martes, 23 de septiembre de 2008

Castellano en tiempos difíciles

Ayer se lo contaba a Marjin: cuando hace mucho que no hablo castellano, me parece oirlo en todas partes, en boca de los locales, sea cual sea el país donde esté. En Filipinas era normal: tienen multitud de palabras españolas herencia de una colonia de muchos años. Pero en India no. Y anteayer volvió a pasarme. Paseaba por el pueblo y de repente oí hablar castellano tras de mí. Tuve que girarme para comprobar que eran dos indios de mirada oscura y ropas andrajosas en lugar de los paisanos que yo había imaginado. Y hablaban hindi, por supuesto. No había sido más que una mala jugada de mi subconsciente.

Lástima. A veces uno necesita hablar su propio idioma. En ocasiones, uno lo rehuye -quiere practicar inglés, conocer gente diferente, alejarse un paco más del país del que ya se ha distanciado fisicamente-; en otras, se añora y se busca, se sueña y se quiere. Yo llevaba varios días sientiéndome así. A la caza de un español -o latinoamericano, en su defecto- con el que poder entretener una tarde sin tener que esforzarme demasiado pensando qué quiero decir y dando rodeos para lograrlo.

Ayer la suerte estuvo de mi lado. Comía en la terraza de mi Guest House cuando aparecieron dos chicos y una chica. Hablaban inglés, pero sonaba como si aquel no fuera el idioma nativo de ninguno de ellos. Yo seguí leyendo -no acostumbro a abordar a los guiris por muy desesperada que esté-. Pasaron varios minutos, media hora quizás. Yo notaba como uno de ellos, sobre todo, me miraba a menudo -sin atreverse tampoco a preguntar sobre mi nacionalidad-. Finalmente nuestras miradas se cruzaron en algun punto a medio camino entre nuestras mesas y me hizo la pregunta mágica: "¿Eres española?". Sonreí. Por fin.

Hablamos y hablamos, como si quisieramos agotar todas las palabras del diccionario español en unas horas. A él le sucedía lo mismo que a mí: hacía mucho que no daba con una compatriota. Por cierto, es de Madrid y se llama Alberto. Lo supe cuando nos despedíamos. Aquí, las presentaciones se hacen siempre al final. Extraña costumbre entre viajeros.

Entre copas

Ayer salí de fiesta improvisada. Bueno, todo lo que se podría llamar fiesta en Dharamsala: dos cervezas en un bar en el que a las 23:00 te echan, con cuatro tibetanos de conversación dificultosa -hablan poco inglés, para que nos entendamos- y que no paran de tirarte los trastos. Me sentí un caramelo a la puerta del colegio, una perita en dulce, una blanca con dinero en medio de personas que ya están imaginando cómo gastárselo. No me gusta pensar eso, de veras que no me gusta. Pero a veces me siento así: un dolar con patas, una bolsa de dinero gigante, un boleto de loteria al que todos quieren jugar a ver si ganan. Quizás no sea sólo por eso. Quizás les guste también mi tez blanca, mi metro setenta de altura, mi pelo tirando a claro.

Yo confío en ellos. Quiero saber de sus vidas, aprender, imaginar sus realidades por un momento. A veces lo consigo -ayer, por ejemplo, Trashi me contó cómo escapó del Tibet caminando montaña a través durante unos 25 días hasta poder refugiarse en Nepal-; la mayoría, me quedo en el intento. Unas cuantas palabras y, en seguida, notas que te quieren vender algo. O que te quieren llevar al huerto, a ver si con un poco de suerte te enamoras y les finacias los siguientes años. O quizás sí que les guste en serio, pero sólo para poder presumir de novia occidental, blanca, alta, rubia -en comparación a ellos lo soy- y con dinero. Es duro darse cuenta de esto: por mucho que me quedara a vivir aquí siempre sería la forastera. Jamás sería una de ellos.

Al margen de esto, disfruté de la noche. Fue divertido ver como todos bebían micheladas -esa porquería mexicana que me gusta a mi: cerveza, sal, limón y tabasco-, mientras luchaban por ver quién era el más guapo del pueblo.