sábado, 24 de abril de 2010

Periodismo ciudadano (o construyendo opinión de abajo a arriba)

Antes de ayer gané un pequeño/gran premio. Un premio joven pero con mucho futuro. Un premio periodístico para ciudadanos. Un premio modesto que contiene, sin embargo, la mayor de las ambiciones: democratizar la información en un sentido real, tangible, amplio. Antes de ayer gané el II Premio Periodista Ciudadano.
Todos sabemos cómo funciona esto del periodismo: los de arriba deciden qué debe interesarnos y qué no, de qué modo debemos pensar sobre cierto tema y los de abajo, sintiéndonos más o menos libres, acatamos. El periodismo ciudadano le da la vuelta a la ecuación: la opinión se crea de abajo a arriba. Es decir, son los mismos ciudadanos los que escriben sobre aquellos temas que les interesan, dicen lo que les venga en gana y lo cuelgan en la red, de manera que la opinión pública queda enriquecida. El que quiera ir más allá de lo que expresan los medios convencionales, tiene millones de artículos de personas anónimas al alcance de la mano (o de un click de mouse). El que no, puede, simplemente, ignorarlo.

Los periodistas tenemos un papel importantísimo en todo este tinglado. Nuestra intuición rastreadora nos lleva, a menudo, ante historias que deben ser contadas pero que, sin embargo, no tienen cabida en lo grandes canales de información tradicionales. No interesan. Bien porque muerden la mano que da de comer al medio en cuestión, bien porque están demasiado alejadas de las cuestiones sobre las que se quiere que reflexione el ciudadano. Es el caso del reportaje por el que he ganado el premio (“La prisión de los buenos”, sobre un campo de refugiados de una minoría étnica birmana). En su día, lo mareé de redacción en redacción y ninguna quiso comprarlo. Sin embargo, gracias a plataformas como Bottup, estos textos pueden ver la luz y mucha gente puede enterarse de temas que, de otro modo, estarían silenciados.

El premio es un viaje al país que yo elija para hacer un reportaje. He escogido Sierra Leona. Y en breve espero poder hacerlo. ¿El objetivo? Pasar unos días en el Hospital de Lunsar para ver in situ los beneficios y limitaciones de su unidad de telemedicina, gracias a la cual, los especialistas del Hospital de San Juan de Dios de Barcelona pueden diagnosticar y curar a sus pacientes africanos, situados a miles de kilómetros de distancia.

Gracias a Bottup por esta oportunidad. Desde aquí me comprometo a seguir publicando esas historias que no encuentran su lugar en la prensa diaria, de modo desinteresado. Por el simple placer de informar: de ciudadano a ciudadano.

sábado, 3 de abril de 2010

Se busca

Siento que he perdido el corazón. No sé cómo explicarlo. Hago las cosas y no les pongo alma. Ni una pizca. Eso es: no les pongo alma, ni estómago, ni vísceras. Ni nada. Simplemente las hago. Escribo, por ejemplo. Y en lugar de morderme la lengua para no escandalizar con mi sinceridad insensata, debo forzarme a escupir las palabras. Hurgo en mis pozos más profundos -viejas fotos, cartas rescatadas del olvido, nostalgia- a ver si se me despiertan las entrañas. Y sin embargo, no sucede. Me quedo ahí, impasible, echando de menos de forma exasperantemente serena, pacífica, sosegada, plácida. ¿Qué me pasa? ¿Dónde han ido a parar mi vehemencia, mi fuego, mis delirios, mis pasiones y mis ganas? Quiero que regrese mi inspiración -esa que nace en algún rincón de mi páncreas y viene a mi encuentro vestida con mil tules o desnuda, en forma de serpiente, de pecado, de manzana-. Camaleónica y feliz. Camaleónica y desgraciada. Esa que me lleva a reír o a llorar.

Y ya hace demasiado que no derramo ni una lágrima.

Demasiado.

Ya.

He perdido el corazón -no me lo han robado; entonces el calvario, el agujero descarnado y el dolor intenso me agitarían el alma-. Lo he perdido. Y eso -entiéndase bien- es mucho peor. ¿Dónde lo habré dejado? ¿En mi isla frente al mar

(¿es posible regresar del mar?)

o en aquel bar al que iba de adolescente y que cerró cierto día dejándome en la puerta con sed y cabizbaja? ¿En aquella primera mirada en la que te lo dije todo, en el humo suspendido de un instante -sólo uno- en el que sentí el mundo frenando bajo mis tobillos? ¿En los amigos que un día desaparecieron o en las noches de pódium, sudor y borrachera emocional en la que todos éramos uno? ¿En la India frente a un barrio de barracas o en Camboya junto a aquel niño que me pedía una moneda mientras yo continuaba devorando impasible un bocadillo? Quizás se fue en Suiza tras una campanada o saltó por la ventana tras dos copas de vino. Quizás fue… sí, yo creo que fue… ahí, precisamente ahí… donde mueren los…
(silencio)

Quizás fue en los adioses de aeropuerto, en las velas del pastel de cumpleaños que no tuve o en las sábanas donde a la piel le sobran las palabras. En una habitación de hospital que huele a limpio, en una servilleta con mi teléfono y mi nombre, en las horas perdidas mirando fijamente el móvil. En los besos en los que vomité mi esencia, en las maletas en las que arrastré mi vida, en los paisajes que me inmunizaron contra el síndrome de Stendhal. O más probablemente en el mar

(¿cómo podría uno regresar del mar?)

¿Dónde está mi corazón? Se perdió en algún momento entre mis quince y mis veintinueve años, en algún punto entre cuatro -de cinco- continentes.

Se ofrece recompensa a quien lo encuentre.