
Yo confío en ellos. Quiero saber de sus vidas, aprender, imaginar sus realidades por un momento. A veces lo consigo -ayer, por ejemplo, Trashi me contó cómo escapó del Tibet caminando montaña a través durante unos 25 días hasta poder refugiarse en Nepal-; la mayoría, me quedo en el intento. Unas cuantas palabras y, en seguida, notas que te quieren vender algo. O que te quieren llevar al huerto, a ver si con un poco de suerte te enamoras y les finacias los siguientes años. O quizás sí que les guste en serio, pero sólo para poder presumir de novia occidental, blanca, alta, rubia -en comparación a ellos lo soy- y con dinero. Es duro darse cuenta de esto: por mucho que me quedara a vivir aquí siempre sería la forastera. Jamás sería una de ellos.
Al margen de esto, disfruté de la noche. Fue divertido ver como todos bebían micheladas -esa porquería mexicana que me gusta a mi: cerveza, sal, limón y tabasco-, mientras luchaban por ver quién era el más guapo del pueblo.
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