martes, 5 de junio de 2012

Un principio de cuento

Cuando empecé a escribir estas líneas, me perdí entre cavilaciones acerca de cómo evoluciona el amor a lo largo de la vida. Pensé en cómo hemos cambiado. En por qué lo que una ni siquiera se plantea en un determinado momento se convierte en tan deseable a cierta edad. En cuándo hiciste / hicimos ese clic que lo cambiaría todo.

Hubo un momento en que el amor era que el niño que te gustaba te diera un beso en la mejilla, te levantara la falda o te eligiera en su mismo equipo de fútbol. Más adelante, antes de los diez pero después de los siete, amor era jugar al pilla pilla y rozarse sin querer pero queriendo. A los once, una dedicatoria en tu agenda. A los doce, que te acompañaran a casa después del colegio. A los trece amor es escaparte a la habitación de los chicos en unas convivencias. A los quince, un amor de verano. A los diecisiete, un póster de tu amor platónico en tu cuarto. A los dieciocho amor son los amigos. A los veinte, amor es que te paguen las copas. A los veinticinco, que además de las copas te paguen la cena. A los veintiocho, amor es conocer al hombre de tu vida. A los veintinueve, prometerte. A los treinta, casarte.

Y sin embargo, tú, en todas y cada una de estas edades, incluso cuando cosechabas los más grandes éxitos profesionales, incluso en nuestros momentos más cínicos e hilarantes, tú, siempre tú, más allá de tus tacones de femme fatale pisando fuerte, desprendías cierta aura de muñeca delicada a la espera de su príncipe.

Desde que te conocí en aquella primera clase del primer día del primer curso de nuestra primera carrera, lo supe. Eras una romántica empedernida. Una romántica que se hacía la interesante a golpe de ironía pero que en realidad anhelaba encontrar ese zapato de cristal que le encajase. Era difícil. Nunca has sido de las que se han dejado seducir por metas fáciles. Pero érase una vez, en un lugar de cuyo nombre no puedo acordarme, apareció un apuesto caballero con nombre de sol y alma de viento. Tú espejito te susurró al oído que aunque tú serías siempre la más bella, no había en el reino varón más hermoso; y te pinchaste para siempre con la rueca del hechizo. Sin pensártelo dos veces cambiaste tu colita de sirena por un par de piernas firmes y te propusiste caminar a su lado. Estabas feliz, radiante, plena. Jamás habías sido una cenicienta desvalida pero ahora, sobre su alfombra voladora, te sentías más princesa que nunca. Y es que el zapatito, que en esta historia no es de cristal sino de Blahnik, por fin había encajado.

Un brindis porque aunque en los cuentos, la boda siempre es el final, para vosotros es solo el principio. ¡Muchas felicidades!

No hay comentarios: