martes, 23 de septiembre de 2008

Entre copas

Ayer salí de fiesta improvisada. Bueno, todo lo que se podría llamar fiesta en Dharamsala: dos cervezas en un bar en el que a las 23:00 te echan, con cuatro tibetanos de conversación dificultosa -hablan poco inglés, para que nos entendamos- y que no paran de tirarte los trastos. Me sentí un caramelo a la puerta del colegio, una perita en dulce, una blanca con dinero en medio de personas que ya están imaginando cómo gastárselo. No me gusta pensar eso, de veras que no me gusta. Pero a veces me siento así: un dolar con patas, una bolsa de dinero gigante, un boleto de loteria al que todos quieren jugar a ver si ganan. Quizás no sea sólo por eso. Quizás les guste también mi tez blanca, mi metro setenta de altura, mi pelo tirando a claro.

Yo confío en ellos. Quiero saber de sus vidas, aprender, imaginar sus realidades por un momento. A veces lo consigo -ayer, por ejemplo, Trashi me contó cómo escapó del Tibet caminando montaña a través durante unos 25 días hasta poder refugiarse en Nepal-; la mayoría, me quedo en el intento. Unas cuantas palabras y, en seguida, notas que te quieren vender algo. O que te quieren llevar al huerto, a ver si con un poco de suerte te enamoras y les finacias los siguientes años. O quizás sí que les guste en serio, pero sólo para poder presumir de novia occidental, blanca, alta, rubia -en comparación a ellos lo soy- y con dinero. Es duro darse cuenta de esto: por mucho que me quedara a vivir aquí siempre sería la forastera. Jamás sería una de ellos.

Al margen de esto, disfruté de la noche. Fue divertido ver como todos bebían micheladas -esa porquería mexicana que me gusta a mi: cerveza, sal, limón y tabasco-, mientras luchaban por ver quién era el más guapo del pueblo.

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