viernes, 24 de octubre de 2008

La jaula de oro

Así titulé mi primer artículo sobre Mae Ra Moe, publicado por Lonely Planet hace casi un año. En aquella ocasión, me internaba en el campo de refugiados sin más referente que el de los noticiarios de televisión cuyas enormes explanadas polvorientas, tiendas de campaña, llantos de niños y multitudes peleándose por la ayuda internacional, me habían acompañado durante más de una sobremesa. Inconscientemente, esperaba encontrarme eso; eso que atribuimos a la expresión "campo de refugiados" en nuestro imaginario colectivo -forjado a golpe de fotografía sensacionalista, recorte de diario y reportaje de la 2-. Pero nada que ver. El campo era un lugar precioso: una maldita jaula de oro. Una puta carcel de paredes transparentes colocada en medio del paraíso. Esta segunda vez, aunque ya sabiendo de antemano lo que me esperaba, me sorprendía pensando lo mismo. Y era todavía más bonito de lo que recordaba.

La historia

La historia de los Karen tiene que ver con la nuestra. Con la de occidente y con la del daño que en su día hicimos al resto del mundo. Tiene que ver con la colonización, con los británicos, con promesas que nunca llegaron a cumplirse. Sobretodo una: la de otorgar un estado independiente a una de las etnias minorizarías de Birmania -la actual Myanmar-, los Karen. Pero los ingleses abandonaron el territorio y regresaron a Europa sin cumplir su parte del trato, dejando al país sumido en una sangrienta y nada ecuánime guerra que ya dura demasiado. Los birmanos aseguran que todo lo que queda en el interior de las fronteras les pertenece y pretenden hacerlo entender pistola en mano; los Karen encajan los golpes como pueden y siguen defendiendo que un pequeño territorio dentro de ellas debe ser su estado. El conflicto lleva perpetuándose varias décadas. Y con él la masacre, la quema de aldeas, las violaciones, las torturas, los asesinatos, las huidas al bosque -donde por increíble que parezca, existen familias enteras escondidas durante años- y los numerosos contingentes que acuden a Tailandia para ser refugiados.

El campo

El trayecto en el jeep hasta Mae Ra Moe ya me hizo retroceder en el tiempo: la misma carretera imposible, los mismos baches, el mismo volumen de fango en el que se hincaban las ruedas patinando, la misma vegetación espesa a lado y lado. En mi MP3, como siempre, Sabina. En mis venas, las ganas; en mi cabeza, la duda; en mi estómago, los nervios resonando.

Y al llegar al campo, bofetada de belleza. De verde, de agua, de risas, de sol de mediodía arrancando a la escena colores imposibles. El campo es un lugar bello. Por fuera y por dentro. Estéticamente perfecto en sus montañas verdes y frondosas, en su río de destellos plateados, en sus casas de bambú tradicionales, en sus amaneceres de postal, en sus vivos colores, en sus festivales impregnándolo todo. Espiritualmente es todavía mejor. Y no me refiero aquí a rituales, religiones ni opios del pueblo, sino a espíritu como aquello que insufla vida; y allí, de vida, van sobrados. Su desesperante situación, en lugar de amedrentar la esperanza, la espolea, la eleva al cubo, la lanza en forma de amplias sonrisas, de sueños y de ganas. Hablar con ellos ees tomar una lección de humildad, es entender que los sueños no mueren por imposibles, sino por olvidados. Y los suyos no lo están: siguen latentes, vivos, desbordados, presentes en todas y cada una de sus palabras. Creen en la paz -a pesar de estar en guerra-, creen también en la libertad -a pesar de estar amarrados-. Los pequeños quieren ser profesores, periodistas, políticos, médicos. Los mayores, ansian labrarse un futuro lejos de las cadenas que los asen al interior de unas fronteras imaginarias. Algunos lo conseguirían (existen programas para que los alumnos más destacados estudien en el extranjero, así como para familias que son acogidas por países como Canadá, Australia, Estados Unidos o Noruega); lamentablemente, no todos. Pero no importa. Sus ojos desprenden ilusión a cada palabra pronunciada.
Mae Ra Moe: 16.273 refugiados, siete secciones -como barrios-, una distancia entre punta y punta de más de hora y media caminando. Tres escuelas de secundaria, once de primaria, siete guarderías, once iglesias, dos templos budistas, una mezquita, cuatro hospitales, tres restaurantes, varias decenas de tiendas. Un pueblo en el exilio. Una típica aldea Karen de expatriados.

Mi casa

Esta vez no me alojaron con una familia, sino en la Guest House. Que aunque suene muy fashion no es más que una casa de bambú como las otras, con dos habitaciones, donde no vive nadie y que está destinada a albergar voluntarios. Al inicio pensé que no me gustaría, que hubiera sido más real volver a vivir con la familia de Mussy -sus criaturas siempre corriendo por el salón, su sobrino custodiando mis noches, y ella y yo sonriéndonos para entendernos sin hablar-. Pero me equivoqué. La Guest House ha sido una experiencia diferente. Ni mejor ni peor; pero igualmente auténtica.

La casa estaba contruída sobre pilares -para evitar inundaciones en época de monzón- y consistía en dos habitaciones, un comedor, una cocina y un cuartito en el que dormían nuestros dos ángeles -pero a ellas les dedicaré otro apartado-. El lavabo estaba fuera, en el patio, y no era más que un agujero en el suelo a modo de letrina y un enorme recipiente de agua del que con un cubo te echabas agua fría encima para ducharte.

Mi cuarto, perfecto. Una mosquitera, una esterilla en el suelo, un par de mantas, una almohada y una vela con la que poder distraer las noches cuando todo era negro ahí fuera -a las seis de la tarde se ponía el sol y no había electricidad más que en algunos puntos muy concretos del campo que cuentan con generadores-. Y, sin embargo, a pesar de las incomodidades, ahí he pasado algunas de las noches más memorables de mi vida. No tiene precio dormir totalmente integrada en la naturaleza, con el sonido del bosque como nana: los grillos, los patos, el río, las ranas, los gallos despertándote a las cinco de la mañana. Y, de tanto en tanto, los susurros apagados de mis dos ángeles al otro lado de la pared de bambú, su vela destelleando entre los tablones, el crujido de sus pasos de camino al baño.

Mis ángeles

Se llaman Snow Lay y Pow December y tienen 19 años. Vivían con nosotras, en un pequeño cuartito al lado de la cocina. Nos cuidaban. Esa era su misión. Alguien de ZOA -la ONG para la que trabajábamos- las había arrancado de sus casas -en las secciones 3 y 7 respectivamente-, para que fueran nuestras Cicerone, la muleta en la que sustentarnos estos días. Y lo fueron. Vaya si lo fueron. Nos cocinaban, nos enseñaban los rincones escondidos del campo -excursión a las cascadas incluída-, nos guiaban cuando no encontrábamos el aula -en forma de choza- en la que debíamos dar clase. Y nos amenizaron la estancia con su inocencia y su picardía, con sus canciones, con sus historias de teenagers, las visitas nocturnas de sus novietes, los bailoteos que hacían temblar la casa, mis clases de yoga que ellas seguían entre carcajadas. Todo ello cuando el sol caía -a las seis, ni un minuto más tarde-, después de cenar y con demasiadas horas sin luz para entretener por delante.




Nos emocionaron también. Las dos. Pow December con su llanto desconsolado cada vez que alguien pronunciaba que nos íbamos el viernes. Snow Lay con sus silencios que decían más que mil lágrimas.

Cómo las voy a echar de menos.

Mis alumnos y el Karen Times

Mi misión en el campo -igual que la última vez- era enseñar inglés. Pero esta vez lo encaré de modo diferente. La experiencia del año pasado me sirvió para darme cuenta de lo poco que importaba lo que enseñara o dejara de enseñar a nivel de gramática, ya que la desorganización de las clases llevaba a que eso mismo que yo explicaba ya se lo ha explicado otro antes; lo importante, aprendí, es que se divirtieran con una. Y que practicaran inglés, también, pero sobretodo que vieran que alguien se preocupaba por ellos, les hablaba, los escuchaba. Les llevaba aire fresco y se convertía en una mirilla por la que asomarse a un mundo que a ellos les estaba vedado. La otra vez entendí que lo más importante era estar, sin más. Y esta vez lo he puesto en práctica.
Así que decidí montar un diario del campo, el Karen Times, escrito por mis alumnos. Podrían practicar el writing, investigar sobre su entorno, divertirse; y ya intuí que, egoístamente, para mí, podría ser muy interesante. Y lo fue. El primer día les hice una introducción al periodismo, centrándome sólo en los diferentes géneros para que cada uno escogiera el que quería hacer; el resto de días, discusión en clase, trabajo en grupo y la teacher Olga resolviendo dudas. El último día: el resultado final. Aluciné. Sobretodo con algo tan tonto como las viñetas cómicas. Cuatro dibujos que resumen su realidad y su vida, sus ideas, sus valores, sus prejuicios. Juzgad por vosotros mismos.






Como apunte final, subrayar el respeto que allí se tiene al profesor. El silencio sepulcral en clase, la absoluta falta de absentismo escolar, sus "Good morning teacher" y "Thank you teacher" cada vez que una entra y sale del aula. Sus miradas atentas, sus preguntas inteligentes, su hambre de saber, de conocer, de ampliar sus horizontes cercados.



Mi gente

La vuelta al campo me permitió conocer nuevas personas y nuevas historias, pero sobretodo reencontrarme y profundizar en las antiguas. Mussy y familia -con nuevo bebé de apenas un mes en la casa-, Bonface -mi alumno favorito del año pasado, aunque esté mal que lo diga-, Therese y su hija Estela, encantadoras, fascinantes, despiertas; la una con 26 años se come el mundo y sólo sueña con llegar a Canadá -le han dado una plaza para irse a finales de año- y estudiar medicina, la otra con cinco aprende rápido y puede chapurrear el inglés mucho mejor de lo que muchos quisieran. Los adoro. Y me encantó poder ponernos al día frente a una taza de café en el bar, acceptar la invitación de comer en sus casas y volver a compartir un poquito de sus vidas.

Mis noches

Lo más mágico eran nuestras noches, cuando el sol se ocultaba tras las montañas, sumiendo el paisaje en una oscuridad absoluta tan sólo rota por el resplandor de las velas y sus llamas. Entones, con el día prácticamente terminado y los deberes hechos, los niños y adolescentes del campo acudían a nuestra casa en busca de entretenimiento. Lo más común eran las canciones acompañando la melodía de una guitarra y las confesiones a media luz -los bailes e imitaciones varias sólo cuando estábamos realmente animados-.

Veladas del todo inolvidables.

La despedida

El último día queríamos hacer algo diferente. En clase y en casa. En clase, lo solucioné con improvisadas lecciones de catalán y castellano a petición de los alumnos, con geografía pertinente que les ayudara a situar España en un mapa, bailando sobre la tarima La Macarena con ellos -estúpido, lo sé, pero siempre quise contrubiur a la difusión mundial de este baile y, además, pocas canciones españolas tienen una coreografía tan facilona y sencilla de enseñar y aprender-. En casa, Olga y yo decidimos darles fiesta a las niñas y encargarnos nosotras mismas de la cena. En el campo se dispone de pocos ingredientes pero había los suficientes para preparar pà amb tomàquet y tortilla de patatas. Invitamos a Bonface y Therese, dos de mis viejos amigos del año pasado. Y fue un exitazo.

Luego fiesta. La última. Una veintena de alumnos apareció por casa. Un par de guitarras, muchas risas y algunas lágrimas. Creo que fue en ese momento en el que decidí que volvería una tercera vez. Y lo sigo manteniendo.

Yo, yo misma y Olga

Siempre he pensado que el que ayuda a los demás, lo hace por si mismo en última instancia. Por egoísmo, por que en ese acto en el que está ayudando encuentra cierto placer -cierta limpieza de conciencia, cierto expiar sus pecados- que le hace sentir bien. Sigo pensándolo y lo digo. No es ninguna demostración de falsa modestia ni de palabrería barata; tengo auténtica fe en ello.

No he hecho nada grande -ni siquiera pequeño-. He hecho lo que egoístamente a mí me apetecía y me hacía feliz. Aunque siempre es mejor ser feliz haciendo el bien que haciendo el mal. Pero eso ya es otra historia.

Lo dicho, en el fondo -y a pesar de lo que pudiera parecer- sigo siendo una egoista. Una egoista cuyo capricho fue, esta vez, intentar ayudar en un campo de refugiados. Genial capricho.

Una imagen para el recuerdo...