En Dharamsala llueve. Y cuando en Dharamsala llueve, poco se puede hacer. Además, es fín de semana y eso significa que hasta el lunes no doy mi clase oral de inglés para exiliados tibetanos. En días así, odio quedarme en el hotel. Aunque llueva, me enfundo el chubasquero y salgo en busca de algo capaz de arreglarme el día. A veces lo hallo en forma humana -algún espontáneo interesante con el que conversar-; otras, no es más que un bar con encanto en el que leer, una canción escapada de algún balcón que me haga sonreir o un paisaje por el que valga la pena dejarse calar hasta los huesos. Hoy no encontré nada de eso, así que decidí arreglarlo a lo occidental: gastando.
Por la mañana, una sudadera y un par de bambas -lo cierto es que lo necesitaba, hace frío aquí y ya llevaba demasiados días en tirantes y sandalias-. Por la tarde, visita a la Beauty Parlour para que me hicieran todo lo que ponía en el menú. Me han depilado -primero con cera, pera acabarlo a lo tradicional: mediante un hilo enroscado agarrado a la boca que al desenroscarse te arranca los pelos rebeldes de cuajo-, me han dado un masaje de hora y media -unas manos masculinas por primera vez en mi vida, y tengo que reconocer que ha ido genial aunque al inicio tenía reparos- y me han cortado el pelo -sólo había que ver con qué estilo cogía las tijeras la chica para saber que más de uno os hubieráis levantado-.
He gastado 2000 rupias en todo ello -unos 30 euros al cambio-. Sigue lloviendo pero yo sonrio con mi ropa recién estrtenada, mi nuevo corte de pelo, mi piel suave y mi cuerpo relajado.
Oriente no me exime de los remedios de antaño.