viernes, 29 de octubre de 2010

A posteriori

Cuentan que en Sierra Leone la tierra es roja por la sangre que se ha derramado sobre ella. Y es que en este pequeño país del continente africano, belleza y tragedia van irremediablemente de la mano. Uno no puede mirar las consabidas sonrisas de los niños, sin apreciar la pobreza infinita que se esconde tras ellas. Ni asistir al espectáculo de mar, arena blanca y cocoteros de sus playas, sin resolver que su virginidad se debe a que no tienen modo alguno de explotarlo. Ni rendirse ante la belleza perfecta de una madre amamantando a su hijo, sin trascender la pura fotografía y entender que si nos está dejando hacerla es porque guarda la esperanza de recibir un puñado de leones (moneda local) a su término. Ni asombrarse ante el cielo más estrellado que se ha visto en la vida, sin concluir que si es así es porque no hay electricidad ni, por lo tanto, contaminación lumínica. Paradojas. Eternas -y africanas- paradojas.

Lo mismo ocurre con las sensaciones que cada uno de sus recovecos imprimió sobre mi cuerpo. Su recuerdo me obliga a sonreír y me escuece a partes iguales. Despierta mi ternura y mi ira simultáneamente. La una por sus habitantes; la otra por todos los que permiten -¿permitimos?- que en determinados lugares del mundo se siga viviendo de esa manera. Y sí, ya sé que es un tópico. Pero no deja de ser menos cierto por ello.

La encrucijada de sentimientos no me ha dado tregua desde que aterrizara procedente de África. Cuando me preguntan si me ha gustado Sierra Leone, respondo con un eufórico “me ha encantado” que pronto me veo obligada a matizar. Adoro la experiencia que he vivido -y sus paisajes y sus gentes- pero ojalá no hubiera vivido nada, si ello hubiera significado que no había nada que contar. Ojalá fuera un país como tantos otros, ojalá no escondiera dramas ni tragedias, ojalá mi experiencia -aunque absolutamente enriquecedora- no hubiera tenido sentido ni lugar.

Regresé de África hace ya cinco días y, sin embargo, creo que no he terminado de regresar. Pero es que… ¿Se puede regresar completamente de África?

lunes, 25 de octubre de 2010

Cosas que he aprendido

Cuando uno vive una experiencia como la que he vivido, el paso del tiempo toma otro cariz. Se dilata, se expande, te abraza y crece, mientras las vísceras y la cabeza se esfuerzan por retener y digerir. Una semana allí equivale a un mes en casa. Y son demasiadas las cosas que si no pongo sobre papel corro el riesgo de olvidar y de perder. Sin más demora, he aprendido:

Que la medicina alternativa está a la orden del día. Que la mayoría de sierraleoneses recurren primero a ella y llegan al hospital con patologías muy avanzadas. Qué sólo cuando los curanderos no han podido aliviar sus dolencias -sino más bien empeorarlas- se acuerdan de la ciencia. Muchos son los niños que llegan a Mabesseneh al borde de la muerte tras haber ingerido brebajes de sospechosa procedencia.

Que ya no quedan animales salvajes como en el resto de países africanos porque se los comieron durante la guerra.

Que el krio se parece muchísimo al inglés -y que el famoso waka waka de Shakira significa walk walk en krio-.

Que la muerte aquí se vive de otro modo. Es dolorosa -cómo no iba a serlo- pero lo es más cuando muere un adulto que cuando lo hace un niño. Normal, teniendo en cuenta el enorme número de menores que mueren antes de haber cumplido los cinco años. Cuando un llanto es sentido y prolongado, ha muerto un adulto; cuando es intenso pero corto, se lamenta la muerte de un muchacho. En ninguno de los dos casos, sin embargo, lloran como nosotros. Lo hacen de un modo menos íntimo, mucho más exagerado.

Que en el recinto del hospital hay un San Juan de Dios negro y una Moreneta blanca. El mundo al revés.

Que el oeste de África tiene unos índices de VIH mucho menores que los del este o sur del continente. Las razones no están muy claras, pero se baraja la posibilidad de que se deba a que los tests que se realizan en esa zona no sean fiables del todo.

Que en Freetown es posible cambiar dinero dentro del coche. Sube un hombre con una maleta y, mientras el coche sigue circulando, se hace la transacción. Yo sufría por la seguridad de un tipo con tanto dinero encima en medio de una ciudad tan pobre. Era carne de cañón.

Que muchos de los que tienen una moto o una sastrería fueron rebeldes durante la guerra civil que asoló el país hace unos años. Cuando acabó el conflicto, se ofreció a los rebeldes intercambiar sus armas por una pequeña suma de dinero. La mayoría de ellos, invirtieron el capital en motos y sastrerías que les permitieran obtener una fuente de ingresos. Cuando tomaba una moto-taxi para desplazarme hasta Lunsar, no podía evitar pensar que quizás ese simpático tipo que me llevaba de paquete, había sido un niño soldado, asesino y víctima a un tiempo.

Que existe un tal Chema Caballero que se encarga de rehabilitar y dar un futuro mejor a los ex-niños soldados.

Que la mayoría de sierraleoneses comen sólo una vez al día. No hay dinero para más.

Que un médico local cobra alrededor de 1.000 euros al mes, toda una fortuna allí que, sin embargo, no frena la fuga de cerebros. Son muy pocos los que acaban la carrera de medicina cada año en Freetown y, cuando lo hacen, lo último que quieren es quedarse trabajando en su país. Algunos se quedan un tiempo en hospitales locales pero, en cuanto tienen algo de práctica, se van a otros países africanos en los que se cobra más y se vive mejor. He aquí uno de los mayores problemas de la sanidad en Sierra Leone.

Que Pemi Fortuny de Lax’n’Busto (grupo de pop-rock catalán) montó una radio local en el norte del país para otorgar voz a un pueblo tradicionalmente silenciado. La radio, además, es absolutamente independiente de fuerzas políticas y religiosas.

Que la promiscuidad es allí algo habitual, que todo el mundo lo sabe, que es vox populi, sin -apenas- dobles morales ni tapujos. Que ellos tienen amantes y ellas también. Que se habla de ello y es habitual encontrarse a un médico preguntando por las experiencias extramatrimoniales de su paciente -para poder tratarlos a todos en caso de contagios sexuales- y al paciente respondiendo sin pudor.

Que existe un famoso cantante sierraleonés que se llama Emerson. Y me gusta.

Que siguen habiendo sacrificios humanos. Se rumorea que durante las elecciones de 2007 se aconsejaba a los padres que vigilaran a sus hijos de cerca pues los diferentes grupos políticos podían cogerlos para realizar rituales que actuaran a su favor.

Que “opoto” significa blanco -y que lo más normal es que al caminar por la calle todos los niños vayan gritándotelo a tu alrededor-.

Que la guerra está aparentemente superada en tan sólo nueve años. Que los vecinos que antes se mataban, ahora conviven en paz. Que, según ellos mismos cuentan, se han perdonado. Que intentan no hablar del tema. Que saben que muchos de los rebeldes fueron también víctimas -los niños soldado, por ejemplo-.

jueves, 21 de octubre de 2010

Entre la vida y la muerte

Su trabajo no es fácil. Llegan desde España soñando salvar vidas y en seguida se dan cuenta de que no siempre es posible. Lloran cada niño que se les muere en los brazos y a menudo piensan que podrían haberlo hecho mejor. Deben aclimatarse al dolor y la impotencia. Deben olvidar casi todo lo que aprendieron en las universidades y adaptarse a una nueva realidad. Deben ser capaces de superar todas las adversidades. Deben aprender que lo que en casa funciona, puede que aquí esté de más. Aceptar que tanto los recursos humanos como la tecnología de la que disponen a veces no son suficientes. Comprender que, por desgracia, aquí la vida corre otro riesgo. Que hay menos vidas y más muertes. Que su trabajo, aunque importantísimo, no puede cambiar de la noche a la mañana la realidad del hospital.

Cuando entro en el quirófano Raúl ya está preparado para comenzar la intervención. Me mira fugazmente y, sin distraerse un segundo más de la cuenta, toma un bisturí y se inclina sobre el vientre que yace expuesto frente a él. Joven, entregado y dinámico, Raúl es uno de los cinco voluntarios destinados en Mabesseneh por San Juan de Dios. Hoy tiene una cesárea de gemelos. Y yo acepto acompañarlo, con la ilusión y los nervios de una primera vez. Su reto es que ambos bebés nazcan vivos; el mío, no desplomarme sobre el suelo al contemplar algo tan bonito -y sangriento- como lo que voy a ver.

A pesar de haber terminado hace unos meses su residencia, Raúl tiene el pulso y el temple de los expertos. Es lo primero que pienso mientras, venciendo mi instinto por apartar los ojos del corte, miro como realiza la incisión. Primero se abre la piel, luego el útero. Y, entre manchas de sangre y guantes de goma que rebuscan en el interior de un cuerpo, me preparo para lo que está a punto de suceder.

Cuando veo un pie asomando a través del corte, no doy crédito. No estoy mareada, pero una nebulosa extraña envuelve mi cuerpo -y aunque estoy ahí, siento que ya no estoy-. Es la adrenalina, la reconozco. Como cuando te tiras en paracaídas y te pasas un buen rato caminando sobre una nube, borracho de endorfinas y de emoción. Así estoy yo. Impaciente por ver el milagro de la vida, apretando fuerte los dientes, oyendo en estéreo y multiplicado el latido urgente de mi corazón. A un pie le sigue el otro y, más rápido de lo que imagino, el recién nacido muestra toda su vulnerabilidad ante nosotros. Ya está fuera y -aunque no llora ni se mueve- deduzco por el sentir general que está vivo.

El segundo bebé cuesta menos. O quizás es que como ya cuento con los precedentes del primero, mi cuerpo se ha relajado y el tiempo resbala sobre el quirófano algo mejor. Lo primero que veo esta vez es la cabeza y, en seguida, el cuerpo entero del niño tumbado sobre las manos de Raúl. Rápidamente se lo pasa a una enfermera y, mientras ésta se aleja en dirección a la habitación de al lado, él se dispone a limpiar y coser la herida que ha servido de puerta al mundo a los bebés.

Sigo a la enfermera pensando que voy a ver como les azotan el culete para que lloren, como les cortan el cordón umbilical, como los limpian y acicalan para llevárselos a la madre. Pero no. Los niños no respiran por si solos y es necesario hacerles la reanimación cardiopulmonar. Encabezando la operación se halla Vanesa, otra de las voluntarias enviadas por San Juan de Dios. Aprieta el pecho de uno de los gemelos, mientras otra enfermera le proporciona respiración. Dos enfermeras más hacen lo propio con el otro pequeño. Y tras mucho sufrimiento que prefiero ahorraros, los niños -primero uno, luego el otro- empiezan a llorar.

El final -o más bien el principio- ha sido feliz en esta ocasión. Pero los bebés se han debatido entre la vida y la muerte un buen rato. Y, con ellos, los voluntarios de San Juan de Dios.

La cara más amable

Como buena periodista de viajes, tengo la manía de analizarlo todo desde una perspectiva turística. Cuando voy a un restaurante, evalúo si podría recomendarlo en una guía. Si descubro algún rincón maravilloso, me lo explico con metáforas hasta que decido si merecería la pena contarlo o no. Si una ciudad me llega al alma, la bautizo con un titular. La belleza de Sierra Leone no podía a escapar a mi fiebre analista y discursiva. Y la verdad es que, a pesar de la pobreza que le aplasta las espaldas, el país tiene potencial.

Verde, rojo y azul son los colores que me vienen a la mente cuando cierro los ojos y pienso en Sierra Leone. El verde de la jungla, el rojo de la tierra y el azul intenso del mar. La bandera me lleva la contraria sólo en uno. Donde yo pongo rojo, ella pone blanco -y quizás sea por el blanco de la paloma de la paz-. Sierra Leone tiene también marrón en las casas construidas de adobe y naranja en las puestas de sol de postal. Amarillo, rosa, magenta y dorado en las ropas que invaden sus calles. Y negro en la oscuridad de la noche, en las voces, en el alma y en la piel.

Sierra Leone es ir en jeep cruzando la naturaleza más salvaje. Pararse en una aldea y mirar alrededor. Sierra Leone es también esa playa en la que no hay más que arena blanca, cocoteros y un solitario pescador. O esa otra en la que un chiringuito sencillo espera a que alguien se siente a comer barracuda, beber cerveza y tostarse al sol. Sierra Leone son también sus mercados, callejear entre especias y telas, entre collares, estatuillas y estanterías rebosantes de color. Sierra Leone es contemplar como elaboran la crema de cacahuete, como convierten la leña en carbón vegetal, como recogen el arroz. Sierra Leone es el trópico en estado puro. Sierra Leone es sorprenderse a cada paso. Sierra Leone es calor.

Tiene una belleza tan veraz que asusta un poco. Y te preguntas, “¿Hasta cuándo?”. Y sabes que durará lo que tarden los turistas en llegar. Y te entristeces un poco mientras el sentido común pone las ideas en orden y concluyes que ellos también tienen derecho a progresar.

Vivir sin luz

Vivir sin luz es vivir en un mundo que en nada se parece al nuestro. Vivir sin luz es hacerlo en las tinieblas, en los días cortos que acaban cuando cae el sol, en la previsión que te lleva a no dejar nada por hacer para después del ocaso. Vivir sin luz es tener que echar mano de las hogueras -como si de la prehistoria estuviéramos hablando- o de las lamparitas de petróleo que apenas iluminan débilmente la cara de tu interlocutor.

Vivir sin luz en un hospital es prácticamente imposible. Los médicos necesitan ver y la maquinaria necesita corriente para poder funcionar. Saint John of God palía la falta de electricidad con generadores propios que permiten un funcionamiento más o menos óptimo del hospital. Se encienden de nueve de la mañana a tres de la tarde, horas que se aprovechan para realizar las operaciones quirúrgicas, abrir los consultorios y pasar visita a los pacientes ingresados. Durante la tarde, luz y actividad se apagan. Y al anochecer, a eso de las siete y media de la noche, la electricidad vuelve a ponerse en marcha para contrarrestar la oscuridad natural de la sabana. Las limitaciones que ello genera en el hospital son evidentes. Y de ahí a la nueva iniciativa que está a punto de cambiarlas.

Cuando el hermano Fernando Aguiló recibió el premio Josep Parera -consistente en una importante suma de dinero- no se lo pensó dos veces: lo invertiría en paneles solares que permitieran disponer de electricidad ininterrumpida -aunque en un inicio será mixta: dieciséis horas de energía solar y ocho procedente de los generadores-. No era la primera vez que una solución así tenía lugar en el hospital. “Durante la guerra disponíamos de placas solares para dar servicio a nuestros pacientes”, recuerda el hermano. Sin embargo, cierta noche alguien las robó y no quisieron reponerlas. “En el fondo, ya nos iba bien no tener luz en aquellas circunstancias”, apunta. “La luz podía atraer a los rebeldes que, sin saber que era generada por un sistema de energía solar, acudirían en busca de petróleo”, termina.

Nueve años tras el final de la guerra y con el dinero necesario en el bolsillo, San Juan de Dios ha considerado que había llegado el momento de instalar los paneles de nuevo. El contenedor que los ha trasportado desde España ya se halla en Freetown, desde donde viajarán a Lunsar una vez obtenidos todos los permisos necesarios. Se prevé que ello suceda antes de Navidad. Gran regalo el que traerán los reyes este año.

martes, 19 de octubre de 2010

Una historia verdadera

Abu tiene trece años, la sonrisa tímida y unos ojos que buscan constantemente el suelo. Abu no se atreve a mirar cara a cara al mundo, seguramente porque ya ha visto demasiado. Hijo de una familia humilde de una pequeña aldea cerca de Makeni, su vida dio un giro de ciento ochenta grados el día que cayó al río desde un puente en el que se encontraba pescando. Y al caer, el infortunio quiso que se perforara la uretra con una rama.

Llegó al hospital y nada más verlo, la voluntaria que lo atendió reconoció la gravedad del caso. “Otro niño Cuidam”, dijo en voz alta. Y empezaron con los preparativos para poder enviarlo a España. Abu tenía que ir sondado permanentemente a través del agujero que le había perforado el vientre y cualquier infección que no se le tratara a tiempo podía acabar con su vida. Era un caso susceptible de ser amparado por Cuidam, pero San Juan de Dios recibe cada año tantas solicitudes que algunas tienen que ser descartadas. Abu esperó en el hospital el veredicto. Y pronto llegaron las buenas noticias que anhelaba.

En octubre de 2008, Abu aterrizaba en Barcelona. Lo hizo juntamente con Ibraim, otro niño sierra leonés que iba a ser intervenido de una dolencia similar -una piedra enorme le había caído encima aplastándole la uretra-, y la tía de éste. A Abu no le acompañaba ningún familiar. Su madre estaba enferma, tenía un hermano más pequeño y el padre no podía permitirse el lujo de abandonarlos a su suerte por unos meses. Pero Abu no estuvo solo. Además de Ibraim, del que se hizo amigo inseparable, contó en todo momento con el apoyo de muchos de los empleados de San Juan de Dios. Marta Millet, representante del Departamento de Economía y Finanzas dentro del programa de hermanamiento, recuerda cómo dieron la bienvenida al pequeño nada más llegar. “Tuvimos que enseñarle cómo se encendía y apagaba el interruptor de la luz y, sobre todo, insistirle en que vigilara con el agua caliente pues se podía quemar”, explica. De lo más básico a lo más complejo, todo -absolutamente todo- iba a a cambiar en la vida de Abu.

Estuvo once meses ingresado en San Juan de Dios. La operación fue un éxito rotundo pero debido a la complejidad de su dolencia, los médicos estimaron dejarlo en Barcelona un tiempo más largo del habitual. A Abu se le ilumina discretamente la cara cuando habla de aquellos días. Recuerda que acudía a la escuela del hospital, que algunos empleados se lo llevaban a casa durante los fines de semana y que comía cosas que nada tenían que ver con su cotidiana dieta de arroz. “Y un día me llevaron al Camp Nou”, exclama. Corría junio de 2009 y el Barça acababa de ganar la liga. No sólo fue testigo privilegiado de como el equipo ofrecía la copa a la afición, sino que además pudo fotografiarse junto algunos de sus ídolos. Todo un tesoro para un niño que, en condiciones normales, ni siquiera podría haberlos visto a través de la televisión.

Finalmente llegó el día en que Abu tenía que regresar a Sierra Leone. Cargado de regalos y recuerdos, tomó el avión que debía llevarlo de vuelta hasta su pequeña aldea sin más futuro que el de la supervivencia. Pero una decisión de última hora iba a cambiar su destino una vez más. Los hermanos de la Orden decidían pagarle los estudios y acogerlo junto a otros niños en las dependencias mismas del hospital. Actualmente, Abu va al colegio cada día, tiene un plato de comida caliente en la mesa y una habitación para él solo en un edificio sólido a prueba de monzón. Ve a su familia durante las vacaciones o cuando su padre puede desplazarse hasta Mabesseneh para hacerle una visita. Y cuando lo hace, siempre lleva una cabra como presente de agradecimiento a aquellos que cambiaron el devenir de su hijo.

Hoy es domingo y Abu no tiene clase. Tras dar un paseo en el que él se mira constantemente los zapatos y yo intento hacerlo sonreír, me acompaña hasta la puerta de mi habitación. Me despido de él no sin antes preguntarle si se considera un niño feliz. Y responde con un “a veces sí, a veces no” que denota una conciencia muy madura de su situación. Sabe la suerte que ha tenido; pero también la que hubiera podido tener.

lunes, 18 de octubre de 2010

De celebración con Ernest Bai Koroma

Si hace un año me hubieran dicho que hoy estaría en Sierra Leone, me hubiera reído mucho (no sin antes correr a por un Atlas para ver dónde se hallaba exactamente ese lugar). Si hace sólo cinco días alguien me hubiera augurado un encuentro con Ernest Bai Korama, hubiera buscado su nombre en google y sonreído incrédula al descubrir que se trata del presidente del país. Pero la fortuna existe. Y las casualidades también. Y el azar quiso que un reportaje sobre un campo de refugiados en la frontera birmana me trajera hasta Sierra Leone justo a tiempo para asistir a la celebración del 50 aniversario del obispo de Makeni, con el presidente de Sierra Leone como invitado de honor.

Voy a hablar de religión y política. Aviso. De religión, política y esperanza. De cuando las cosas se hacen bien. De cuando las misas no aburren y de cuando un político ilusiona. De cuando el lujo del Vaticano queda lejos. De cuando alguien apuesta por el cambio. De cuando un cura lo deja todo para dedicar su vida a África. De cuando un presidente con un país arrasado empieza por hacer llegar electricidad y agua (en lugar de prometer imposibles). De cuando se regalan condones para paliar el sida independientemente de lo que diga el Papa (conste que no hablo por los hermanos, a los que no me he atrevido a preguntárselo). De cuando los poderes se hallan cerca de la gente. De cuando el que manda no beneficia sólo a su tribu. De cuando la bondad gana a la jerarquía. De cuando despiertas un día y te das cuenta de que en la iglesia y la política, como en todo, hay gente buena y mala.

La celebración fue una misa multitudinaria al aire libre, seguida por una sencilla comida en un conocido hotel de Makeni. La ceremonia religiosa -entre cocoteros, con coro de gospel africano y danzas- nada tiene que ver con las que languidecen en las iglesias de España. Y no fue sólo ésta por tratarse de una ocasión muy especial; he asistido a dos misas en el hospital y el desarrollo es básicamente el mismo. El sopor deja paso a la alegría, los sermones no generan miedo y la gente se entrega en cuerpo y alma. Hay colores, bailes, tambores, niños jugando en las esquinas, canciones, luces y palmas. Sentada entre ellos no puedo evitar pensar que si en el resto del mundo la religión se alejara de las altas esferas y bajara a la tierra un poco, que si las iglesias no fueran oscuras y tristes, que si se modernizaran un poco y vieran las necesidades reales de la gente, quizás habría más fieles y menos insurrectos.

Existe un grupo en Facebook que reza algo así como “Cambio tesoros del Vaticano por comida para África”. Los tesoros siguen sin estar a la venta, pero la comida ya está llegando. Muchos son los religiosos que se han bajado de sus tronos para hincar bien los pies en el terreno. Yo, aunque escéptica y agnóstica reconocida, sólo puedo felicitarlos. Chapeau por ellos.

domingo, 17 de octubre de 2010

Freetown, la capital disfrazada de pueblo

Necesité ver Freetown para caer en la cuenta de que, efectivamente, me hallaba en un país tan pobre como apuntan las estadísticas. Mi experiencia asiática -continente al que he dedicado mis últimos años al completo- me había estado jugando malas pasadas desde que pusiera un pie en África y las comparaciones se habían sucedido trepidantes, anacrónicas e ilógicas, llevándome a un falso -pero moderado- optimismo sobre la realidad de este país. Creí que por no ver la miseria tan evidente y desgarradora de India, por ejemplo, aquí vivían mejor. Que por no ver montañas de basura en las esquinas ni millones de personas durmiendo en la calle, Sierra Leone tenía una pobreza más digna, matizada, sosegada, reversible, casi dulce.

Pero no. Cuando uno acude a la capital, se da cuenta de que tienen la peor pobreza que podrían tener. Una pobreza de pasado, presente y futuro de la que difícilmente podrán salir. Una pobreza global. Una pobreza que apenas entiende de clases sociales ni de sectores de la economía. Una pobreza que los abraza a -casi- todos por igual. Que los mantiene al límite, sobre el abismo, en la cuerda floja. Una pobreza que lo es también -y sobre todo- de infraestructuras. Una pobreza de base sobre la cual no es posible construir. O dicho de otro modo, que donde India tiene industria, asfalto, clase media, trenes, centros comerciales y McDonald's, aquí sólo hay gente y polvo. Que mientras la primera tiene sectores desde los que catapultar su economía, la segunda sólo tiene huecos. Que si Delhi es una capital, Freetown es poco más que un pueblo.

Encajonada entre el río, el mar y la montaña, Freetown se adapta al espacio como puede. Sus calles serpentean ladera arriba entre fango, hierbajos y barracas, mientras algunos barrios mojan sus cimientos en el lodo del arroyo y su zona costera se levanta más o menos digna frente a la playa. Sus aceras son inexistentes, su monumento más importante es una árbol de algodón y muchas personas siguen sin electricidad en sus casas. Freetown no tiene barrios mejores ni peores -o los tiene pero con diferencias tan sutiles que son imperceptibles para el ojo blanco-. En Freetown todo se confunde en una amalgama polvorienta que engulle todo lo que halla a su paso. Los bancos se alzan sobre calles irregulares, los ministerios en edificios decadentes y los mejores restaurantes aparentan ser mediocres, si no malos.

Freetown es, en definitiva, el despertador que te arranca del sueño africano. La realidad que te chilla que tras la aparente placidez de sus gentes, existe un salto al vacío. Y que alguien debería repararlo.

viernes, 15 de octubre de 2010

Radiografía del hospital

Me alojo en la nueva casa de los hermanos de la Orden, me conecto a Internet desde la unidad de telemedicina y entretengo el tiempo a paso lento andando desde pediatría hasta los consultorios, pasando frente al mortuorio, la casa de los voluntarios y el almacén. ¿Pero cómo es realmente el hospital?

Estructura. Complicada de dibujar con palabras si no existe ninguna foto de apoyo en la que cimentar la explicación. Olvidad ese hospital en el que una vez estuvo vuestra madre, borrad del recuerdo aquella clínica en la que estuvisteis ingresados en una ocasión. Y ahora, sin ningún referente que empañe la memoria, imaginad una explanada de tierra rojiza, algunos cocoteros, cuatro vacas, la cabra que nos comeremos mañana atada a un árbol y aquí y allá, por todas partes, casetas destinadas a albergar diferentes actividades. Las hay para alojar a los hermanos, a los voluntarios y a los trabajadores locales, las hay que son almacén o cocina, lavandería, mortuorio o recepción. Y, obviamente, sus dos edificios principales: el consultorio y el hospital. Y sobre este escenario de película, médicos de impecable bata blanca y enfermeras de uniforme y cofia azul.

Especialidades y servicios. Tanto en la zona de consultas como en la de ingresos son cuatro las especialidades que ofrece Saint John of God: medicina interna, cirugía, pediatría y ginecología (o maternidad). Pero Saint John of God va un poco más allá. Notoriamente sensibilizado con la causa de las mujeres embarazadas y sus pequeños, el hospital organiza salidas a comunidades rurales para ofrecer asesoramiento en cuestiones de higiene y salud materno-infantil, así como para distribuir medicación. Tuve la suerte de poder acompañarlos en una de estas incursiones y no existen palabras que puedan transmitir lo que viví.

La unidad de telemedicina, por otro lado, es un servicio destinado a diagnosticar y tratar enfermedades algo especiales con la implicación de médicos que físicamente se hallan en Barcelona. Sin embargo, el hospital se ha dado cuenta de que no comportaba ningún beneficio, puesto que por mucho que se diagnosticara una enfermedad por videoconferencia, con los recursos locales no se podía tratar. De momento, está cerrada y sólo se utiliza en casos muy concretos en los que los equipos humanos y tecnológicos del hospital de Mabesseneh podrían intervenir con éxito tras el diagnóstico on-line.

Financiación. El hospital es privado y, por lo tanto, no recibe ningún tipo de financiación procedente del gobierno. Todos los pacientes pagan, menos los niños y las madres embarazadas, cuyas facturas corren a cargo de organizaciones como Farmamundi, la Comisión Europea o San Juan de Dios. Los precios son evidentemente bajos. Pero en un país sumido en la pobreza, nada es lo suficientemente económico como para que todo el mundo se lo pueda permitir.

Programas. De la colaboración entre San Juan de Dios en Esplugas y su homónimo en Mabesseneh, han surgido diversos programas que vienen a dar respuesta a situaciones concretas de algunos de los enfermos que se visitan en el hospital.

Apadrina, por ejemplo, nació como iniciativa de varios voluntarios que vieron que muchas familias no podían pagar el tratamiento de alguno de sus miembros más jóvenes. Los voluntarios empezaron haciéndose cargo personalmente de esas facturas hasta que, finalmente, la idea de Apadrina se materializó por iniciativa del Dr. Krauel. Se trata de un programa mediante el cual los donantes ofrecen una pequeña cantidad que se utiliza para sufragar los gastos generados en el hospital por ese niño cuya familia que no puede pagar.

Por otro lado, Cuidam se encarga de lo casos más complicados, de esas patologías graves que no pueden ser tratadas con los recursos del país. Esta destinado a niños de todo el mundo; y cada año entre 6 y 9 provienen de Sierra Leone. Los llevan a Barcelona y son intervenidos en San Juan de Dios. Normalmente, en un periodo inferior a 3 meses vuelven a su país de origen ya absolutamente curados -para poder acogerse al programa es imprescindible que no necesiten tratamiento específico tras la operación-.

Comparativa. Cuando uno llega a Mabesseneh, no tiene elementos de juicio válidos para evaluar el hospital. Los referentes de los que echa mano pertenecen al país de origen o a países en los que se ha estado de vacaciones -en mi caso India, Laos, Malasia o Vietnam- que no responden para nada a la realidad local. Para poder saber en qué lugar se sitúa exactamente Saint John of God en relación a la situación sanitaria de Sierra Leone, hace falta conocer otros hospitales del país. Nosotros lo hemos hecho estos días y puedo decir a boca llena que me hallo en un hospital ejemplar. Sólo hace falta observar ciertas cifras: mientras en Saint John of God hay 130 camas, en el hospital de referencia del distrito (región de Portloko-Lungi) hay 84; si en Mabesseneh hay seis médicos entre locales, voluntarios y el hermano Manuel, en Portloko hay sólo dos (y en toda la región únicamente cuatro). Por otro lado, la maternidad de referencia del país, situada en Freetown, tiene 150 camas y 9 doctores. No se trata de una diferencia abismal.

jueves, 14 de octubre de 2010

Aprendiendo a mirar de frente

Hospedarse dentro de un hospital te hace fuerte. Pasear por Sierra Leone también. No te vuelves inmune al dolor, pero aprendes a mirarlo de frente y, poco a poco, te vas familiarizando con él. Aquí no existe ningún mando a distancia gigante que me permita apagar la imagen de la miseria y centrarme en el canal de deportes mientras sigo devorando impasible un tentempié. Aquí debo ser capaz de mirar cara a cara a todos esos niños que esperan de mi una sonrisa y no una mueca de pena ni de compasión. Es lo mejor para ellos. Y para mí, el único modo de sobrevivir anímicamente en un lugar en el que la realidad escuece mucho más que en nuestros privilegiados entornos o que a través de la televisión.

Además, es lo más justo. Son niños por encima de enfermos, personas más allá de gente pobre. Todos, mayores y pequeños, lo último que necesitan es que alguien les recuerde con su actitud su situación. Aprendes a dialogar y jugar con ellos sin que su futuro incierto afecte a ese momento. Aprendes a neutralizar el contexto, a que en ese instante sólo exista lo bueno, a que mientras compartís el tiempo no haya nada más que vuestra relación.

No es complicado ni sencillo. Es simplemente intuitivo. Inconsciente. Natural. Fluido. Aunque a veces todo se tuerce cuando, en pleno juego, una idea acude fugaz a la memoria. Es sólo un instante -uno sólo-, un pensamiento que te sacude por dentro, una verdad que lucha por hablar. Y de repente recuerdas que un tercio de esos críos que tomas en brazos no pasarán de los cinco años de vida. Y se te cae el mundo encima mientras sigues blandiendo una sonrisa. Aunque seguramente un atisbo de tristeza te haya asomado a la mirada. Y rezas por que no lo noten. Y rezas por no ponerte a llorar.

martes, 12 de octubre de 2010

Cooperación para principiantes

Hermanarse con un hospital africano no es sencillo. Pero tanto a San Juan de Dios como a las personas que forman la Orden les gustan los desafíos cuando saben que pueden ayudar. “Cuándo acabé la carrera de medicina, en seguida decidí venir a África”, me cuenta el hermano Manuel mientras apura una plato de kasaba con arroz. “¿Dónde pueden necesitar más que aquí nuestra labor?”, pregunta sin esperar respuesta.

El hermanamiento entre ambos hospitales supone una relación de colaboración mutua. Si bien es San Juan de Dios en Esplugas el que tiene los recursos y Saint John of God en Mabesseneh el que los necesita, el lazo que los une no debe ser paternalista ni unilateral. “Ello únicamente serviría para crear más necesitad”, me explica el hermano Fernando. Y es que en África debemos ir con pies de plomo. Cualquier decisión que se tome debe haber estado puesta en tela de juicio varias veces y, sobre todo, analizada desde una perspectiva local. Nuestras todopoderosas soluciones occidentales pueden no tener espacio en el África actual. Por ejemplo, ¿de que serviría hacer test de diabetes si aquí no tienen insulina para tratar la enfermedad? ¿Y comprar un TAC si ningún profesional sabe leer los resultados? ¿No habrá otras necesidades más inmediatas? Construir la casa desde los cimientos o por el tejado: he aquí la cuestión.

Montse Renom lo ejemplifica con un caso real referido a la transmisión del VIH por lactancia materna. En los países occidentales substituyen la leche de la madre por leche artificial con el fin de paliar la infección vertical del virus. “Y diversas iniciativas provenientes de occidente que han querido exportar esta fórmula hasta el continente africano han fracasado estrepitosamente ”, explica la doctora. El problema es que nos movemos en realidades muy diferentes. “En primer lugar, si un programa en el que se ofrecen biberones y leche artificial a las recién estrenadas madres se interrumpe, éstas ya no pueden alimentar a sus hijos puesto que se les ha retirado la leche del pecho”. Y algo que se ha hecho por ayudar, acaba por entorpecer. Además, en países de este tipo existe una escasez de recursos que debe tenerse en cuenta. “Si las mujeres preparan el biberón con agua que no es potable, por ejemplo, puede ser peor el remedio que la enfermedad”. Existe también una realidad cultural que debe ser contemplada en el momento de iniciar un programa de este tipo. En África la lactancia artificial no es común ni está socialmente aceptada. Muchas mujeres la rechazan simplemente porque no forma parte de su modo de proceder habitual o, en algunos casos, porque en caso de dar el biberón al bebé tanto el marido como la familia sospecharían que está infectada. “Así, las mujeres les dan a sus hijos el biberón cuando están solas y el pecho cuando están en compañía, cosa que según estudios recientes provoca que aumente el riesgo de contagio en lugar de disminuir”, concluye la doctora.

San Juan de Dios se separa rotundamente de esta vía y apuesta por el trabajo de campo en el que sus profesionales conocen muy bien la realidad local. Además, rechazan enérgicamente el asistencialismo y apuestan fuerte por la formación. “Dárselo todo masticado no es la solución, sólo sirve para crear lazos de dependencia muy poco sanos”, comenta el hermano Fernando Aguiló. El objetivo es precisamente el opuesto: “Les ayudamos en todo lo que está en nuestras manos pero animándolos a que se impliquen en los procesos, enseñándoles cómo hacerlo mejor, intentando que generen iniciativas propias”. Y cuanto más terreno van tomando los responsables locales, más terreno va soltando San Juan de Dios. La finalidad última es que llegue un día en que puedan caminar solos.

lunes, 11 de octubre de 2010

De luces y sombras

Me gusta llegar a mis destinos de noche. Así, las sombras me permiten intuir sin conocer y sigo manteniendo mis ganas en vilo hasta la mañana siguiente, hasta que el amanecer me arranca del sueño y me lleva de la mano hasta una nueva realidad.

Mis ganas se mantuvieron intactas durante la primera noche en el hospital. Conocimos poco más que el comedor y las habitaciones mientras el resto del recinto restaba en la oscuridad. Dormí. Dormí bien -soñando más de la cuenta, cosa que acostumbra a pasarme cuando estoy de viaje-. Y a la mañana siguiente, la luz y las prisas por lanzarme a África me zarandearon hasta hacerme despertar. Y la vi. Ya no sólo la intuía como lo había hecho la noche anterior. Su silueta se materializaba ante mí. Y era perfecta -dentro de su imperfección-. Me emocioné. El síndrome de Stendhal volvía a jugar conmigo como ya hiciera en Roma o en India al ver cosas que no esperaba ver. Estaba en África. Y las palmeras, los niños jugando a la pelota, los sonidos de cánticos lejanos y los nativos andando de aquí para allá, no daban lugar a confusión. Y la luz -sobre todo la luz-. Esa luz africana que hasta que no te la bebes, no la puedes comprender ni imaginar.

Pero lo mejor todavía estaba por llegar. Tras el desayuno -en el que conocí a algunos hermanos de la Orden así como a diferentes trabajadores del hospital- nos tenían una sorpresa preparada. Antes de llegar a ello, debo aclarar que no he viajado sola hasta aquí. La fortuna quiso que haya coincidido en espacio y tiempo con personalidades muy importantes dentro de la vida de San Juan de Dios en relación a este país. En primer lugar, el hermano Fernando, coordinador del Programa de Hermanamiento con Sierra leone que, además, vivió 20 años ejerciendo de médico aquí. También han viajado conmigo Oriol y Rubén -los tuteo porque tras haber compartido desayunos, excursiones y bromas, no creo que les pueda importar-, director de Obra Social y director médico, respectivamente. Y por último Marta, directora de finanzas, y Montse, coordinadora de la Unidad de Salud Internacional. Como veis, estoy muy bien acompañada. Y el recibimiento que estaban a punto de darnos, no era por mí, sino por todos. Y por el hermano Fernando -al que tienen un enorme cariño- en especial.

Nos llevaron a una pequeña caseta algo elevada desde la que era muy fácil contemplar alrededor. Se oían tambores acercándose al compás de una multitud pisando fuerte sobre la tierra del camino. Y de repente, allí estaban. Todos. Médicos y enfermeras. Familiares de pacientes y gente del pueblo. Voluntarios. Limpiadores. Cocineros. Y niños -de nuevo, muchos niños. Bailaron danzas tradicionales al ritmo de los jambés mientras nosotros mirábamos boquiabiertos. La gente se acercaba a saludarnos, a darnos la mano, a pedirnos fotos. Una mujer repartía una mezcla de cierta planta sagrada con aceite para atraer la buena suerte. Alguien enmascarado y disfrazado -si me preguntarais de qué, yo diría que de tótem- daba vueltas sin parar. El chief del pueblo -el poder no político, sino social, el que tiene el verdadero respeto por parte de la comunidad- nos dirigió unas palabras en timini. Un médico lo tradujo y añadió otras palabras más. Los niños miraban curiosos. Los adultos sonreían. Nosotros no dábamos crédito. Aquello era una verdadera fiesta. Y es que, en realidad, había mucho que celebrar.

Y la noche se hizo día. Y la luz ganó a la oscuridad. Y yo comprendí de golpe dónde me encontraba. En el epicentro de un pueblo que agradece como sabe que alguien se haya preocupado por traer salud y esperanza hasta este rincón olvidado

de un país que no cuenta

en un continente condenado a agonizar.

domingo, 10 de octubre de 2010

Primeras impresiones

Nunca imaginé cómo sería Sierra Leone. Pero de haberlo hecho, la habría evocado precisamente así. Un país de naturaleza exuberante y desbordada. Un lugar de pocas prisas, sonrisa fácil y luz muy especial. Un rincón que huele a leña y queroseno. Un jeep levantando polvo en el camino. La jungla rugiendo. La oscuridad invadiéndolo todo. Alguien que camina junto a la carretera sin venir de ninguna parte y encaminarse a ningún lugar. Un cielo muy estrellado que encuentra su espejo en las hogueras y lamparitas de petróleo que iluminan las aldeas al caer el sol. Una pereza amable que se entretiene a la sombra dándole tregua al reloj. Niños -muchos, por todas partes- que juegan, ríen, trabajan, lloran, maman, se levantan y se caen. Palmeras y mosquitos. Pobreza y hospitalidad. Algunas luces y más sombras. Cuatro blancos y seis millones de negros con un país por levantar.

Llegamos anteayer a las seis de la tarde, hora local. Aterrizamos en un aeropuerto de juguete en Lungi, al otro lado del río que lo separa de la capital. Lo primero en lo que uno repara es en la humedad que flota en el ambiente; lo segundo, en el take it easy del proceder africano que te entretiene más de lo que el sentido común aconseja sin motivo ni razón. Luego, el coche llega. Y con él las tres horas de carretera imposible -pero rabiosamente bella- que nos separan del hospital. Baches, charcos y polvo en medio de la oscuridad. Y es que en Sierra Leone no hay electricidad -sólo en Freetown y en las casas de algunos privilegiados que tienen generadores propios-. La luz tenue de la luna deja intuir los contornos de los cocoteros mientras que el resplandor de las hogueras nos permite ver un poco más allá. Las llamas iluminan las caras de familias enteras reunidas alrededor. Y en algún punto entre la mirada de un niño y el silencio ensordecedor de la sabana, decido que África me gusta. Sin más.

miércoles, 6 de octubre de 2010

África is different

Ahora sí. A menos de dos días de hacer aterrizar mi pies en Lunsar, reordeno mi maleta (lleva días medio hecha) y mis ideas a un tiempo. No quiero dejarme nada ni olvidar el verdadero motivo por el que viajo hasta allí. Hace días que, entre los nervios, los preparativos, las reuniones con San Juan de Dios y el papeleo, ya no sé si voy a ejercer de médico, de cooperante, de viajera o de todo a la vez. Pero no, hoy lo he recordado. Voy en calidad de periodista ciudadana. Y eso es todavía mejor.

El tema central que voy a investigar es el de la unidad de telemedicina que permite dinamitar 5.000 kilómetros y acercar de modo casi futurista a los médicos de San Juan de Dios en Barcelona hasta los pacientes de Sierra Leone necesitados de sus conocimientos. De todos modos, muchas serán las historias laterales que se cruzarán con esta, centenares las personas con vidas absolutamente fascinantes que se encontrarán conmigo en unas mismas coordenadas espacio-temporales, decenas los paisajes que me encogerán el alma y me encenderán la piel. Y ahí estaré yo para contároslo -y contármelo, que a menudo necesito escribir para entender-.

Estos últimos días, muchas de las personas de mi entorno que han estado en el continente africano han coincidido en darme una única información: África es diferente. Ni consejos, ni advertencias, ni películas a medio contar. Sólo eso. Y lo agradezco. En parte, porque así dejan intactas mi imaginación y mi capacidad por sorprenderme; en parte, porque estoy segura de que lo será -diferente, digo-. De hecho, ya lo está siendo. África es distinta por las mariposas de colores que han echado a volar dentro de mi estómago. Hacía mucho que ningún viaje conseguía hacerme sentir así.

domingo, 3 de octubre de 2010

Palabra de kamikaze

Perdida entre páginas web, teléfonos de embajadas y cónsules honorarios. Cuanto más me informo acerca Sierra Leone, más despierto a la realidad de lo inconsciente que he sido. Un país complicado, sin lugar a dudas. Pero cada nueva complicación, le suma una nueva ola de ganas a la aventura. Qué se le va a hacer si soy una kamikaze. Si siempre lo he sido. Si siempre lo seré.

La historia de Sierra Leone es dura. Durante el siglo XVIII, el país se convierte en un importante centro de tráfico de esclavos y miles de personas son secuestradas en sus casas y enviadas a Estados Unidos. Una vez liberados, vuelven a Sierra Leona y fundan Freetown, la que será la capital del país hasta nuestros días. Más tarde, durante el siglo XIX, las grandes potencias europeas se reparten el continente africano. En el año 1808 Freetown pasa a formar parte del Imperio Británico como colonia, y en 1896 el interior del país se convierte en protectorado. En 1961 ambos territorios se combinan y ganan la independencia. Treinta años más tarde, la intervención del país en el conflicto liberiano conduce a una cruel guerra civil (1991-2001) de la que serán tristes protagonistas los niños soldados y los diamantes de sangre.

Todo ello da como resultado un país extremadamente pobre. El 70% de sus 6,4 millones de habitantes vive con menos de un dólar diario. El PNB por cápita es de 610 $ EUA y la cifra de analfabetismo es del 65’2%. Por otro lado, según datos del Programa de las Naciones Unidas para el desarrollo (PNUD), Sierra Leone tiene el índice de mortalidad infantil más alto del mundo. 161 niños de cada 1.000 mueren antes de cumplir un año y 285 de cada 1.000 mueren antes de los 5 años. En total, 446 niños de cada 1.000 que nacen, casi la mitad, mueren antes de cumplir los 5 años. La tasa de mortalidad materna también es una de las más altas del mundo, 2.000 de cada 10.000 madres mueren tras el parto. La población de Sierra Leone es muy joven, un 42’8% es menor de 14 años y sólo un 3’5% de la población es mayor de 65. La esperanza de vida es de 42 años en el caso de los hombres y 43 en el de las mujeres, según el World Health Report del año 2006.

Vaya, el típico lugar al que alguien que ha ganado un concurso quiere ir como premio. Pues yo sí. Yo soy así. Tengo ganas de hurgar donde pocos lo han hecho y poder dar a conocer el enorme avance que ha supuesto -estoy segura- la llegada de las nuevas tecnologías en materia de salud para los más desfavorecidos.

Me voy en… ¡5 días!