, de mi cotidianeidad.

Con el dorsal número ocho, Virginia. Gracias a la fortuna por querer que coincidiéramos en algún punto espacio-temporal.

miércoles, 3 de diciembre de 2008

Léelos tú, al menos


Vista la disección y mal patchwork que un conocido periódico español ha hecho en base a dos textos míos -sobretodo uno de los dos-, he decidido tomarme la justicia por mi mano y autoeditame ambos reportajes en este espacio. Y como la editora -oséase, yo misma-, está en plenas facultades mentales, no va borracha, ni ha fumado, prometo que ambas historias gozarán de coherencia y buen gusto. Disfrutadlas.


Gyanendra, más querido ahora que ya no es rey

Tras la aparición del recientemente destronado rey de Nepal en el festival de Dashain, las cuotas de popularidad del ex monarca han aumentado considerablemente. Sin embargo, Gyanendra evita ser visto en público y se recluye en su nueva residencia en la que, entre otras atividades, mata el tiempo escribiendo una autobiografía.

El pasado 11 de Junio, Gyanendra abandonaba el Palacio de Narayanhity despojado de toda corona y convertido en un ciudadano más. Cumpliose así la profecía del dios Gorakhnat sobre la dinastía Shah, quien auguró que dicha estirpe concluiría tras un reinado de diez generaciones. Extrañamente cierto -Gyanendra representaba la decimotercera-, éste no es el único hecho curioso de la vida del controvertido monarca.

Sus dos coronaciones -sí, dos, esta es otra de sus peculiaridades- estuvieron envueltas en grandes polémicas: la primera, por acontecer durante la conspiración política de 1950 en la que toda la familia real huyó a India dejando al joven Gyanendra cómo único miembro masculino de la misma; tenía sólo tres años y su reinado duró a penas dos meses hasta que en enero de 1951, la presión internacional y un tratado firmado con la India independiente, devolvieron la corona a su legítimo portador. La segunda, todavía más truculenta, tuvo lugar en 2001 como resultado de una sangrienta masacre en el interior de palacio, en la que resultaron muertos su hermano el Rey Birendra y gran parte de la familia real. Gyanendra fue coronado por segunda vez, sucediendo en el trono a su sobrino Dipendra, que fue nombrado rey sólo por cuatro días durante los cuales restó en un coma profundo resultado del tiroteo. La versión oficial afirma que fue Dipendra quien, en estado de embriaguez, habría asesinado a toda la familia suicidándose después, pero muchos opinan que fue Gyanendra quien estuvo detrás de todo ello, espoleado por una sed irrefrenable de poder. Aquello fue el inicio del final, el prólogo a un mandato que iba a acabar más pronto que tarde arrasando con los 240 años de reinado de la dinastía Shah. En mayo de 2008 los maoístas ganaban la batalla, inauguraban la república y arrojaban al ex monarca de cabeza a la vida real.

Desde entonces no ha sido fácil verlo en público. Únicamente se le conocía una breve salida a su antiguo palacio, hasta que el pasado 2 de octubre acudiera a un programa religioso en el templo hindú de Shyama-Shyam Dham, cerca de Bhaktapur, con motivo de la visita del afamado gurú indio Jagadguru Kripaluji Maharaj. Preguntado por los media, Gyanendra deseó paz, libertad y prosperidad a la nación en lo que fueron sus primeras palabras desde que abandonara palacio en junio, y desestimó pronunciarse a razón de ninguna cuestión política. El recibimiento por parte de la población que se congregaba en las inmediaciones del santuario fue extremadamente caluroso, lo que confirma la teoría de los que creen que ahora que ya no ostenta el poder, Gyanendra va a comenzar a ser visto con mayor simpatía, quedando su pasado de rey feudal paulatinamente olvidado. Días más tarde, durante el transcurso de Dashain -el acontecimiento religioso más importante de Nepal- la hipótesis quedaría afianzada. Gyanendra no apareció en público como se esperaba, sino que continuó con la tradición de poner el tika a los fieles -papel que desempeñaba como rey-, pero en la clandestinidad de su residencia privada en lugar de hacerlo ante la legitimación visible del templo. La multitud que acudió para ser bendecida por su antigua majestad reafirma su enorme popularidad post reinado.

Los maoístas le han arrebatado la corona; no el estatus. Es más: le han facilitado la vida con enigmáticas concesiones que permitirán que la vida de Gyanendra sea siempre mejor que la de la mayoría sus antiguos súbditos. Para empezar, el nuevo gobierno le ha cedido el Palacio de Nagarjuna, otrora residencia de verano de la familia real. La nueva vivienda del ex rey y su esposa Komal es un encantador complejo de lujosas dependencias, casas de invitados y apartamentos para el servicio, situado en el interior de un pequeño bosque en la cima de una colina al noroeste de Katmandú. El hijo de Gyanendra, Paras, juntamente con su mujer y sus tres hijos, habitan en Nirmal Niwas, una de las numerosas residencias privadas de la familia, situada en Maharajgunj, cerca de la Embajada Americana. Mientras que la única hija de Gyanendra, Prerana, sigue viviendo con su marido en la residencia de éste, muy cerca del Soaltee Holiday Inn Crowne Plaza, en el distrito de Chauni.

Por otro lado, si bien es cierto que la antigua residencia de la familia, el Palacio de Narayanhity, será convertido en museo a corto plazo -y un área de éste ya se está utilizando como sede del Ministerio de Exteriores-, no es menos verdad que parte de la antigua realeza sigue habitando allí. La madre postiza de Gyanendra, Ratna, y Salala Gorkhali, la consorte de su abuelo, se negaron a abandonar el palacio y el nuevo gobierno les ha otorgado el derecho a ocupar sus antiguos aposentos, así como a seguir disfrutando de sus pertenencias. Otra suerte correrán las de Gyanendra, sin embargo: su corona de diamantes y rubíes, el féretro real y todas las demás joyas heredadas durante generaciones son ya propiedad del estado.


Pero Gyanendra no debe preocuparse por el dinero. Definido por sus allegados como arrogante, astuto y con una personalidad fuerte y versátil, desde muy joven comenzó a despuntar como hombre de negocios con un olfato excelente y unos escrúpulos más bien escasos. Supo establecer alianzas con algunas de las compañías indias e internacionales más importantes (TATA, Birla, Coca-cola, British and American Tobacco Company) para la producción y distribución de sus productos en Nepal, así como para la creación de sus propias marcas. Pese a haber sido destronado, Gyanendra ha sido autorizado a seguir con sus negocios y se cree que cuenta con una auténtica fortuna en tabaco (Surya Tobacco Company), té, casinos y hoteles (Soaltee Hotels Limited).

Además de gestionar sus múltiples negocios, Gyanendra pasa los días tranquilamente en el interior de su nueva residencia, cuya entrada permanece escoltada día y noche por los agentes de seguridad que le ha facilitado el mismo gobierno. Fuentes próximas aseguran que pasa los días leyendo, fumando una cajetilla de Surya tras otra -a pesar de estar aquejado de problemas de corazón-, navegando por Internet, jugando a las cartas con sus amigos Prabhu Sumshere Rana y Birendra Bahadur Shah y escribiendo una autobiografía que saciará el apetito de los más morbosos. Su vena literaria no es nueva: Gyanendra es un poeta sumamente conocido en el país -consagrado sobretodo a temáticas patrióticas, románticas y medioambientales- y sus poemas han sido adaptados para ser cantados por algunos de los vocalistas más famosos de Nepal.

Al margen, Gyanendra continúa también con sus rituales religiosos, meditando y practicando tantra. Hombre tradicionalmente preocupado por la comunión total entre el ser humano, dios y la naturaleza, pasa muchas horas al día enzarzado en toda suerte de pujas -en honor, sobretodo, a la diosa Kali-, así como promoviendo diversas iniciativas para preservar la flora y la fauna autóctonas. Como príncipe y rey fue el revulsivo tanto para la creación las reservas de vida salvaje y parques naturales del país, como para la conservación de áreas como los Anapurnas, Makalu Barun o Manaslu. Ya como ciudadano normal, va a seguir colaborando de manera activa con dichas causas.

Desde el pasado 2 de actubre, Gyanendra no ha vuelto a aparecer públicamente ni se le conoce ningún movimiento notorio fuera de su residencia-palacio. El país, por su parte, continúa haciéndose al nuevo régimen republicano, dramáticamente dividido entre los partidarios del presente y del pasado. A los nostálgicos defensores de Gyanendra, se oponen los que tienen esperanza ciega en una nueva era de cambios. Ya se han dado algunos pasos en este sentido. Sin ir más lejos, las nuevas “Kumari” –niñas adoradas como diosas vivientes que son arrancadas de su entorno para pasar a vivir clausuradas en los confines del templo hasta que alcancen la pubertad y, con ella, la menstruación- podran acudir a la escuela, en un intento del nuevo gobierno por aunar los derechos humanos con la tradición. Por primera vez en 240 años, la elección de la niña-diosa -históricamente muy ligada a la monarquía- no ha recaído en el sacerdote real, sino en un comisionado del estado.


Cara a cara con las Long Neck Karen

“Nos pagan dinero por seguir llevando anillos en el cuello”


Se llaman Ma-Nan y Majon, pero todos las conocen como Mariana y María José. Hablan castellano y las más joven puede incluso entender el vasco. Proceden de Myanmar, viven en Tailandia y no son ciudadanas de ningún país. Son refugiadas, aunque una de ellas sigue sin tener ningún derecho como tal. Ma-Nan es atracción turística; Majon lo ha sido durante muchos años. Ambas comparten una misma historia aunque con diferente final.

Su aspecto es atractivo, es lo primero que pienso al tenerlas en frente. Ma-Nan, luce brillantes pulseras de plata en las muñecas, pintorescas ropas tradicionales y los aros dorados bordeando el cuello que caracterizan a la tribu de las Long Neck; Majon dejó de ponérselos hace dos años pero puede reconocerse que los ha llevado por la estrechez y la longitud que alcanza su nuca bajo la densa cabellera negra. Un gran reclamo turístico, sin duda. Un filón demasiado jugoso como para que el gobierno tailandés lo dejara escapar.

No me equivoco. Ellas confirman mis sospechas enseguida y me empiezan a contar desde el principio, recalando en algunos de los episodios más agrios de sus vidas. Ambas llegaron a Tailandia a inicios de la década de los 90, huyendo de los abusos de la dictadura birmana sobre las minorías étnicas del país. El gobierno obligaba a las diferentes familias de la etnia Karenni -a la que pertenecen las Long Neck- a entregar un 70% de sus ingresos a las arcas del estado. Y cuando éstos no eran lo suficientemente altos, castigaban a la familia en cuestión reclutando a uno de sus miembros masculinos y obligándole a trabajar para el ejército. El tío de Majon murió así; su padre corrió mejor suerte y tras caer enfermo de malaria fue devuelto a su aldea por no poder seguir el ritmo de la armada. “Regresó a casa con marcas y cicatrices en las piernas”, cuenta Majon, “le pegaban por no poder rendir como el resto”. Se rumorea que otro tío suyo fue fusilado, “se lo llevaron un día y no volvió jamás“. Y fue entonces cuando decidieron huir.

La historia de Ma-Nan no es muy diferente. Aunque el ejército no atacó jamás su casa, la guerra merodeaba la zona contigua a la aldea en la que vivían y era común ver y oír explosiones alrededor. Un día el miedo pudo más que las ganas de no abandonar su patria y decidieron refugiarse en territorio tailandés. “Caminamos una semana entera bosque a través hasta llegar a Nai Soi”, explica. Y aquí es donde la vida de ambas confluye: en uno de los poblados para Long Neck ubicados al noroeste de Tailandia.

Nai Soi no es un campo de refugiados, aunque sus habitantes tengan un carnet de la ONU en el que dice que lo son. Nai Soi es una especie de zoológico para humanos. Están encerrados, sólo se accede previo pago -250 bahts, unos cinco euros- y aunque el gobierno tailandés no obliga a llevar los collares, indirectamente están coaccionadas. “Los tailandeses sólo dan dinero a las familias cuyas mujeres sigan llevando los aros”, afirma Majon. Una suma de 1.500 bahts al mes exactamente, algo más de 30 euros al cambio. El resto, las que han decidido quitárselo, recibe únicamente una generosa cantidad de arroz que garantice su subsitencia. Las verduras, el curry y los demás alimentos básicos de su dieta asiática, están de nuevo reservados sólo para aquellas que mantengan la tradición y no rompan con el negocio turístico que los tailandeses tienen montado.

A pesar de ello, cada vez son más las que, como Majon, se atreven a romper con el pasado. “Tengo mil razones para dejar de llevar el collar: pesa demasiado, molesta, duele, deforma el cuello, no es práctico…”, explica. Majon es una chica moderna. Sólo hace falta echarle un vistazo para notarlo -ropa al estilo occidental, pelo negro con mechas burdeos, movimientos decididos de quien sin tener mucho mundo ha sabido imaginarlo-. Tiene 22 años y como la mayoría de las de su generación está más preocupada por su futuro que por las costumbres de antaño. Es por ello por lo que dos años atrás decidió salir de Nai Soi y solicitar su traslado a un campo de refugiados. El gobierno tailandés se lo concedió y es allí donde ahora vive, asegura que feliz, esperando una respuesta del estado neozelandés para poder trasladarse a aquel país acogiéndose a un plan de reasentamiento. “En Nai Soi no puedes acceder a este tipo de programas”, aclara, “en parte, por eso decidí desplazarme al campo”. Por eso y para alcanzar una educación mejor. “Allí tampoco hay escuela de secundaria”, prosigue, “y la de primaria no está en funcionamiento por falta de docentes”. Un paseo por el campo me permite comprobarlo en primera persona. Quizás sea por todo ello por lo que la aldea se está quedando sin habitantes. De los 164 que la poblaban en 2006, en la actualidad no quedan más de 80. “Se están marchando todos”, señala Ma-Nan con nostalgia, “les prometen que desde el campo de refugiados podrán irse a vivir a Europa, América y Oceanía y se van a probar suerte”. Ella tiene sus dudas. Cree que hacen demasiada falta en Tailandia como reclamo turístico, que el gobierno del país no las va a dejar ir tan fácilmente.

Un par de militares tailandeses pasea cerca del lugar en el que nos encontramos. Están bajo vigilancia permanente. Afortunadamente, ambas hablan castellano -y de ahí sus nick names, Mariana y María José- por lo que no es necesario interrumpir la conversación. En inglés hubiera sido mucho más complicado, reflexiono. Probablemente, no hubieran estado tan relajadas y hubieran silenciado muchas informaciones por miedo a posibles represalias. Me interesa saber cómo aprendieron español. “Por el turismo”, responden al unísono. “Hubo un tiempo en que venían muchos turistas a visitarnos, sobretodo españoles”. Ahora hay menos -“apenas puedo practicar vuestro idioma”, se queja Ma-Nan-, quizás desmotivados ante el éxodo permanente hacia los campos de refugiados que está dejando a la aldea Long Neck vacía y deslucida. Lamento ser tan insistente, pero no puedo evitar volver a preguntarles si jamás han tenido un libro o estudiado el castellano más allá de lo que el turismo les pudiera enseñar. Me contestan con un no rotundo, aunque Majon reconoce saber leerlo y escribirlo. “Me he carteado con bastantes turistas españoles, es una buena manera de aprender, además de que me permite mantener el contacto con la gente que viene a visitarnos”, explica. Parece increíble que su castellano no tenga ningún tipo de base académica: pronuncia en un acento perfecto, tiene una gramática correctísima y lo entiende todo a la primera sin que yo deba hacer ningún esfuerzo por vocalizar más de la cuenta o apoyar mi discurso en la gesticulación. Es inteligente, mucho. Habla casi diez idiomas y, además, asegura que entiende el vasco. “Se parece mucho a mi lengua”, aclara, “si me hablan lentamente lo entiendo todo”. Personalmente, tengo mis reservas. Pero quizás alguien debería investigarlo.

martes, 2 de diciembre de 2008

Crónica desde Tailandia

Mientras en España se le sigue sacando punta a Aguirre, sus desafortunados calcetines y sus zapatos de tacón que tuvieron que atravesar enormes charcos de sangre, en el mundo siguen sucediendo cosas. Bangkok, sin ir más lejos –la otra mitad de esos telenoticias a los que os tienen tan acostumbrados-. Con el tema de Mumbai y los zapatos de Aguirre cada vez más desgastados, los medios de comunicación tienen que focalizar en algo. Y Tailandia es el blanco perfecto.

Sé lo que se dice en España porque leo la prensa on-line cada día. De lo contrario, jamás hubiera dicho que me encuentro en un país sumido en una intensa crisis política. En Chiang Mai, el día a día transcurre sin problemas: no hay alarma, ni nerviosismo, ni miedo –más allá del que tienen los que viven del turismo a que la situación repercuta negativamente en la temporada que ahora se inicia-. Lo máximo que se ha visto son discretas manifestaciones de vehículos con banderas rojas –los rojos apoyan al PPP, el partido en el gobierno, mientras que los amarillos dan su soporte al APD-, en respuesta a las mareas amarillas de Bangkok. El norte del país es rojo –por algo el máximo dirigente del país se ha refugiado aquí- y quieren que se note. Y se nota, aunque de un modo relativo. Es mil veces peor pisar las Ramblas ante una vistoria del Barça, que pasear por Chiang Mai con la mega crisis política que nos están intentando vender. A ver, la crisis existe –no me malinterpretéis- pero no es ni la mitad de la mitad de la mitad de grave de lo que se transmite en el exterior. O, como mínimo, no es peligrosa para la integridad física de los que estamos aquí. Centrémonos –y esto va por todos aquellos que me habéis enviado mensajes alarmados-: si el gobierno español está repatriando gente es sólo para facilitar la vuelta a casa de los que ya llevaban días atrapados aquí, no por que los españoles en Tailandia corramos ningún tipo de peligro.

El máximo riesgo que me azecha es el de los polis. Sí, oís bien. Desde que el gobierno tailandés decidiera pagar 2.000 bahts –unos 48 euros al cambio- por día y por persona a todos aquellos turistas que por los bloqueos de los aeropuertos no pudieran regresar a su país, los policias se han puesto chulos. De algún modo se tiene que hacer frente a toda esa fuga de dinero estatal y han decidido que la mejor manera es incrementar el número de multas. De manera que, de un tiempo a esta parte, circular sin casco, algo del todo apropiado en este país, ha dejado de serlo. Los controles policiales son muchos e infalibles –ni siquiera el recurrente chantaje de estas tierras funciona ya-. Ayer, con Sebastian, salíamos de pagar una multa en la comisaría y tras cinco minutos en moto nos volvieron a multar. De chiste.

Así está el país. Hoy, el Tribunal Constitucional ha ordenado la disolución del PPP por un fraude electoral cometido en 2007 –a buenas horas mangas verdes-, ya que el hasta hoy primer minisitro tailandés era el cuñado del que fuera destituído en 2006 por el famoso golpe de estado. Los amarillos, siempre habían considerado a Somchai la continuación del obsoleto gobierno de Thaksin y hoy el Constitucional les ha dado la razón. El viceprimer ministro asume la jefatura de estado hasta el próximo 8 de diciembre, fecha para la que se han convocado elecciones dentro de la coalición que gobierna el país para elegir a un primer ministro.

Hasta lo que yo sé, los aeropuertos siguen bloqueados. Y ahora son los rojos lo que amenazan con liarla... Mientras tanto, el único que podría apaciguar los ánimos, el queridísimo y respetadísimo rey, sigue sin hacer declaraciones. El día 5 es su cumpleaños. Ambos bandos respetarán ese día. Lo que suceda después, nadie lo sabe.

sábado, 29 de noviembre de 2008

Chiang Mai: tres, dos, uno, cero


Comienza la cuenta atrás para abandonar Chiang Mai y proseguir mi camino –que continúa sin destino, pero sigue contando con etapas-. Recuerdo que llegué aquí con una misión: la de reconciliarme con el pasado y pasar página. Lo he conseguido. Esta vez me voy de Chiang Mai sin cargar con ningún lastre, sin que ningún recuerdo que escueza me aplaste la espalda, sin memorias agridulces, sin besos que al convertirse en vacío hieran, sin silencios dolorosos como sombra de palabras.

Chiang Mai esta vez ha sido mía -y ahora me recuerdo a la Fresita, con su mítica frase “Salou es mío”, pero no, que esto va en serio-, en lugar de ser nuestra. En mis viajes anteriores la compartí demasiado -cada esquina llevaba una firma, cada calle una mirada, cada bar un brindis, cada habitación una respiración pausada-. En esta ocasión, en cambio, la he vivido individualmente. Es verdad que he conocido gente, que me he pegado fiestas, que he compartido paseos, piscinas, mercados, desayunos, comidas y cenas. Pero también me he dedicado a gozarla sola. Le he puesto mi único nombre a cientos de recodos, a miles de encricijadas.

Chiang Mai han sido noches de películas con Sebastian, tardes de tés con Nicolas y Hanna, desayunos con Ramón y Nuria, madrugadas de copas con Josu y Lom, abrazos de oso con Tim, encuentros fugaces con Felicity, clases de thai con la camarera del Baiporn, mañanas de juegos con la mujer del “Fish and Chips” y su gato Midnight. Subir a un mirador muy bien acompañada, charlar con un taxista que quiere aprender español en el bar de la esquina, tomar un café puntual con espontáneos, cenar con todo mi grupo del curso de masaje en un restaurante con cascadas. Chiang Mai han sido también mis noches de lectura solitaria, mi libreta y mi bolígrafo sobre una mesa apartada, teclear sobre mi portátil mientras desayuno un american breakfast, pasear mis pensamientos y mi cigarro a la orilla del río, chafardear a mi ritmo en el mercado nocturno, tumbarme bajo el sol en la piscina analizando mi karma, surtirme de comida callejera y cenar sola en casa –léase Guest House, aquí a todo se le acaba llamando casa-.

A la tercera fue la vencida.

jueves, 27 de noviembre de 2008

Las niñas de mis ojos

Asia se tambalea. Se sacude, se agita, se pierde y no se encuentra. Mumbai hoy tiene la forma deformada de un grito de Munch contemporáneo, el silbido de las balas de un western americano, el tacto de la metralla, el sabor salado de la sangre fresca, el olor de la pólvora quemando. Bangkok se tiñe de rojo alerta -si se cierran bien los ojos y se abren las orejas uno puede oir el timbre de las alarmas confundiéndose con el griterío desbocado-, se viste de lemas y banderas, de incógnitas, de miedos, qué será, de interrogaciones, dudas y aciertos. Mumbai intenta cerrar capítulo; Bangkok lucha por no abrirlo. Lo que en una es futuro, en la otra es recuerdo. Mumbai ya ha escrito una página más de su historia -desafortunada, por supuesto-, mientras que Bangkok sigue en ello.

Lo de Mumbai no tiene nombre. Desperté ayer con la noticia y todavía me estoy reponiendo. Si bien es cierto que en India los ataques terroristas son, por desgracia, bastante frecuentes, no es menos verdad que no acostumbran a ser de esta embergadura y que apenas nunca tienen como objetivo a turistas. Pero esta vez sí. Esta vez se centraron básicamente en dos de los hoteles más lujosos de la capital financiera india y además se recrearon reteniendo rehenes -algunos occidentales-. No es que la desgracia me importe más si hay occidentales de por medio -para nada, y tampoco me importa un huevo si estaba Esperanza Aguirre o Ignasi Guardans, osea, que lo siento por ellos, pero lo siento lo mismo que por cualquier otro anónimo que haya tenido que vivir ese inferno-, simplemente es que no es habitual este modo de proceder. El primer misnistro indio ha declarado que los terroristas han contado con vínculos externos. Yo no lo descartaría. Me recuerda al 11-M, cuando se nos decía que era ETA y cantaba a leguas que no, porque el modus operandi no correspondía con el de los vascos. Aquí también huele a chamusquina –y no es ninguna broma de mal gusto-.

Bangkok es otra historia. Los altercados que se están produciendo en varios puntos de la ciudad no son más que el embrión de lo que podría ser. Los dos aeropuertos continúan tomados por los simpatizantes de la APD (Alianaza del Pueblo por la Democracia, el partido conservador que persigue la dimisión del PPP, el actual gobierno) y siguen sumándose heridos y muertos por ataques en diversas sedes gubernamentales y cadenas de televisión. Las vías aéreas desde la capital están cerradas a cal y canto: no se puede enrtrar ni salir de Bangkok. La situación es grave. La amenaza de golpe de estado es inminente y el ejecutivo ya ha declarado el estado de excepción, en el que se espera que sea la policia la encargada de desalojar a los manifestantes, ya que las fuerzas armadas se han puesto del bando contrario y su máximo responsable se ha sumado a la petición de cesión del gobierno. Un líder de la revuelta, a su vez, ha amenazado con extender los altercados a todo el país en el caso de que la policía intervenga.

No sé cómo acabará todo esto. Hace dos días me reía de las noticias y de sus alarmantes informaciones. “No conocen Tailandia”, pensaba, “en este país estas cosas no prosperan porque la gente cree demasiado en la monarquía y, en realidad, el gobierno que tengan les da más o menos igual”. Me equivocaba. Esta vez la cosa va en serio. No me preocupa demasiado todavía, sin embargo. Estoy en Chiang Mai y aquí se respira una tranquilidad absoluta –a pesar de que es en esta ciudad donde el primer ministro del país se ha refugiado-. Veamos a ver qué sucede.

Mumbai y Bangkok, India y Tailandia. Las niñas de mis ojos sumidas en el caos. No puedo evitar preocuparme por ellas.

martes, 25 de noviembre de 2008

Lahu Village Yoga and Massage Course: el desenlace


Ya estoy de nuevo en Chiang Mai –con un empache del mil, por cierto, tanto engullir huevos fritos, bacon, chocolate, pesado fresco y batidos de fruta no puede ser bueno-. Se acabaron los días en la Lahu Village y con ellos mis comidas vegetarianas, mis madrugones con los gallos como despertador, los cafés y los banana pancakes en la casa del vecino, los masajes de 2 horas cada día -qué gusto estudiar algo en lo que la mitad del tiempo te toque simplemente tumbarte y disfrutar-, las partidas de Uno con normas inventadas, el yoga como combustible diario, las carreras en la parte trasera del jeep con el aire azotándote en la cara, las luchas nocturnas con los escarabajos voladores gigantes -o las arañas, los ratones, las polillas- en mi habitación, mi saco de dormir y mis siete mantas, los pies siempre cubiertos de barro, los mediodías de lectura echada sobre la plataforma de bambú bajo el sol, los geckos como nana, los cerdos revolcándose cerca de la cocina, hacer cola en la ducha con agua caliente a las 8 de la mañana, las charlas a media luz, las confidencias, los “dobelyooooo” para todo –como “W” en inglés, es la palabra lahu para decir “hola” y “gracias”-, los niños persiguiéndome, el bueno de Boby protegiendo mi sueño a la puerta de casa.

Ha estado genial. Una experiencia que recomiendo a todo el mundo. Y no sólo por el thai massage -que también: es increíble lo mucho que he aprendido en tan poco tiempo-, sino sobretodo por el entorno, por la paz, por la atmósfera ideal para desconectar del mundo de ese lugar situado en medio de las montañas.

Me costará olvidar a Chochoi -como ya me pasara con Anal, mi guía en tierras nepalíes, este nombre también al inicio me provocaba carcajadas-, nuestro profesor. Y a Oliver, el assistant, un alemán extrañísimo con el que -y del que- nos hemos reído mucho. Y a Elisa, Charles, Rowan –los más serios del grupo-, Nicolas y Hanna –la pareja, con lo que ahora sigo conviviendo, pues se alojan en la habitación contigua a la mía en la Rama GH-. Y sobretodo a Romain, el francés, con el que, seguramente por el tema del idioma –los demás eran todos nativos english speakers- y porque era mi vecino de boungalow, es con el que he congeniado más. También éramos los únicos fumadores. Y eso une.

Los echaré de menos a todos. Y a la aldea, a mi cuarto, a mi chaqueta por la noche, al silencio, a la paz, a los paseos entre verde a las 6 de la mañana. Hoy Chiang Mai me parece una ciudad riudosa –aunque sé positivamente, que es de las más tranquilas de Asia-. Otra mala jugada de mi subconsciente. Ya van varias.

miércoles, 19 de noviembre de 2008

Lahu Village Yoga and Massage Course (Segunda Parte): el ecuador


Ayer cruzamos el ecuador. Nos movimos del Trópico de Capicornio al Trópico de Cáncer en el contexto del curso de masaje tailandés. Tras cinco jornadas entrenando diferentes partes del cuerpo (piés y líneas de las piernas el primer día, ejercicios con una pierna el segundo, ejercicios con las dos el tercero, estómago, pecho, barazos y manos el cuarto y side position el quinto), ayer tocaba simplemente practicar. Nos empleamos a fondo toda la mañana, colocados por parejas dimos y recibimos un masaje de dos horas cada uno. Y por la tarde, después del almuerzo y con los deberes hechos, tomamos un jeep y nos fuimos de excursión a las cascadas. Encendimos un fuego, nos bañamos y nos sentamos a su alrededor para calentarnos después. Luego bajamos a la ciudad más cercana, donde el simple hecho de comer pollo –después de tanta dieta vegetariana- o de poder entrar en un Seven Eleven para comprar chocolate parecía un milagro –yo cargué la bolsa con chocolatinas de todo tipo, ya os podéis imaginar, estoy servida para los próximos seis días en el poblado Lahu-. Me gustan estas temporaditas de abstinencias varias que luego te llevan a apreciar los pequeños placeres mucho más. Creo que es algo que todos deberíamos llevar a cabo de vez en cuando. Aunque sé por experiencia que cuando se está en la comodidad de la propia casa es complicado de probar.

Tras el paseo por la ciudad, el abastecimiento de provisiones y el ejercicio de engullir cuanta más carne mejor, nos movimos a unos hot springs no muy lejanos. El lugar era turísitco de cojones, por lo que no triunfó demasiado, pero aprovechamos el rato para comer un poco de cerdo rustido más. Hoy tengo dolor de barriga. Y no me extraña.

Ya de camino hacia la aldea Lahu, Oliver –un assistant alemán-, Nicolas –el chico californiano-, Roman –el francés- y yo, nos apeamos en una Guest House de la zona para jugar al billar. Fue divertido. Bebimos cerveza y nos retamos a ver quién era peor. Gané yo, no cabe duda. Y sin embargo, según las reglas del juego, también vencí en todas las ocasiones sobre la mesa de pool. La suerte del principiante, dicen. O quizás simplemente que el resto estaban demasiado borrachos como para apuntar.

Hemos cruzado el ecuador. Quedan seis días más. Ojalá se aternizaran. Me siento muy a gusto aquí.

lunes, 17 de noviembre de 2008

Lahu Village Yoga and Massage Course (Primera parte): El chiste


He titulado así por como empieza la historia: eránse dos norteamericanos, dos ingleses, una noruega, un francés y una española. Siempre he pensado que cuando viajo muchas de mis anécdotas tienen inicio de chiste, de uno de esos chistes malos que juegan con las nacionalidades de los implicados. Hoy sigo teniendo esa sensación –la presencia del francés le da el punto cómico definitivamente, mientras que el inglés y el español quedan deslucidos porque en el primer caso son dos en lugar de uno y en el segundo es un personaje femenino, oséase, yo misma, y en los chistes de este tipo los personajes acostumbran a ser varones-.

Total, que así empiezan mi historia y mis días en el curso de masaje tailandés. Siete guiris, trece días, seis horas de clase diarias, una de yoga, media de meditación, tres comidas a a base de arroz y vegetales, muchas tazas de ginger tea. Una suerte de Gran Hermano intensivo en el que uno acaba encajando por pelotas, aunque al inicio sienta que no tiene mucho que ver con el resto de sus compañeros.

Nos hallamos a unos 80 kilómetros de Chiang Mai, en una aldea Lahu –minoría étnica originaria del Tíbet pero que ahora podemos hallar por toda Asia ya que su pasado nómada los dejó encerrados en diferentes países con la creación de las actuales fronteras-. Aquí se hace uno de los cursos de masaje tailandés de la Sunshine School, una de las más prestigiosas del norte de Tailandia. Hacía tiempo que quería aprender esta técnica ancestral –que proviene de India, paradójicamente- y se me antojó hacerlo en la Lahu Village, para disfrutar de una experiencia diferente y poder relajarme absolutamente por unos días –si no fuera por Internet, estaría absolutamente fuera del mundo, pero me he comprado un módem portátil básicamente por cuestiones de trabajo-.

Y aquí estoy. Desde el pasado jueves. Durmiendo en el suelo de mi pequeño bungalow de bambú, con una dieta estrictamente vegetariana y compartiendo experiencias con mis seis compañeros, todos ellos mucho más sanos, más espirituales y más metidos en esta movida que yo –dos de ellos son profesores de yoga, para que os hagáis una idea-. Al inicio pensé que no cuajaría con ellos. Prejuicios. Tras unas horas teníamos mil temas de conversación, tras dos días nos reíamos juntos, tras cuatro ya los empiezo a querer.

Mis días comienzan a las 6 de la mañana. A las 6:30 tenemos clase de yoga sobre una plataforma de bambú cuyo límite cae a plomo sobre las montañas. A las 8 desayuno, a las 9 media hora de meditación y, a su término, seis horas de clase de masaje tailandés con un descanso para la comida. Los días pasan rápido. No nos damos cuenta y ya volvemos a estar sentados sobre el suelo de la cabaña en la que desayunamos, comemos y cenamos: la noche como telón de fondo, la guitarra como única compañía, fruta de la pasión y bananas en lugar de cervezas, historias de diferentes países para compartir, el maloliente Boby –sí, estáis en lo cierto, con este nombre sólo podía ser un perro- custodiando la escena.

Me siento en paz. Creo que nunca había sentido tanta paz cómo la que estoy sientiendo estos días. Y ya sabéis que yo siempre he sido bastante escéptica con estos temas. Pero me rindo ante la evidencia: el yoga, la acupuntura –con el thai massage se tocan muchos de sus puntos de presión-, y el masaje que trabaja sobre las líneas energéticas del cuerpo, funcionan en realidad. No es cosa de pirados. Funcionan. Y me hacen sentir como en una nube a pesar del dolor que siento en todos y cada uno de mis músculos (en parte porque dar masaje es muy cansado, en parte por que recibirlo puede ser doloroso, en parte por el yoga y en parte también porque aquí hace frío y duermo en tensión bajo siete mantas). El intercabio de energía entre masajista y masajeado es tal que, por poner un ejemplo, hoy, Rowan, la chica inglesa, ha roto a llorar estrepitosamente al término de uno de mis masajes sobre su estómago. Reía y lloraba a la vez mientras me aseguraba que no le pasaba nada, que sólo había sentido como con mis manos revolvía sentimientos enquistados en su interior. Que le había ayudado a liberarlos.

Sí, a mi también me suena raro. Pero tras lo que estoy experimentando en mis propias carnes estos días, me lo creo todo. Seguiré contando.

miércoles, 12 de noviembre de 2008

Loi Krathong o el por qué de ser romántica

Ayer hice la cursilada del año -he llenado el cupo, hasta el 2009 nada-. Y ya sabéis que yo soy poco dada a romanticismos y pamplineces innecesarias. Que soy sensible, sí, cariñosa, también, pero los ramos de flores, la cenitas a la luz de las velas y los besitos sobre la Torre Eiffel me dan hurticaria. Y sin embargo ayer, yo y todas mis manías, nos subimos de la manita sobre un barco con cena, velas, música y demás, surcando Chiang Mai bajo mil constelaciones de globos encendidos y compartiendo agua con innumerables barcos florales portando incienso y llamas.

Todo tiene una explicación. No es que me quiera justificar, es que la tiene. Se acercaba Loi Krathong, el festival budista de las luces en el que se rinde homenaje a los dioses del agua. Sebastian –un colega alemán de 22 años que lleva uno y medio viajando por Australia y Asia- y yo queríamos un buen sitio para verlo y pensamos en reservar mesa para ese día en uno de los restaurantes ubicados a pie de río. Pero no reservaban mesa en el local, nos dijeron, sólo si queríamos cenar en el bote que recorría el río. Pensamos que sería una buena posición, como tener butacas en tribuna ante un Barça-Madrid, ya me entendéis. Y dijimos que sí.

Y ayer era el día del inicio del festival, el día cuya mesa en el bote estaba reservada. Fue bonito, tengo que reconocerlo. El Loi Krathong siempre lo es –el año pasado ya tuve la suerte de vivirlo en Chiang Mai también-. Fuegos artificiales por todas partes, los monjes jóvenes tirando petardos en cualquier rincón, centenares de globos de papel encendidos com estrellas gigantes en el cielo, barquitos de flores con velas navegando por el río. La gente en la calle, la rua, la fiesta, la alegría tangible, densa, casi material flotando en el ambiente. Y nosotros ahí, sobre el barco, testigos privilegiados de todo, sonrientes y despreocupados, con nuestra thai food, nuestra cerveza –sólo faltaba el cigarro-.

Hoy repetimos, pero a pie de calle, entre el mogollón, para vivirlo de un modo más real y menos apartado. Todavía tengo que poner mi barquito encendido sobre el río y lanzar mi globo al cielo –y con él todas las cosas negativas del año pasado-. Sin ello, el Loi Krathong no está consumado.

Pero que quede clara una cosa. Sólo fui romántica por necesidad, ¿entendido?. Que una tiene una reputación que mantener.

domingo, 9 de noviembre de 2008

Abajo las fronteras

Hace un par de de días tuve que salir hacia Myanmar. Obligada. Nada de turismo u ocio, simplemente pura burocracia. Papeles. Un sello. Una nueva página de mi pasaporte marcada. Un negocio asqueroso que se basa en cruzar una frontera para volver a traspasarla.

Me explico. Se trata de los trapicheos del visado. En Tailandia tienes visa on arrival. Veintiocho días exactamente. Veintiocho: ni uno más -aunque sí los que quieras menos-. Antes de que se acaben debes salir del país. Definitivamente si quieres; sino –que es mi caso- debes perder un día en ir hasta la frontera más cercana y cruzarla en ambas direcciones –sales de Tailandia hacia el país vecino y entras de nuevo, todo en menos de una hora-. Y ya vuelves a tener veintiocho días de nuevo. Francamente estúpido si te paras a pensarlo.

La tontería lo es menos cuando reflexionas sobre el dinero que eso comporta no sólo en Tailandia, sino también en sus países vecinos. En Tailandia el negocio del visa run –ese tipo de trip para renovar el visado- es la ostia. Todas las agencias de viaje lo ofrecen: “Visa run a Mae Sai, 650 bahts, mini van con aire acondicionado, salida a las 7 a.m. y regreso a Chiang Mai a las 5 p.m., le recojemos en su hotel, interesados pregunten en el interior”. En Myanmar, a su vez, te cobran 500 bathts por cruzar la frontera. Quinientos bahts que van directos a las arcas de la dictadura birmana. Mierda. Yo no quiero contribuir a esta basura. Pero no me dejan más opciones. O eso o largarme a Laos, Camboya o Malasia –los demás vecinos de Tailandia-. Pero me quedan bastante, bastante lejos.

Próximo visa run, el 6 de diciembre. Volveré a regalar mi dinero para que vuelvan a acceptarme en territoio tailandés 28 días más. Es una suerte de chantaje. Pero al menos, la próxima vez espero encontrarme más cerca de otra frontera y no darles mis 500 bahts a los cabrones birmanos. No quiero que financien su dictadura con mis donaciones obligadas.

sábado, 8 de noviembre de 2008

¿Qué es la libertad?

Hace días que le doy vueltas a la cuestión. La culpa la tienen Murakami y su libro Kafka on the shore –mi ultima adquisición, tras La reina del sur de Pérez-Reverte se me antojó leer algo en inglés; suelo combinar-. En la novela del afamado japonés, el protagonista huye de su vida y de su casa en busca de la universalmente ansiada libertad. Y tras un par de noches en su nueva situación, reflexiona:

“I’m free, I think. I shut my eyes and think hard and deep about how free I am, but can´t really understand what it means. All I know is I´m totally alone. All alone in an unfamiliar place, like some solitary explorer who’s lost his compass and his map. Is this what it means to be free?”
Me sentí identificada. Murakami le dio al interruptor que encendió la bombilla de la clarividencia. Jamás lo había pensando así antes. Nunca había establecido ninguna relación entre libertad y soledad –más allá de la que siento cuando estoy soltera, es decir, la mayor parte del tiempo, y que me hace declararme single por convencimiento-. Y creo que lleva razón.

Yo me siento infinitamente libre. Es cierto. Cada día desde que empecé a vivir como vivo. No hay mañana, en la que al despertar, no me sienta increíblemente afortunada por estar donde estoy, por saber que el siguente paso depende sólo de mi, que puedo decidir quedarme o seguir, declararme en huelga de brazos caídos a o tomar un tren, un vuelo, un bus, hacia el mar o la montaña, hacia una ciudad grande, hacia un lugar remoto e incluso, si se tercia, tomar un avión de regreso a casa. Todo está en mis manos -o prácticamente todo, la fortuna y las casualidades siempre tienen algo que decir-. Pero es así –y aquí es donde entra Murakami- porque estoy sola. Sí, ese ha sido mi descubrimiento de hoy. Soy libre porque estoy sola. Si viajara con alguien todo sería diferente; de hecho he comprobado que lo es, cuando conoces a alguien y superas la barrera de los tres días –tres días por decir algo, me refiero a cuando superas el estadio de “tú en tu casa, yo en la mía”, cuando os encontráis ya no sólo para cenar o hacer una excursión puntualmente, sino que os proponéis compartir viaje y días-. Cuando viajo sola puedo decidir si ponerme o no el despertador, si levantarme a su primer ring o apagarlo y dormir hasta las 12; puedo decidir comer en horario local, en horario español o simplemente hacer caso a mis tripas y comer cuando me apriete el hambre; puedo decidir pasarme el día pateando o tirada en un bar sin sentirme culpable; puedo gastarme una fortuna en un hotelazo o irme a la guest house más cutre sin tener que ponerme de acuerdo con nadie; puedo desaparecer o estar, huir o permanecer, guardar silencio o hablar, leer o simplemente mirar cómo gira el ventilador en el techo, dormir desnuda o vestida, con la luz encendida o apagada, ordenar mis cosas o tener la habitación hecha un desastre, escuchar Mecano sin que nadie me diga que eso está muy anticuado. Puedo ser yo sin -apenas- convencionalismos sociales.

Me entristece el descubrimiento. Ahora sé que la libertad es siempre caduca. Porque nadie quiere estar solo toda la vida. Ni siquiera yo.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

Aterrizaje forzoso

Tal fue mi aterrizaje en Chiang Mai a la vuelta de mis días en Mae Hong Son. Llegé el domingo por la tarde, prematuramente porque mi ordenador entró en coma profundo y debía arreglarlo cuanto antes –mi reportaje de las Long Neck ya prácticamente acabado estaba en el interior-.

Llegué a la estación de autobuses hacia las 6. Me cargué la mochila a la espalda y me dispuse a buscar un tuk-tuk que me llevara hasta la Guest House. Pero ante el timo asegurado que supone ser blanca y viajera en la estación, decidí caminar hasta la carretera, donde el timo, aunque insalvable, lo es cuantitativamente menos.

Paré a un tuk-tuk compartido, negocié el precio y salté al interior. Todavía estaba descargando las bolsas cuando el conductor arrancó de golpe y la inercia del brusco movimiento hizo caer una de mis bolsas –la que lleva el portátil y la cámara , ni más ni menos- a la carretera. No me lo podía creer. Intenté que el tío parara golpeando las paredes del vehículo y chillando, pero como no se daba cuenta de nada, y sin ni siquiera parame a pensarlo, salté. Salté del coche en marcha con la mochila de 20 kilos a la espalda –todavía no me había dado tiempo a quitármela-. Y como era de esperar, aterricé de culo.

Era para haberme visto. La calle se paralizó –lo que fue perfecto para que nadie atropellara mi mochila, todavía ahí, en el suelo- y todos me miraban con cara de interrogación. ¿Qué hace esta tía saltando de un coche en marcha, con una michila a la espalda y en medio del tráfico? Pues intentar salvar mi ordenador y mi cámara, señores. A ver si se pensaban que lo hacía por no pagar.

Y los salvé. De ser atropellados o de que algún listo se hiciera con ellos antes de que yo los pudiera alcanzar. Pero para ello me expuse yo a ser atropellada. Olga, te lo he dicho mil veces: pensar primero, actuar después. Nunca aprenderé.

El mañana no existe –o making off del extraño encuentro con las mujeres jirafa-

Con esta frase empezó todo. Me la dijo –o me la escribió, ya que llegó a mí en forma de correo electrónico- el director de uno de los periódicos españoles para los que estoy trabajando. “El mañana en esta profesión no existe”, dijo exactamente. O lo que es lo mismo: o lo haces ya o no lo haces.

Habian dicho que sí a una propuesta de reportaje mia, pero no podían esperar. Así que un poco a regañadientes pero sabiendo establecer prioridades, cancelé el curso de masaje que se suponía que debía empezar al día siguiente y me fui para Mae Hong Son a pasar el fin de semana. Allí debía entrevistarme con una mujer jirafa –esa había sido mi proposición (in)decente al medio en cuestión-. Con una mujer jirafa que habla perfectamente español, para más señas. Lo logré, no las tenía todas pero lo logré.

A primera hora de la mañana del sábado tomé una moto-taxi para Nai Soi, a 30 kilómetros de Mae Hong Son, el poblado Long Neck en el que se suponía que debía encontrar a María José, auque en aquel momento yo pensaba que se llamaba –que se hacía llamar- Mari Pepi. Eso me habían dicho Ramón y Nuria, la pareja de catalanes de Chiang Mai que conocí hace un año y que fueron el embrión de todo, cuando por aquel entonces me contaron la historia de una tal Mari Pepi, mujer jirafa que hablaba español y podía explicarme cosas muy interesantes de cómo estaban siendo explotadas como atracción turística en Tailandia. Al contactar con ellos este año de nuevo y preguntarles en qué campamento se encontraba la chica, sólo supieron decirme que en uno de los dos que se hallaban en las proximidades de Mae Hong Son, en el más turístico. Así que me pasé el viernes por la tarde preguntarndo por el pueblo cuál era el que recibía más visitas de los dos. Y ganó Nai Soi.

Y allí estaba yo para comprobar si la suerte estaba de mi lado. Pagué los 250 bahts imprescindibles para entrar y me adentré en el poblado despacio, mirando alrededor y sorprendiéndome por lo vacío que parecia estar todo aquello. Lo había imaginado diferente: repleto, bullicioso, vivo. Lleno de Long Neck y de turistas. Y no sólo yo era la primera visitante del día, sino que allí no había más de una docena de personas repartidas por los porches de las diferentes casas; comiendo, charlando, haciendo frente a un nuevo día.

Comencé a preguntar por Mari Pepi y todos ponían cara de no saber de qué les hablaba. Pero cuando mi desesperación estaba alcanzando cuotas insuperables, dí con alguien que me dio la clave: “no se llama Mari Pepi, sino Maria José; y ya no vive aquí”. Me quería morir. Pero no perdí la calma y seguí interrogándola. Maria José se había mudado al campo de refugiados que se extiende justo al lado de la aldea Long Neck hacía un par de años y, aunque no podía acceder ahí, alguien de la aldea podía ir a buscármela. Tuve que insistir bastante en ello, subrayando lo importante que era para mí hablar hoy con ella. Y pagar 150 bahts, en teoría por el petróleo de la moto con la que irían a buscarla, aunque yo sabía no era por eso sino por las “molestias” –a saber, los asiáticos siempre intentan sacarle a uno dinero por todo con cualquier excusa-.

Mientras esperaba a que el chico estuviara de regreso con María José, me invitaron a desayunar con ellos. Y allí encontré a la persna que le iba a dar un giro a mi artículo: Mariana. Me saludó con una “Hola” perfecto nada más verme entrar. Y yo sonreí satisfecha por el hallazgo. Si Maria José ya no vivía en la aldea ni llevaba los collares que caracterizan a las Long Neck, allí estaba la solución al problema. También hablaba español y ella sí que lucía los aros y las pintorescas ropas tradicionales que le iban a dar color y exotismo al reportaje. Charlamos durante cerca de una hora y me explicó algunas cosas de lo más interesantes. Pude comprobar lo que pesan esos aros –más de 8 kilos a veces-, que no se los pueden quitar nunca y que algunas de ellas los llevan porque realmente quieren mantener la tradición –otras, sólo porque el gobierno tailandés les da dinero por seguir haciéndolo-. Le compre una tobillera a modo de agradecimiento y nos reímos juntas cuando me disfrazó de Long Neck Karen.

En seguida llegó Maria José y la invité a comer algo en el bar de la entrada. Era mucho más joven de lo que había imaginado -22 años muy bien aprovechados- y hablaba el castellano casi perfectamente. Me sorprendió. Me sorprendió su nivel de español, pero también el hecho de que entendiera el vasco, su vestimenta occidental, su desenvoltura al hablar de cualquier tema, su franqueza al retroceder en el tiempo para explicarme dolorosas experiencias -de cómo el ejército birmano abusaba de su aldea, de su tío fusilado, de su padre realizando trabajos forzosos para la armada, de su huída hacia Tailandia, de sus días en Nai Soi, de su traslado al campo de refugiados, de sus ganas de irse a vivir a Nueva Zelanda beneficiándose de un plan de reasentamiento-. Hablamos durante cerca de cinco horas que se hicieron brevísimas y me despedía de ella con la pena de saber que no volveríamos a vernos.

Ya tenía mi historia y a las dos protagonistas de ella. Tan dispares y a la vez tan parejas. Dos historias que nacen de la guerra, del éxodo, del huir de un país en el que ya no se las quiere, que se encuentran en Nai Soi como víctimas de la explotación turística tailandesa y que luego se separan porque una tiene sed de mundo y la otra sigue creyendo estar haciendo lo correcto.

Y hasta aquí puedo leer. Tal es el making off de mi reportaje. Interesados en el resto, consulten el suplemento “Crónica” de El Mundo el próximo domingo. Gracias.

miércoles, 29 de octubre de 2008

Tres meses

Ayer hizo justo tres meses que hice las maletas por última vez. Tres meses desde que decidiera hacer de la nada mi patria, de Asia mi tutora, del verde y el azul mi bandera, de los pies mi vehículo, de las sonrisas mi motor, de la adrenalina mi droga, del sol mi techumbre, del calor mi abrigo, de un hombro mi amigo, de cualquier colchón un hogar. Tres meses ya. Tres meses en los que las semanas se atropellan, en los que los días y las noches se confunden, en los que el reloj avanza sin remansos ni tiempos muertos ni piedad. Tres meses ya. Tres meses, cinco aviones, diez mil kilómetros, noventa y dos lunas, veintiséis hoteles, dos pares de zapatos, nueve reencuentros, dieciocho kilos de mochila, dos trenes nocturnos, tres mil ciento cuarenta y una fotografías, tres monedas diferentes, treinta lavanderías, cuatro masajes, cientos de besos, una ración de gusanos, otra de hormigas, seis libros -de los cuales: dos de regalo, dos comprados y dos más intercambiados-, un corte de pelo, dos fiestas, cuatro room mates, cuatro países, algunas lágrimas, mil sonrisas, treinta y tres direcciones de correo electrónico, cinco amigos, muchos conocidos, varios madrugones, doce templos, algunos países con gente a la que visitar, nuevos horizontes, un cubo de recuerdos, dos libras de sueños por soñar.

Tres meses lejos de Barcelona que vienen a sumarse a los casi diez de las otras veces. Tres meses lejos de los míos, de mi habitación roja, de mi cama, de mi calle, del quiosco de la esquina. Tres meses sin llamadas ni mensajes, sin sesión golfa, sin cortados descafeinados de máquina. Tres meses sin la alegría de encontrarme el ascensor en mi rellano al salir de casa. Tres meses sin vino y sin paella, sin televisión en castellano, sin mi armario repleto de ropa y de zapatos. Tres meses sin mi gato acurrucado a mis pies, sin perfume, sin citas, sin besos en el portal, sin domingos de película y manta. Tres meses sin oír a mi madre quejarse de que no me ve el pelo -ahora me lo ve menos pero no se queja-, sin coger el metro, sin conducir mi tartana, sin mirar por la ventana de mi habitación y ver solo ropa colgada. Tres meses sin mis tres despertadores, sin pasear de noche por una calle conocida, sin saludar al panadero, sin gimnasio, sin escapadas de fin de semana. Tres meses sin pensamientos negativos, sin preocupaciones en masa, sin odiarme a mi misma por no saber lo que quiero o por saberlo demasiado bien y estar haciendo nada. Tres meses sin todo lo que me es propio pero más yo que nunca, más fiel a mi misma, más entera, mas valiente, mas sana.

Tres meses sin mi vida y más viva que nunca, sin embargo. Tres meses de los que no cambiaria ni una coma, cuando en Barcelona siempre pienso que quizás hubiera sido mejor tomar la puerta de al lago. Tres meses completa y diluida, feliz, dulce y amarga. Tres meses de quieros y puedos, de acción y reflexión, de adjetivos y verbos, exclamaciones y pausas.

martes, 28 de octubre de 2008

El intruso a medianoche

Realmente no fue a medianoche, pero me he permitido la licencia -¿poética?- de titular así, porque "madrugada" me rompía el ritmo. Pero sucedió de madrugada, a eso de las cuatro, cuando yo estaba profundamente dormida -y lo sé porque soñaba: con K, con su ordenador o con el mío, con una llamada telefónica temprana-.

Ya tenemos el escenario: cuatro de la mañana, una habitación en el tercer piso de una Guest House situada en algún punto de Chiang Mai, una chica -presente- durmiendo semidesnuda sobre una cama king size. Y de repente algo sucede que la arranca del sueño de cuajo. Se despierta sobresaltada, mira instintivamente hacia el lugar del que proviene el ruido. Y lo ve. La puerta de la habitación está abierta y hay un tío en el umbral. Se asusta. Se tapa como puede con la manta que se amontona arrugada a sus pies y le chilla algo ininteligible incluso para ella misma con el único objetivo de que el tipo se marche. Está medio dormida y le cuesta comprender. Pero el tipo no se marcha. Sigue ahí, perplejo, mirándola sin saber muy bien que hacer. Cerrar la puerta e irse sería una buena opción. Pero está demasiado borracho o demasiado excitado por la imagen medio desnuda de ella como para hacerlo. Ella gatea sobre la cama hasta alcanzar el interruptor de la luz. La enciende. Y el tío sigue ahí. Ella le grita un contundente "Go out" y él, todavía sin moverse, sólo acierta a disculparse con un "Sogggrrry, I made a mistake" pronunciado de esa manera que sólo los franceses -seguidos por los israelíes- saben hacer.. Gabacho. Gabacho tenía que ser.

Ella cierra la puerta de un portazo sin responder y se mete en la cama con el corazón palpitándole en la garganta, en las ingles, en los dedos de los pies. Tras un par de minutos, unos gemidos en la habitación contigua le impiden volver a conciliar el sueño. Por lo visto el chico ha encontrado a la chica que buscaba. Hay que joderse.

lunes, 27 de octubre de 2008

Mi mate

Pronunciado “meit” in english, nada que ver con el amargo brebaje argentino que tanto gusta por esas latitudes. No. Mate, en inglés; compañera, en cristiano. O lo que es lo mismo: Olga. El gran descubrimiento de mi mes de octubre.

Llegó hace dos semanas largas y se marchó ayer. Yo apenas la conocía. Es la cuñada de una gran amiga mía y ésta nos puso en contacto cuando yo estaba en Barcelona unos meses atrás. Olga quería trabajar como voluntaria en algún lugar de Asia y Vicky pensó que yo podría echarle una mano. Quedamos en Gracia, en la Musaraña -ahora, al escribir su nombre, una oleada de nostalgia me ha invadido-. Tomamos varios cafés y hablamos -hablé- durante un par de horas sobre el campo de refugiados Karen, sobre mi experiencia allí y lo mucho que la recomendaba. La convencí. Aunque es probable que ella ya estuviera convencida de antemano. Sólo necesitaba el último empujoncito.

La fortuna quiso que cuando llegó a Bangkok, yo estuviera también ahí y decidiera regresar con ella al campo de refugiados. Eso fue el inicio de una gran amistad -estoy absolutamente segura-. Ha sido una compañera de viaje -y experiencia- perfecta. Sin conocernos de nada, partiendo de cero -o de 0’5, si aquellas dos horas de charla en la Musaraña cuentan para algo-, hemos sabido caminar de la mano, avanzar juntas y complementarnos a la perfección. Ni una pelea. Ni una mala palabra. Sólo confesiones, debates vitales, muchas risas y alguna lágrima.

Ayer se fue. Y anteayer lo celebramos. Yo había conocido a un francés aquella tarde tomando algo en un bar y nos invitó a una fiesta por la noche. Tras una vuelta por el mercado nocturno de Chiang Mai, Lom nos vino a recoger con el coche -él vive aquí, igual que el español que después conoceríamos-. Fuimos a buscar a unos amigos suyos a un restaurante -un gallego, un suizo y el resto thais- y nos movimos a un local con espectáculo en directo para acabar en el Spicy. Qué recuerdos. El antro de más mala muerte de todo Chiang Mai, que el año pasado ya había visitado en un par de ocasiones. Hasta donde recuerdo, lo pasamos bien. Bailamos, bailamos y bailamos. Y acabamos la noche en un chiringuito comiendo sopa de noodles y comentando la jugada.

Aquella noche fue la última con Olga. Ahora toca echarla de menos.

viernes, 24 de octubre de 2008

La jaula de oro

Así titulé mi primer artículo sobre Mae Ra Moe, publicado por Lonely Planet hace casi un año. En aquella ocasión, me internaba en el campo de refugiados sin más referente que el de los noticiarios de televisión cuyas enormes explanadas polvorientas, tiendas de campaña, llantos de niños y multitudes peleándose por la ayuda internacional, me habían acompañado durante más de una sobremesa. Inconscientemente, esperaba encontrarme eso; eso que atribuimos a la expresión "campo de refugiados" en nuestro imaginario colectivo -forjado a golpe de fotografía sensacionalista, recorte de diario y reportaje de la 2-. Pero nada que ver. El campo era un lugar precioso: una maldita jaula de oro. Una puta carcel de paredes transparentes colocada en medio del paraíso. Esta segunda vez, aunque ya sabiendo de antemano lo que me esperaba, me sorprendía pensando lo mismo. Y era todavía más bonito de lo que recordaba.

La historia

La historia de los Karen tiene que ver con la nuestra. Con la de occidente y con la del daño que en su día hicimos al resto del mundo. Tiene que ver con la colonización, con los británicos, con promesas que nunca llegaron a cumplirse. Sobretodo una: la de otorgar un estado independiente a una de las etnias minorizarías de Birmania -la actual Myanmar-, los Karen. Pero los ingleses abandonaron el territorio y regresaron a Europa sin cumplir su parte del trato, dejando al país sumido en una sangrienta y nada ecuánime guerra que ya dura demasiado. Los birmanos aseguran que todo lo que queda en el interior de las fronteras les pertenece y pretenden hacerlo entender pistola en mano; los Karen encajan los golpes como pueden y siguen defendiendo que un pequeño territorio dentro de ellas debe ser su estado. El conflicto lleva perpetuándose varias décadas. Y con él la masacre, la quema de aldeas, las violaciones, las torturas, los asesinatos, las huidas al bosque -donde por increíble que parezca, existen familias enteras escondidas durante años- y los numerosos contingentes que acuden a Tailandia para ser refugiados.

El campo

El trayecto en el jeep hasta Mae Ra Moe ya me hizo retroceder en el tiempo: la misma carretera imposible, los mismos baches, el mismo volumen de fango en el que se hincaban las ruedas patinando, la misma vegetación espesa a lado y lado. En mi MP3, como siempre, Sabina. En mis venas, las ganas; en mi cabeza, la duda; en mi estómago, los nervios resonando.

Y al llegar al campo, bofetada de belleza. De verde, de agua, de risas, de sol de mediodía arrancando a la escena colores imposibles. El campo es un lugar bello. Por fuera y por dentro. Estéticamente perfecto en sus montañas verdes y frondosas, en su río de destellos plateados, en sus casas de bambú tradicionales, en sus amaneceres de postal, en sus vivos colores, en sus festivales impregnándolo todo. Espiritualmente es todavía mejor. Y no me refiero aquí a rituales, religiones ni opios del pueblo, sino a espíritu como aquello que insufla vida; y allí, de vida, van sobrados. Su desesperante situación, en lugar de amedrentar la esperanza, la espolea, la eleva al cubo, la lanza en forma de amplias sonrisas, de sueños y de ganas. Hablar con ellos ees tomar una lección de humildad, es entender que los sueños no mueren por imposibles, sino por olvidados. Y los suyos no lo están: siguen latentes, vivos, desbordados, presentes en todas y cada una de sus palabras. Creen en la paz -a pesar de estar en guerra-, creen también en la libertad -a pesar de estar amarrados-. Los pequeños quieren ser profesores, periodistas, políticos, médicos. Los mayores, ansian labrarse un futuro lejos de las cadenas que los asen al interior de unas fronteras imaginarias. Algunos lo conseguirían (existen programas para que los alumnos más destacados estudien en el extranjero, así como para familias que son acogidas por países como Canadá, Australia, Estados Unidos o Noruega); lamentablemente, no todos. Pero no importa. Sus ojos desprenden ilusión a cada palabra pronunciada.
Mae Ra Moe: 16.273 refugiados, siete secciones -como barrios-, una distancia entre punta y punta de más de hora y media caminando. Tres escuelas de secundaria, once de primaria, siete guarderías, once iglesias, dos templos budistas, una mezquita, cuatro hospitales, tres restaurantes, varias decenas de tiendas. Un pueblo en el exilio. Una típica aldea Karen de expatriados.

Mi casa

Esta vez no me alojaron con una familia, sino en la Guest House. Que aunque suene muy fashion no es más que una casa de bambú como las otras, con dos habitaciones, donde no vive nadie y que está destinada a albergar voluntarios. Al inicio pensé que no me gustaría, que hubiera sido más real volver a vivir con la familia de Mussy -sus criaturas siempre corriendo por el salón, su sobrino custodiando mis noches, y ella y yo sonriéndonos para entendernos sin hablar-. Pero me equivoqué. La Guest House ha sido una experiencia diferente. Ni mejor ni peor; pero igualmente auténtica.

La casa estaba contruída sobre pilares -para evitar inundaciones en época de monzón- y consistía en dos habitaciones, un comedor, una cocina y un cuartito en el que dormían nuestros dos ángeles -pero a ellas les dedicaré otro apartado-. El lavabo estaba fuera, en el patio, y no era más que un agujero en el suelo a modo de letrina y un enorme recipiente de agua del que con un cubo te echabas agua fría encima para ducharte.

Mi cuarto, perfecto. Una mosquitera, una esterilla en el suelo, un par de mantas, una almohada y una vela con la que poder distraer las noches cuando todo era negro ahí fuera -a las seis de la tarde se ponía el sol y no había electricidad más que en algunos puntos muy concretos del campo que cuentan con generadores-. Y, sin embargo, a pesar de las incomodidades, ahí he pasado algunas de las noches más memorables de mi vida. No tiene precio dormir totalmente integrada en la naturaleza, con el sonido del bosque como nana: los grillos, los patos, el río, las ranas, los gallos despertándote a las cinco de la mañana. Y, de tanto en tanto, los susurros apagados de mis dos ángeles al otro lado de la pared de bambú, su vela destelleando entre los tablones, el crujido de sus pasos de camino al baño.

Mis ángeles

Se llaman Snow Lay y Pow December y tienen 19 años. Vivían con nosotras, en un pequeño cuartito al lado de la cocina. Nos cuidaban. Esa era su misión. Alguien de ZOA -la ONG para la que trabajábamos- las había arrancado de sus casas -en las secciones 3 y 7 respectivamente-, para que fueran nuestras Cicerone, la muleta en la que sustentarnos estos días. Y lo fueron. Vaya si lo fueron. Nos cocinaban, nos enseñaban los rincones escondidos del campo -excursión a las cascadas incluída-, nos guiaban cuando no encontrábamos el aula -en forma de choza- en la que debíamos dar clase. Y nos amenizaron la estancia con su inocencia y su picardía, con sus canciones, con sus historias de teenagers, las visitas nocturnas de sus novietes, los bailoteos que hacían temblar la casa, mis clases de yoga que ellas seguían entre carcajadas. Todo ello cuando el sol caía -a las seis, ni un minuto más tarde-, después de cenar y con demasiadas horas sin luz para entretener por delante.




Nos emocionaron también. Las dos. Pow December con su llanto desconsolado cada vez que alguien pronunciaba que nos íbamos el viernes. Snow Lay con sus silencios que decían más que mil lágrimas.

Cómo las voy a echar de menos.

Mis alumnos y el Karen Times

Mi misión en el campo -igual que la última vez- era enseñar inglés. Pero esta vez lo encaré de modo diferente. La experiencia del año pasado me sirvió para darme cuenta de lo poco que importaba lo que enseñara o dejara de enseñar a nivel de gramática, ya que la desorganización de las clases llevaba a que eso mismo que yo explicaba ya se lo ha explicado otro antes; lo importante, aprendí, es que se divirtieran con una. Y que practicaran inglés, también, pero sobretodo que vieran que alguien se preocupaba por ellos, les hablaba, los escuchaba. Les llevaba aire fresco y se convertía en una mirilla por la que asomarse a un mundo que a ellos les estaba vedado. La otra vez entendí que lo más importante era estar, sin más. Y esta vez lo he puesto en práctica.
Así que decidí montar un diario del campo, el Karen Times, escrito por mis alumnos. Podrían practicar el writing, investigar sobre su entorno, divertirse; y ya intuí que, egoístamente, para mí, podría ser muy interesante. Y lo fue. El primer día les hice una introducción al periodismo, centrándome sólo en los diferentes géneros para que cada uno escogiera el que quería hacer; el resto de días, discusión en clase, trabajo en grupo y la teacher Olga resolviendo dudas. El último día: el resultado final. Aluciné. Sobretodo con algo tan tonto como las viñetas cómicas. Cuatro dibujos que resumen su realidad y su vida, sus ideas, sus valores, sus prejuicios. Juzgad por vosotros mismos.






Como apunte final, subrayar el respeto que allí se tiene al profesor. El silencio sepulcral en clase, la absoluta falta de absentismo escolar, sus "Good morning teacher" y "Thank you teacher" cada vez que una entra y sale del aula. Sus miradas atentas, sus preguntas inteligentes, su hambre de saber, de conocer, de ampliar sus horizontes cercados.



Mi gente

La vuelta al campo me permitió conocer nuevas personas y nuevas historias, pero sobretodo reencontrarme y profundizar en las antiguas. Mussy y familia -con nuevo bebé de apenas un mes en la casa-, Bonface -mi alumno favorito del año pasado, aunque esté mal que lo diga-, Therese y su hija Estela, encantadoras, fascinantes, despiertas; la una con 26 años se come el mundo y sólo sueña con llegar a Canadá -le han dado una plaza para irse a finales de año- y estudiar medicina, la otra con cinco aprende rápido y puede chapurrear el inglés mucho mejor de lo que muchos quisieran. Los adoro. Y me encantó poder ponernos al día frente a una taza de café en el bar, acceptar la invitación de comer en sus casas y volver a compartir un poquito de sus vidas.

Mis noches

Lo más mágico eran nuestras noches, cuando el sol se ocultaba tras las montañas, sumiendo el paisaje en una oscuridad absoluta tan sólo rota por el resplandor de las velas y sus llamas. Entones, con el día prácticamente terminado y los deberes hechos, los niños y adolescentes del campo acudían a nuestra casa en busca de entretenimiento. Lo más común eran las canciones acompañando la melodía de una guitarra y las confesiones a media luz -los bailes e imitaciones varias sólo cuando estábamos realmente animados-.

Veladas del todo inolvidables.

La despedida

El último día queríamos hacer algo diferente. En clase y en casa. En clase, lo solucioné con improvisadas lecciones de catalán y castellano a petición de los alumnos, con geografía pertinente que les ayudara a situar España en un mapa, bailando sobre la tarima La Macarena con ellos -estúpido, lo sé, pero siempre quise contrubiur a la difusión mundial de este baile y, además, pocas canciones españolas tienen una coreografía tan facilona y sencilla de enseñar y aprender-. En casa, Olga y yo decidimos darles fiesta a las niñas y encargarnos nosotras mismas de la cena. En el campo se dispone de pocos ingredientes pero había los suficientes para preparar pà amb tomàquet y tortilla de patatas. Invitamos a Bonface y Therese, dos de mis viejos amigos del año pasado. Y fue un exitazo.

Luego fiesta. La última. Una veintena de alumnos apareció por casa. Un par de guitarras, muchas risas y algunas lágrimas. Creo que fue en ese momento en el que decidí que volvería una tercera vez. Y lo sigo manteniendo.

Yo, yo misma y Olga

Siempre he pensado que el que ayuda a los demás, lo hace por si mismo en última instancia. Por egoísmo, por que en ese acto en el que está ayudando encuentra cierto placer -cierta limpieza de conciencia, cierto expiar sus pecados- que le hace sentir bien. Sigo pensándolo y lo digo. No es ninguna demostración de falsa modestia ni de palabrería barata; tengo auténtica fe en ello.

No he hecho nada grande -ni siquiera pequeño-. He hecho lo que egoístamente a mí me apetecía y me hacía feliz. Aunque siempre es mejor ser feliz haciendo el bien que haciendo el mal. Pero eso ya es otra historia.

Lo dicho, en el fondo -y a pesar de lo que pudiera parecer- sigo siendo una egoista. Una egoista cuyo capricho fue, esta vez, intentar ayudar en un campo de refugiados. Genial capricho.

Una imagen para el recuerdo...