jueves, 1 de diciembre de 2011

Por treinta y un años más a tu lado

A medida que crecemos, nos vamos dando cuenta de lo importante que es mantener las raíces. Regresar a nuestro barrio, calle o ciudad de toda la vida para avivar el recuerdo. Tener a nuestros padres cerca -ya sea físicamente o mediante un telefonazo-. Volver a ver a aquellos amigos de la infancia con los que, por mucho que haga que no los veas, todo sigue en el punto exacto en el que lo dejasteis. Sin embargo, hay un vínculo al pasado que tiene un valor especial -por lo bonito, por lo difícil, por lo escaso-. Y ese vínculo, en mi caso, tiene nombre propio.


Conchita -¿O era Pancracia?-. Nu, Arale, Picarona. La de las gafitas y los pantalones arremangados. La que subía conmigo al cole en el autobús número veinticuatro -veintiocho si decidíamos dar un paseo y subir por la montaña-. La de la “caixa pudorífica”. Con la que me carteaba cada verano. La que se escaqueaba de ir al gimnasio viniendo a casa y mojando la toalla en mi baño. Con la que probé mis primeros cubatas. La primera amiga con la que viajé fuera de España. La primera, también, con la que compartí piso y espacio. La de las noches de karaoke cantando “Hijo de la Luna” a dúo. La de las notitas en clase de mates. Con la que me llamaba cada tarde dos horas y tras varios “cuelga tú”, finalmente, colgábamos. La que ha escuchado atenta todas mi primeras veces. La de las canciones sin sentido pero con coreografía. La que me invitaba a su casa en Vilassar y la que venía a pasar fines de semana a la mía en Sant Feliu. Mi compañera en el “Pescaíto Frito” o en el “Paul” cuando se suponía que debíamos estar en clase. La que vino a verme a Tailandia. La de los mil cafés al día. La de las noches en el teatro. La que me enseñaba a bailar salsa en el salón de casa a las cinco de la mañana. La otra cabeza pensante de las historias más disparatadas. La que me saca mi lado más niño. Con la que es imposible enfadarse. La que construye auténticos castillos de platos antes de decidirse a lavarlos. La que me ayudó a pintar la casa en top-less. La coautora del vocablo “frusu”. A la que aguanté la frente durante su primera náusea de su primera borrachera en las fiestas de Calatayud. La única persona en el mundo con la que puedo hablar el idioma de la “P”. La que siempre esta dispuesta a seguirme el rollo sea cual sea la parida que se me acaba de ocurrir. La que bailaba sardanas en la pared a mi lado. La que le cantó “És l’hora del adéus” al ecosistema que habíamos acumulado tras días sin agua, cuando por fin pudimos ducharnos. La persona que ponía sus bambas junto a las mías en la taquilla del gimnasio. La de las siestas interminables. La de los “te quiero” cuando apenas sabíamos qué significaba querer a alguien. La que me hizo la manicura ayer mismo y la que me teñía el pelo hace unos años. La reina del despiste. La que siempre se hace esperar y ni si quiera se preocupa por buscar una excusa creíble. La única que entiende lo que significa tirarse a la piscina estilo “chewing gum marginator”. Mi rival en concursos que ahora no recordaremos. La de las congas imaginarias. La persona con la que iba a casarme si a los treinta años seguía soltera. Mi hermana. La que comparte conmigo traumas de pajilleros en el Parque Güell cuando volvíamos del colegio a casa. La que me ha visto con trenzas y gafas. La que me vio pegar el estirón y convertirme en mujer. La que ahora ve mis arrugas incipientes y mis primeras canas. La que seguirá estando ahí para ver todo lo que suceda de ahora en adelante. La generosidad con patas. La única persona más veloz que yo a la hora de sacar el monedero para invitar a alguien. La que construía cabañas conmigo. La otra protagonista de los vídeos más surrealistas -o de los programas de radio más raros-. La que jugaba conmigo a cocinitas que luego les dábamos de comer a nuestros padres. La que me ha secado las lágrimas en más de una ocasión y con la que me he muerto de la risa hasta dolernos los abdominales. La que siempre ha estado ahí. La que comparte conmigo cronología, historia y recuerdos. La que me ancla inevitablemente al pasado.


Porque sin ti mi vida hubiera sido otra.



Para que sigamos creciendo sin hacernos mayores.

Por treinta y un años más a tu lado.

martes, 14 de junio de 2011

El dios de las pequeñas cosas

Contaba un buen amigo que el día que supo que se había hecho mayor estaba borracho. Se había tomado unas cuantas copas de más en un ático de la capital del reino en compañía de algunos colegas cuando, de repente, cayó en la cuenta de que ya no era tan joven como sentía / pensaba. Se quedó absorto, mirando los edificios que ensuciaban el horizonte urbano, mientras las voces de sus amigos se evaporaban como en un sueño. Los demás siguieron a lo suyo, completamente ajenos a lo que le ocurría a mi amigo, hasta que alguien se dio cuenta de que el silencio de Dod -llamémosle Dod- se estaba alargando algo más de lo normal. Y Dod no era de los que acostumbraban a estarse callados, a un lado, sin hacerse notar. Entonces, todos lo miraron. Sus ojos tenían un punto de terror nada habitual. Cuando uno de sus mejores amigos le preguntó que qué era lo que le pasaba, él sólo contesto: “Me acabo de dar cuenta de que ya no estoy a tiempo de ser astronauta, futbolista ni bailarina. Me he hecho mayor.”. Los demás rompieron a reír sin entender la magnitud verdadera del drama. Yo siempre he pensado que es de lo más elocuente que jamás voy a oír.

Últimamente tengo muy presente esta anécdota. Dod se dio cuenta de que había crecido porque ya no estaba a tiempo de hacer ciertas cosas; yo por saber que todavía me quedan algunas por hacer. Y no me refiero aquí a disparates marca de la casa -que de esos ya no me quedan apenas espinitas por sacar- sino precisamente a lo contrario. Me explico. Siempre he vivido a lomos de una montaña rusa. Haciendo mil cosas, yendo de aquí para allí. Muy bonito. Precioso. Ha estado realmente bien. Pero hoy siento que quiero otras cosas. Otras cosas más pequeñas, más cotidianas, más veraces. Y es el anhelo de esas otras cosas -pequeñas, cotidianas y veraces- el que me lleva a pensar que me he hecho mayor. Como el que supera su etapa de amores adolescentes y se siente preparado para establecer las bases de una bonita relación.

Hoy, más que nunca, siento que el dios de las pequeñas cosas está junto a mí. No me ha hecho falta ni invocarlo. Ha aparecido solo, como por arte de magia -y nunca mejor dicho-.

El dios de las pequeñas cosas es alguien junto al que la vida se torna más leve.

El dios de las pequeñas cosas es alguien que me mejora, que me suma, que me embellece.

El dios de las pequeñas cosas es alguien que tiene el don de soplar el tiempo para que vuele.

El dios de las pequeñas cosas regala rosas que no significan “felicidades” ni “perdóname”.

El dios de las pequeñas cosas es amigo, es compañero, es cómplice.

Al dios de las pequeñas cosas le gusta caminar despacio mientras llueve.

El dios de las pequeñas cosas no juega a adelantarme, a ganarme ni a perderme.

El dios de las pequeñas cosas no necesita hacerme sufrir para que me quede.

Prometo honrarle, respetarle (y sorprenderle).

miércoles, 30 de marzo de 2011

Stravaganza nº 1: Historia de un mechero en estructura de Baricco


Y allí, sumergido en aquella oscuridad nauseabunda, recordé las palabras de quien coincidiera conmigo en un bolsillo cualquiera frente a las costas de Vietnam: “Al morir, los hombres ven una luz al final del túnel; nosotros, un túnel al final de la luz”.

Estaba muriendo. No cabía duda. Hacía ya varias horas que había cruzado la luz perfecta de un mediodía tropical para precipitarme en las tinieblas de ese -¿cómo llamarlo?- receptáculo que apestaba a carroña en descomposición. No, peor aún: a úlcera putrefacta promiscuamente entremezclada con vómito de beodo y orina de gañán. Olía fatal, en definitiva. Y ahí estaba yo, en medio de aquella opacidad descarnada, pensando que me moría y sin saber muy bien qué hacer. Esperaba -sí, eso es, esperaba-.

Y así es como, de repente, mientras aguardaba resignado mi destino, me sorprendí huyendo al pasado, refugiándome en pretérito, avanzando hacia el ayer. A las puertas de la muerte, me dio por repasar mi vida. Muy original, lo sé.

Lo primero que vi fueron sus ojos. Dos inmensas pupilas dilatadas del que sabe que está a punto de dejarse engullir por la tentación. Tenía 16 años pero nadie se molestó en pedirle el DNI. Con total impunidad compró una cajetilla de rubio y, ya a punto de abandonar el puestito, se acordó de mí. Caminó largo rato apretándome fuertemente entre unos dedos todavía inexpertos. Creo que quería encontrar el lugar perfecto en el que dar rienda suelta a aquel particular ritual de iniciación. Y allí, en un callejón situado en alguna ciudad europea de la que nunca supe el nombre, se detuvo apresuradamente, se colocó un cigarrillo entre los labios y me desvirgó.

Lo primero que vi fueron sus ojos. Lo segundo, unos labios entreabiertos soplando con devoción. Había mucha gente. Y una tarta. Y cuarenta y ocho velas que habíamos tardado una eternidad en prender. El rubor me encendía la piel. Decenas de ojos me acechaban tras sonrisas aparentemente afables, mientras con mi aliento caliente alguien encendía, una a una, todas las velas del pastel. Y cuando ardía la última, se apagaba la primera. Y así sucesivamente. Y todos resoplaban impacientes. Y se quejaban de que mi cuerpo, exhausto y dolorido, les abrasaba la piel. Por la enorme estatua que se divisaba tras la ventana, supe que estaba en Nueva York.

Lo primero que vi fueron sus ojos, lo segundo unos labios entreabiertos. Lo tercero, aquellas sábanas cubiertas de sudor. Y él. Y ella. Y una pipa de la paz tras haber hecho el amor. Desperté entre los dedos delicados de la chica. Palpó a tientas la mesita de noche, me acarició la espalda, hizo girar mi cabecita y el fulgor que escapó de mis entrañas encendió unos ojos vítreos de excitación. Su aliento entrecortado y vacilante a punto estuvo de apagarme y el pulso le temblaba con la sutileza del que acaba de ser agitado por los claroscuros de un delirio de pasión. Tras las cortinas, despuntaba el día; y a lo lejos, despertaba la mezquita con voz ronca implorando a la oración.

Lo primero que vi fueron sus ojos, lo segundo unos labios entreabiertos, lo tercero aquellas sábanas cubiertas de sudor. Lo cuarto, el cabello blanquecino del que ha vivido mucho, ha visto en exceso y ha callado más. Tras sus ojos rasgados, la pericia milenaria de toda una civilización. En su mano, el incienso humeante como ofrenda a su dios. Yo en su bolsillo -expectante, sombrío, dócil-, avanzando a paso lento hasta la enorme figura de rostro sonriente que parecía invitarnos a pasar. En algún momento sentí que se sentaba -se arrodillaba, se postraba, se agachaba-. Y caí dormido hasta que el alboroto mundano de aquella urbe alejada me arrancó de la paz.

Lo primero que vi fueron sus ojos, lo segundo unos labios entreabiertos, lo tercero aquellas sábanas cubiertas de sudor, lo cuarto el cabello blanquecino. Lo quinto, el silencio adherido a la sabana. Y aquí y allá, por todas partes, melodías que rompían la ausencia de palabras con presencia de color. Un niño rebuscó entre sus cochambrosos bolsillos; y me encontró. Pasé de mano en mano, de callo en callo, de llaga en llaga y, finalmente, el más anciano de la casa se inclinó sobre un montoncito de madera y la encendió. A mi alrededor, la muchedumbre aglomerada. Niños descalzos, hombres mugrientos, mujeres de pechos caídos y manos de labrador. Negros, todos. Como la noche. Como la vida en aquel rincón del mapa. Como todo lo que quedaba fuera del alcance de la lumbre y del calor.

Lo primero que vi fueron sus ojos, lo segundo unos labios entreabiertos, lo tercero aquellas sábanas cubiertas de sudor, lo cuarto el cabello blanquecino, lo quinto el silencio adherido a la sabana. Lo sexto, un mar que no era azul. Era rosa, naranja, verde, amarillo, rojo. Era cian, blanco, púrpura y marrón. Era el firmamento revelado en un espejo. Era una noche de verano en Barcelona. Era la multitud reunida sobre la arena de la playa. Era el cielo derramándose en heridas de color. Era la mecha avanzando inexpugnable. Eran los ecos de la pólvora sobre el silencio del crepúsculo. Era la vida pendida de una llama: era yo.

Lo primero que vi fueron sus ojos, lo segundo unos labios entreabiertos, lo tercero aquellas sábanas cubiertas de sudor, lo cuarto el cabello blanquecino, lo quinto el silencio adherido a la sabana, lo sexto un mar que no era azul. Y, por último, una luz que inundó de repente el misterio hediondo y fétido en el que me encontraba arrancándome de mi particular ensoñación. Supe que iba a morir. Lo supe inmediatamente. No me hizo falta escuchar el motor de aquel camión que se acercaba a mi indecorosa sepultura, ni ver el rostro de la muerte en el operario que iba a extirparme hasta el último halo de vida sin un ápice de compasión. No, no me hizo falta. Lo supe en cuanto vi la luz. “Al fin y al cabo, nuestra muerte no es tan diferente a la de los hombres”, sonreí.

Lo primero que vi fueron sus ojos, lo segundo unos labios entreabiertos, lo tercero aquellas sábanas cubiertas de sudor, lo cuarto el cabello blanquecino, lo quinto el silencio adherido a la sabana, lo sexto un mar que no era azul y, por último, una luz.

miércoles, 16 de marzo de 2011

And so it is...


Existen dos tipos de personas:

1) Los que van a un concierto -cantan, bailan, beben, charlan- y después se van para casa o a seguir la fiesta en otro lado.

2) Y los que van a un concierto -cantan, bailan, beben, charlan- y acaban a ciento cincuenta kilómetros de ese escenario mojando los pies en el océano y paseando por la oscuridad de un bosque casi veinticuatro horas después.

Ante la pregunta de “¿cuándo acabe el concierto, cogemos el coche y nos perdemos por ahí?" mi instinto sólo registra una contestación posible. Un “sí” rotundo, un “por supuesto”, un “qué bueno…”. O mejor todavía, un “¿y por qué no?”.

(A menudo se buscan razones para hacer las cosas, sin caer en la cuenta de que la mejor razón para llevarlas a cabo es que no haya ningún motivo de peso por el que abortar la intención)

Y cuánta razón lleva el instinto…

Nuestro instinto nos llevó hasta un no-plan (hay conceptos que sólo encuentran sentido en el seno de una negación) en el que cada instante se escribía en el segundo anterior. Fue improvisado. Inaudito. Prolífico. Real -sobre todo real-.

Fue una road movie de cinturones bien abrochados, conductor sobrio y nariz de payaso intermitente. Una cama desbordada de cuerpos en algún punto del Empordà. Desayuno para cinco. Sol para todos.

Fue sentirse muy cerca de quien nunca ha estado lejos.

Fue detenerse en medio de la nada, respirar hondo, entregarse a las voluntades atmosféricas y mirar el horizonte con una conciencia absoluta de estar viviendo algo especial. Fue olvidar el tiempo, esconder los relojes. Perderse cien veces (y cien veces + una volverse a encontrar).

Fue aprender a jugar con las palabras, respetar los silencios. Mirar un mar agitado y sentir calma interior. Quedar prendida de un abrazo sin suplicar por un beso. Llevar por bandera la melodía de aquella canción.

And so it is…

Fue la noche concentrada entre las piedras de un pueblo -de cuyo nombre me acuerdo pero prefiero ocultar-. Fueron las estrellas y la luna, los faroles, la tierra y el frío en el aliento. Las doce campanadas -pinceladas de color sobre el silencio- que nos transportaron hasta éste, nuestro particular año nuevo.

Fue la vida adherida a una decisión cotidiana.

Fui yo desnuda de todo alter ego.

Fueron, sobre todo, ellos.

sábado, 12 de febrero de 2011

Para Anna (y sus treinta)

Te pienso y eres violeta. Unas veces roja y otras azul. En ocasiones pasión, a veces calma. A caballo entre la proximidad y la distancia. A medio camino entre las ganas y el temor.

Te pienso y eres un columpio en medio de un prado verde. Eres diversión y tranquilidad, espontaneidad, inocencia, candidez. Unas rodillas rascadas y un rostro sonriente.

Te pienso y eres una llamada a media noche. Un grito de auxilio. Una confidencia nocturna. Una broma tardía. Un te llamo porque sí.

Te pienso y eres un silencio nada incómodo.

Te pienso y eres una humeante taza de café. Un plato de sushi, un gin tonic, unas bravas, un vermut.

Te pienso y eres la mayor de las virtudes. Eres sencilla, fácil, transparente.

Te pienso y eres una casualidad que llegó para quedarse. Uno de los pilares que me sustentan. Una de las patas de mi silla.

Te pienso y eres una carcajada eterna. Una mirada de complicidad, un entendernos sin hablar, un saber que estás ahí.

Te pienso y eres mi niñez y mi adolescencia, mi juventud y -espero- mi edad adulta.

Te pienso y eres un abrazo imperfecto.

Te pienso y eres un hombro perfecto.

Te pienso y eres tú.