miércoles, 24 de abril de 2013

Shakespeare, entre África y un corazón


Yo no quería gatos, mi chico quería uno y acabamos teniendo dos. La culpa la tuvieron aquellas manchitas mal colocadas, aquel pelo enmarañado, aquellas legañas que le impedían abrir sus ojos ambarinos de par en par. Lo vimos y nos enamoramos de su imperfección. Habíamos llegado hasta aquella casa de l’Empordà para recoger a un precioso gatito gris azulado y regresábamos a casa con los dos, librando al que se debía quedar de un futuro incierto en un refugio de animales. No hubo dudas, incertidumbre ni titubeos: los vimos, los tomamos en brazos y los montamos en el coche rumbo a su nuevo hogar.

Los bautizamos con nombres que se complementaran, que se necesitaran, cuyo significado perdiera fuerza en ausencia del otro. Nunca imaginamos que lo que ha acabado ocurriendo pudiera llegar a pasar. Los elegidos fueron Shakespeare y Newton, en clara referencia a las tendencias académicas de sus padres -que no dueños, nunca me ha gustado eso de ser propietaria de nadie.

Los primero días trascurrieron con la permanente incógnita de cómo iban a ser. Teníamos prisa por adivinar su carácter tras cada pequeño gesto. Y aunque el aplomo y el aspecto saludable de Newton hicieran presagiar que el que iba a llevar la voz cantante sería él, pronto descubrimos en Shakespeare a todo un líder al que su hermano no iba a tener más remedio que obedecer. Y así fue. El gatito flacucho, legañoso y débil poseía una personalidad absolutamente arrolladora. Newton lo seguía a todos lados, lo imitaba, lo limpiaba a lengüetazos de límpida adoración. Uno abría camino, el otro lo aprovechaba. Uno descubría nuevas travesuras, el otro las aprendía. Aunque en honor a la verdad debo decir que el precioso gatito gris azulado inició también algunos rituales que, sin embargo, su hermano no siguió -un líder nunca sigue a nadie. Su fijación por perseguir sombras o sus revolcones por el suelo ofreciendo la panza a todo aquel que se preste a acariciarlo son solo algunos ejemplos.

Con el paso de los días, Shakespeare se convirtió en un gato robusto y saludable. Comía, comía mucho -de hecho una de las cosas que más le gustaban del mundo era comer. Su recién estrenada fortaleza física lo condujo a explorar nuevos rincones, a buscar más allá de las paredes de casa. Comenzó subiéndose al muro de la terraza, continuó por pasearse a lo largo de la barandilla de nuestro ático y acabó por cruzar a la casa del vecino jugándose el pellejo sobre el vacío. En esto su hermano jamás lo siguió. Se limitaba a esperarlo a los pies de la barandilla, junto a la mampara que separa ambas casas. Y cuando Shakespeare se demoraba, venía a toda velocidad hasta nosotros maullando para avisarnos de que el gatito blanco tardaba mucho en volver.

Shakespeare trepaba a los árboles cuando estábamos en Tossa. Nos acompañaba cuando paseábamos por el río. Perseguía insectos de verdad y ratas de goma. Le encantaba esconderme el papel de liar bajo el sofá. Shakespeare se sentaba en la alfombrilla del baño mientras nos duchábamos. Paseaba por los tejados. Ronroneaba cuando comía, cuando lo llamabas, cuando le acariciabas la barriga. Ronroneaba por todo. Me observaba desde el mármol de la cocina mientras lavaba la vajilla. Se subía a la mesa cuando comíamos -pero nunca, jamás, tomó nada de nuestros platos. Shakespeare destrozaba las plantas de la terraza y utilizaba los tiestos como cajitas de arena natural. Se afilaba las uñas en el sofá y te miraba con cara de no haber roto un plato. Jugaba con los cordones de mis pantalones de pijama. Bebía directamente de los grifos, mordía las bolsas de basura, escalaba mi albornoz hasta la capucha. Shakespeare dormía en su cestita y, a veces, subía a nuestra cama para tumbarse en la almohada o acurrucarse a los pies. Por las mañanas rascaba el armario para despertarnos y, cuando no nos levantábamos al son que él marcaba, se liaba a tortas con el cuenco del agua. Shakespeare hurgaba en la bolsa de la compra y se metía en la nevera. Rascaba la puerta del baño para que lo dejara entrar. Jugaba con el rollo de papel de wáter desenrollando decenas de metros por simple y llana diversión. Shakespeare amasaba la mantita rosa del sofá. Se escondía en cajas de cartón, en los armarios, detrás del espejo del comedor. Shakespeare se colocaba delante de la pantalla cuando mirábamos un programa interesante en la televisión. Shakespeare abrazaba a su hermano cuando dormía, me miraba con ojos de entender lo que le decía, se tumbaba sobre mi chico para darle calor. Cuando llegábamos a casa, Shakespeare bajaba corriendo las escaleras para recibirnos –eso cuando no estaba ya esperándonos tras la puerta del recibidor. A Shakespeare le gustaban los masajes y el yogurt. Y alargaba su patita para tocarnos la cara cada vez que lo tomábamos en brazos –de todas, quizás es esta la imagen más certera que conservo, la más tierna, la que me punza en algún punto entre el corazón y las costillas cada vez que me acuerdo de él.

Shakespeare tenía una mancha en forma de corazón en un costado y otra con la silueta de África en el opuesto. En las patitas, llevaba calcetines atigrados -desiguales, agujereados, encantadores. Su cara era preciosa. Las manchas que le adornaban la nariz y la zona sobre el labio superior le endulzaban la expresión. Sus ojitos, parcialmente cubiertos por un velo blanco, siempre consiguieron lo que quisieron.

Sigue aquí, aunque no lo veo. Está en su hueco del sofá, sobre el muro desde el que miraba a la calle, en el cojín que utilizaba para dormir. Está, sobre todo, en su hermano -en todas las travesuras y gestos que el precioso gatito gris azulado aprendió de él. Es una bonita manera de que siga aquí.

Te echamos de menos.

1 comentario:

El Patchwork de Dolors dijo...

Te entiendo perfectamente Olga, yo soy un desastre para las fechas, pero hay una no no se me olvida... 17 de Noviembre, Fosca se fue, y no hay manera de llenar ese vacío, en fin siento mucho que la enfermedad os lo arrebatara.
Besos