domingo, 6 de diciembre de 2009

Una aclaración

A veces creo que no se me ha entendido bien. Que cuando decido quedarme en Barcelona -o mejor dicho, alargar mi estancia, ya que lo de quedarme o no quedarme no está para nada claro-, muchos se congratulan a sí mismos con un "¿Lo ves? Al fin y al cabo este es tu sitio", un "Ya te lo dije" o un "El paraíso lo llevas tú encima, no hace falta marcharse lejos para encontrarlo". Cierto o no cierto, no es este mi caso. Se felicitan, se aplauden, se enorgullecen, como si mi regreso a Barcelona fuera la muestra de que yo he perdido el tiempo y ellos lo han aprovechado al máximo. Llevo sintiendo esto desde que pronunciara en voz alta mi voluntad de perder mi vuelo de regreso a Tailandia. Y me gustaría aclararlo:

Punto uno. Yo era feliz en Koh Tao. Mucho. Muchísimo. Como en ningún otro período de mi vida lo he sido. Esto tiene que quedar claro. Mi decisión de quedarme tiene poco que ver con ello. Es alucinante, lo sé. Nos repetimos toda la vida que nuestro objetivo final es ser felices y cuando lo hallamos… ¡Zas! Necesitamos algo más. ¿Qué hay después de la felicidad? No lo sé, pero estoy dispuesta a descubrirlo. Una nueva manera de conseguirla, intuyo. Un nuevo reto, un nuevo camino.

Punto dos -y enlazando con el anterior-. A mí siempre me han gustado los retos. La adrenalina, el qué será, el ponerme a prueba, el medirme, el saber si seré capaz. Es por ello que siempre he desempeñado trabajos tan distintos, que he vivido de día y de noche, que he viajado, que he escalado y hecho wakeboarding cuando los deportes extremos no son lo mío. Koh Tao había dejado de ser un reto. Ni siquiera irme de viaje a China, Argentina o Mozambique podía serlo. Tras tres años viajando, volver a casa era lo más parecido a un desafío. Me apetece saber si seré capaz de volver a convivir con todo aquello que desde la distancia tanto he temido -las apariencias, las superficialidades, la moda, el metro, la rutina, el asfalto, el frío-.

Punto tres -y enlazando también con el primer punto- . Si antes hablábamos de retos, ahora toca hablar de caminos. Me gusta caminar. Me gusta abrir senderos donde los demás sólo ven maleza, complicaciones, sinsabores, obstáculos, vacío. Me gusta pensar que puedo ser muchas cosas. Me gusta imaginar las diferentes vidas que podría tener, tirar los dados y escoger una. He sido feliz como periodista, como viajera y como instructora de buceo. Ahora, quizás, es el momento de descubrir si puedo ser feliz de otra manera. Deshacer el camino y empezar otro nuevo.

Punto cuatro. Todo no se puede tener en la vida. No todo a la vez, al menos. Yo querría combinar mis playas paradisíacas, el relax, las hamacas, las sandalias y el buceo con la cultura, los cines, mis amigos de toda la vida, mi familia, la vida trepidante, los abrigos, los museos. Pero no puedo. O me quedo en Koh Tao o en Barcelona. No puedo fusionarlas en un único lugar en el que todo fuera bueno. Por eso también me quedo. He disfrutado de las benevolencias de mi isla durante casi un año; ahora siento que necesito gozar las generosidades de mi patria. Todo no puede tenerse de golpe; así que decido tenerlo por etapas.

Punto cinco. Me gusto más en Barcelona. Qué idiotez, ¿verdad? Pero es así. Me gusto más no-feliz, que feliz. Por que cuando uno todavía no ha alcanzado la felicidad, la sigue buscando. Y en la búsqueda, se hace preguntas y halla respuestas. Lo asaltan las incertidumbres, las dudas, los puntos suspensivos. Y elabora filosofías más o menos acertadas que lo acerquen a esa verdad oculta. Cuando uno es feliz, sin embargo, no tiene que plantearse nada. Ha llegado, ya está. No necesita urdir extrañas teorías porque ya no hay nada sobre lo que teorizar. Encontró la respuesta: no hay más que buscar. Y yo, que siempre dije que mi meta era ser feliz, ahora empiezo a pensar que no, que yo no he nacido para mecerme en esa plenitud eterna a salvo de interrogantes. A mi me gusta tener dudas. A mi me gusta darle al coco. A mi me gusta equivocarme.

domingo, 22 de noviembre de 2009

La Alquimista

Así me siento hoy. Como el protagonista del best seller de Coelho pero en femenino. En el punto de partida. En el inicio -que es a su vez meta y camino-. Y esa es la novedad: que en mí nada es definitivo. Que soy consciente de que quizás todo esto sea otra ilusión, una nueva falacia de mis sentidos, una nueva sinrazón, el pistoletazo a un nuevo delirio.

A veces hace falta irse a Egipto para descubrir que el secreto estaba en Huelva. A veces, necesitamos llegar hasta Tailandia para querer regresar a Barcelona. Para descubrir que ni esto era tan malo ni aquello tan idílico. Y no se trata de un paso hacia atrás, de un retroceso, de un reset hasta el principio. Para nada. El periplo es condición sine qua non para descubrirlo. No lo sabría si jamás me hubiera ido. Si me hubiera quedado en Barcelona escudada por mis miedos, Koh Tao seguiría siendo mi destino -eterno, aplazado, inminente u onírico-.

Me apetece quedarme. Y no voy a irme sólo porque tenga un billete de avión con mi nombre en el que dice que pasado mañana estaría en Koh Tao. Me apetece quedarme. Y voy a hacerlo. Sabiendo que eso puede cambiar en cualquier momento. Que Barcelona quizás es bella sólo porque llevaba año y medio lejos. Que quizás esté inmersa en una nueva trampa del destino. Que no hay certeza en mis palabras, sino un nuevo fluir con el viento. Un comulgar nuevamente con el lema “caminante, no hay camino…”.

viernes, 20 de noviembre de 2009

Florencia, tras diez años

(…) Aplaudíamos a la Cúpula del Duomo cada vez que la vislumbrábamos entre los edificios de la ciudad. Quizás, sin saberlo, aplaudiéramos también al reencuentro, a la amistad, al milagro de haber cumplido diez años juntos. Desde aquella primera clase en la universidad hasta Florencia. De las aulas a la calle, de la teoría a la práctica, de los problemas de post adolescentes a los dramas de casi adultos -nunca acabaríamos de considerarnos como tales-. Diez años. Diez años en que la vida había disparado nuestras personalidades hacia el infinito haciendo algo complicado el punto de encuentro. Y, sin embargo, lo había; seguía habiéndolo. Aquellos aplausos eran la mejor muestra de ello.

Llegamos a Florencia porque Enric pensó que sería el mejor regalo a la fidelidad, la mejor inversión en nuestra cuenta corriente a tres voces. Él ponía los billetes, la sorpresa, la ilusión; Meri y yo el tiempo, las ganas y el agradecimiento. Hacía año y medio que no estábamos los tres juntos -y no por falta de ganas, sino por que vivíamos en diferentes puntos del globo terráqueo- y ya iba siendo hora de que invirtiéramos en nuestra relación. Por fin, convergíamos en espacio y tiempo. Por fin, caminábamos en la cuerda floja de unas mismas coordenadas. Por fin, coincidíamos en el mismo huso horario. Por fin. Y debíamos aprovecharlo.

Y lo hicimos. Para darnos cuenta de que no importa el tiempo que estemos separados si el que estamos juntos sigue siendo tan auténtico, tan real, tan honesto, tan sensato. Que no importa que tengamos visiones de la vida tan divergentes si hallamos la riqueza en el intercambio. Que da igual que Meri hable de fiestas glamurosas, Enric de sus estudiantes indios y yo de tiburones toro si nos seguimos riendo de la vida juntos, si nos entendemos para confeccionar teorías surrealistas, si ante una llamada de emergencia 10.000 kilómetros parecen un par de pasos.

Y Florencia fue el escenario (…)

viernes, 30 de octubre de 2009

Barcelona 2.0

Cuando me fui de Barcelona, a ésta le bastaba con su nombre de pila y no necesitaba ningún apellido. Cuando la vi por última vez, eso del 2.0 sonaba simplemente a algún término informático o a un yogurt con un porcentaje de grasa algo más alto de lo normal. Cuando me despedí de ella, la llamé casa y me fui en busca de un hogar. Al decirle hola de nuevo, la nombré vacaciones y he encontrado algo más. Me fui de Barcelona, he regresado a 2.0 y, sin embargo, ni ella ha cambiado tanto ni yo sigo tan igual.


Nos hemos encontrado. Por fin, nos hemos encontrado. Como dos amantes que se dan la espalda por repetitivos, reiterativos y rutinarios. Y que tras una larga separación vuelven a comerse a besos aprovechando todos los semáforos. Barcelona y yo estamos en pleno idilio. Nos hemos echado de menos sin saberlo; sin ser conscientes, nos hemos añorado.

Barcelona 2.0 es el futuro. ¿También el mío?

La respuesta próximamente. No por hacerme la interesante, sino porque no lo sé. Siento que la amo -y eso es ya de por sí un gran paso-, pero como por todos es bien sabido que yo no me caso con nadie, antes deberé descubrir hasta qué punto es capricho, deseo, enchochamiento, amor verdadero o amor esclavo.

domingo, 25 de octubre de 2009

De Madrid a Barcelona -o al cielo-

Barajas. Doce del mediodía. Tras dieciséis horas de vuelo, nueve horas de escala en London y otro avión mucho más llevadero, aterrizo en la capital. Vuelvo a España. Año y medio más tarde de que la abandonara por un par de meses. Nunca me despedí de ella. Siempre pensé que volvería en breve; siempre supe que iba a tardar en volver. Y tardé. Aterrizo en Barajas, intento concienciarme de la importancia del momento, me obligo a emocionarme sin éxito, creo que debería llorar. Pero no lo hago. El único momento en que me resbalan un par de lágrimas mejillas abajo es al pisar el aeropuerto de London y sentir el frío atizándome la piel -¿Quién me mandaría volver a casa en invierno?-. En Madrid no lloro. En Madrid no me emociono. En Madrid siento que nunca me he ido.

Madrid ha sido una buena idea. Una escala más de mi viaje pero en mi propio país. Un regreso por etapas. Un disfrutar de los placeres españoles sin estar todavía en casa. Madrid ha sido Javier. Callejear por el bullicio de una gran ciudad europea y volver a sentirme parte de ese hormigueo. Madrid ha sido ir de tapas y de vinos, volver a beber agua del grifo, tomar cañas bien tiradas y gin tonics que saben rico. Madrid ha sido volver a llevar ropa de invierno. Volver a pasearme entre obras de arte en la exposición “Lágrimas de Eros”, ir al cine y dejarme absorber por “Ágora”, perderme por las casetas de libros del Retiro. Madrid ha sido mi primera dosis cultural en mucho tiempo. Madrid ha sido, también, escapar de la ciudad y refugiarme en los aires medievales de Segovia. Dormir en un hotel con encanto de Pedraza, comer cordero asado en un asador de pueblo, un paseo entre buitres en la ermita de un santo cuyo nombre no recuerdo. Madrid han sido risas de madrugada. Ha sido volver a mezclarme con el estilo de vida español. Ha sido darme cuenta de lo mucho que lo había echado de menos.

Madrid ha sido Dod. Este post lleva dedicatoria y agradecimiento.

lunes, 19 de octubre de 2009

Kuala Lumpur: entre dos aguas

Varios adioses en el puerto. Una única maleta de 10 kilos. Mickey que se viene conmigo. Siete horas en ferry. Suratthani. Dos autobuses rotos por el camino. Hat Yai. Veinticinco horas en total -noche, día, noche-. Y, finalmente, entre las sombras, Kuala Lumpur: mágica, arrolladora, contundente. Como siempre. Como ya lo era la primera vez. Las Petronas, de nuevo. Starbucks. Menara Tower. El monorail. Equator GH -mi fotografía sigue coronando la pared-. Cervezas con Haydi. Palomitas en un cine -por primera vez en diez meses-. Comida india en la calle. Shopping en Times Square.

Kuala Lumpur. Esa ciudad que ya me intrigara desde que se la oyera pronunciar a la presentadora de Nosólomúsica de aquel modo tan sensual. Esa ciudad a la que vuelvo sin remedio una y otra vez. Esa ciudad en la que algún día viviré.

Kuala Lumpur. La primera escala de mi largo viaje de vuelta a Barcelona. Un mundo casi occidental pero todavía en Asia. Mi limbo particular. Mi refugio. Mi último adiós. Mi casi hola.

En veintiocho horas -¡veintiocho!-, Madrid.

viernes, 16 de octubre de 2009

Koh Tao, hola y adiós

De regreso en Koh Tao, la calma se instala en mi vida. Pero no es sólo una calma de “hogar, dulce hogar”, de “se acabó”, de “lo que me he sacado de encima”. No es simplemente un suspiro de alivio. No es únicamente pegarse una ducha, ponerse ropa cómoda y desmayarse en el sofá. Es algo más. Es una extraña calma que anuncia tempestad. Lluvia de recuerdos, truenos de risas lejanas, relámpagos como flashes de instantáneas empolvadas, tormenta emocional. Es una calma que avecina altos y bajos. Una calma puente: de las emociones del pasado a las que me embargarán con mi inminente viaje a España. Una calma jueves. Una calma que separa. Una calma que se instala entre dos grandes momentos de mi vida: Koh Tao y Barcelona. Mi isla adoptiva y mi tierra natal.

Estoy introspectiva. Y cuando estoy así, me da por añorar. Echo de menos a todos y cada uno de los que han compartido conmigo algún momento de estos trescientos siete días. Echo de menos las tres casas en las que he vivido, los cuatro colchones en los que he dormido, los cientos de porches en los que me he sentado a ver la tarde morir. Echo de menos la eterna carcajada de Imma -y sus broncas, sus llamadas constantes, sus macarrones a la boloñesa, sus bailoteos, sus ideas descabelladas, su energía sin fin-. Echo de menos el abrazo reconfortante de Josi. Echo de menos a Tim. Echo de menos los atardeceres rojos, las lluvias torrenciales a través de la ventana, el sol radiante, el viento como lobo enfurecido queriendo derrumbar a soplidos las paredes de mi bungalow. Echo de menos mis días de DMT. Echo de menos las cenas de cumpleaños, las copas de bienvenida, las fiestas sin motivo ni razón. Echo de menos Shark Bay, echo de menos Aow Leuk, echo de menos Hin Wong. Echo de menos los madrugones para coger un barco, conducir mi moto cuando el día amanece y ser testigo privilegiado de la luz arrancando colores imposibles a los cocoteros que despiertan a mi alrededor. Echo de menos las Shingas. Echo de menos el crispy pork with curry con, por supuesto, one fried egg on top. Echo de menos los cuentos de Pata -cuando se deslizaba a mi lado en la cama, me acariciaba, me contaba historias inventadas y me daba calor-. Echo de menos Chumphon. Echo de menos mi hamaca, el verde, García Márquez y el tiempo detenido en mi reloj. Echo de menos a los tiburones ballena. Echo de menos saltar al agua y sentir emoción. Echo de menos a Dani. Echo de menos mi trabajo de Dive Master. Echo de menos mis días en el curso de Instructor. Echo de menos el Muay Thai, el wake boarding, los intentos de escalada, los días de caminata bajo el sol. Echo de menos los ojos achinados Eveliina -y su sonrisa subacuática siempre liderando cualquier inmersión-. Echo de menos mi mosquitera verde, mi dry bag roja, mis sandalias sin forma ni color. Echo de menos caminar descalza. Echo de menos a Mónica -mi amiga, mi cómplice, mi hermana mayor-. Echo de menos a algunos de mis estudiantes. Echo de menos los batidos de frutas. Echo de menos las noches tranquilas de “Mujeres Desesperadas” o de “Sexo en Nueva York”. Echo de menos los geckos. Echo de menos a Silvia y nuestras conversaciones sobre pelos, mocos, granos o temas cuanto más escatológicos mejor. Echo de menos el Lotus. Echo de menos dormirme con el silencio de la jungla rugiendo a mi alrededor. Echo de menos mi cama. Echo de menos despertarme con la luz del día entrando a través de la ventana cual ladrón.

Hasta pronto, Koh Tao. Barcelona me llama. Pero en poco más de un mes volveré a mi isla de adopción. Hasta entonces, cuídate -que el monzón no te hunda las raíces en la escarcha-; yo prometo no dejarme comprar por las benevolencias de mi patria. Prometo volver a ti con más matices en el alma, con más colores en los ojos, con más arrugas en el corazón.

jueves, 8 de octubre de 2009

Ensayo sobre la pereza

Enric llegó desde Delhi para recordarme cuánto lo echaba de menos. Enric aterrizó en Koh Tao para enseñarme de nuevo que el escenario da igual cuando se trata de dos amigos compartiendo un rato. Enric se desplazó hasta mí para revelarme lo que es importante. Enric vino a traerme un poco de la Olga de antaño. Y no fue hasta entonces que caí en lo mucho que la había añorado.

Ahora me parece mentira pensar que un día, no hace tanto, existió una Olga que le sacaba 25 horas al día, 8 días a la semana y 366 días al año (367 los bisiestos). Que existía alguien que se llamaba como yo que trabajaba entre semana como redactora en un diario, que el fin de semana se sacaba un extra sirviendo copas en una discoteca, que estudiaba una segunda carrera y cursaba un posgrado dos tardes por semana. Alguien que, además, iba al gimnasio cada día, veía a sus amigos a menudo, tenía sus escarceos amorosos y siempre encontraba algún rato para dedicarse a sí misma. Alguien que disfrutaba con el estrés y con las manillas del reloj pisándole los talones. Alguien que adoraba los deadlines. Alguien al que la adrenalina de las prisas le recargaba las pilas.

Esa fui yo durante una larga etapa de mi vida. Lo fui, lo sé y, sin embargo, me cuesta reconocerme en esa imagen difuminada que ahora se me antoja tan lejana. Mi alter ego. Recuerdo que fui feliz así, que disfrutaba sintiéndome una superwoman capaz de todo, una mujer de su época -arrolladora, competente, polifacética-, el embrión de un mañana prometedor. Fui feliz hasta que dejé de serlo. Supongo que me quemé, que corrí demasiado, que, cierto día, aquella adrenalina de la que me alimentaba dejó de ser suficiente. Necesitaba más. Y el mismo motor que me había empujado desde siempre a hacer mil cosas diferentes, me instigó a dejarlo todo y sumarle emoción y dificultades a mi camino. Complicarme la vida con sonrisas, que diría Javier.

Lo hice. Y volví a ser feliz. Pero aquello también me acabó cansando. Me acostumbré a viajar. Y la incertidumbre del camino solitario que trazaron mis huellas a lo largo y ancho de Asia dejó de ser suficiente un buen día. Necesitaba un nuevo reto. Y desde entonces, hace casi un año, vivo dedicada al submarinismo en esta tranquila isla tropical donde la pereza se ha instalado por primera vez en mi vida. Adoro mi día a día -todos lo sabéis-, pero a veces me pregunto qué se ha hecho de esa chica emprendedora que jamás tenía suficiente, que podía enfundarse un traje para asistir a una reunión importantísima, un chándal para sudar el estrés en una clase de aeróbic o una minifalda para servir cubatas con una de sus mejores sonrisas. A veces me pregunto si soy la misma que siempre entregó sus artículos y trabajos puntualmente, la misma que se sacó dos carreras año por año, la misma cuya autodisciplina la llevó a aprovechar el tiempo al máximo. Hoy, cuando el simple hecho de comprar un frasco de shampoo puede estresarme y llevarme semanas… no puedo dejar de añorar algo de aquella joven Olga que siempre sabía el cómo, el dónde y el cuándo.

Parece ser que mi cuerpo vuelve a necesitar un nuevo reto. Y, esta vez, en lugar de romper con todo, quiero reconciliar mi presente con mi pasado. Recuperar las virtudes de aquella chica de veintipocos que se comía el mundo con lo mejor de esta mujer de veintimuchos que ha aprendido a disfrutarlo.

lunes, 28 de septiembre de 2009

Vientos de cambio

Los huelo cada tarde entre las ráfagas que baten las palmeras a pie de mi balcón. Los huelo en los adioses, en las mudanzas, en los billetes de avión que llevan en su lomo mi destino. Los huelo entre las gotas que golpean con fuerza los cristales de mi habitación. Los huelo en las ausencias, en los silencios, en los besos cruzados entre un barco, el puerto y mi reloj. Los huelo en el vuelo de mi pelo, en la velocidad de una moto surcando las carreteras de la indiscreción. Los huelo en las llamadas desatendidas, en las mañanas sin despertador, en los días vacíos de trabajo, en el todavía estar aquí y sentir que ya no estoy.

Llegó el monzón. Y con él, las carreras por abandonar la isla cuanto antes mejor. Y las calles desiertas y las despedidas en el puerto cada día y el dejarlo todo listo para cuando vuelva el sol -y todos regresemos de nuestro letargo europeo, de las comilonas, de las fiestas con los amigos, de las sobremesas en familia, de las pilas recargadas, de un nuevo adiós -. Llegó el monzón. Y con él, un nuevo paréntesis en mi vida. Acabo de comprarme una moto, me mudo de casa en dos días, ayer me despedí de una amiga, mañana daré la bienvenida a un amigo, luego me iré de vacaciones a la otra cosa, regresaré a Tao a recoger cuatro cosas, sumaré varias decenas de adioses a mi lista de nostalgias y partiré en busca del calor. Del calor de los míos. Porque en octubre, en España, no creo que me esté esperando el sol.

Abro un nuevo paréntesis (que se abre y que se cierra con la llegada del monzón). Koh Tao se queda desierta: me voy incluso yo.

domingo, 13 de septiembre de 2009

Nostalgia adelantada

Término que acuñé hace varios años para designar un sentimiento algo extraño que se da cuando, aún y todavía disfrutar de eso que en breve vas a perder, ya lo estás echando de menos. Unas vacaciones escolares la semana antes de que a uno se le acabe lo bueno. Un viaje durante sus últimas horas. Un amigo que se va a vivir lejos. Una velada romántica. Un fin de semana cuando el domingo por la tarde empiezas a darte cuenta de que ya se acaba. Un verano. Una siesta. Una isla tropical cuando uno tiene un billete de ida y vuelta a España.

Desde que reservara mi vuelo, Koh Tao se me atoja mucho más bella, más dócil, más auténtica, más sensata. Y en parte es porque el sol vuelve a brillar de nuevo. Porque estoy ganando dinero. Porque he encontrado una nueva casa. Porque adoro a mi amigos. Porque alguien me ha propuesto ir a trabajar a la otra costa. Porque me he dado cuenta de que no puedo hacerlo. Porque he vuelto a bucear con tiburones ballena. Porque estoy volviendo a vivir emociones. Y porque tengo un billete de regreso a casa.

miércoles, 26 de agosto de 2009

Miscelánea

El día muere tras el horizonte abriendo en el cielo heridas de color. El viento peina las palmeras, el silencio grita con fuerza, la luna proyecta sombras de terciopelo, los barcos se rinden ante el vaivén del mar. Los ojos se me entelan. Me cuesta respirar. Y no es por la belleza del momento. Es la gripe, que ha decidido instalarse en mi garganta, en mis fosas nasales, en mi cabeza y en mis huesos justo hoy. Justo cuando estaba trabajando más que nunca, justo cuando la avaricia había decidido por mí no tomar ningún día off. Vacaciones obligadas. Y mocos y estornudos y viajes a la nevera a por un trago de agua, una pastilla, un sorbo de jarabe para la tos. Echo de menos a mi madre. Echo de menos que alguien me tome la temperatura, me traiga una sopita caliente a la cama, me tape con una manta si me quedo dormida en el comedor. Me duele la cabeza. Pero no creo que se deba sólo al resfriado. Llevo demasiadas horas delante de la pantalla de este maldito ordenador. Emirates. Air Asia. Easyjet. Air Berlín, eDreams, Rumbo, Viajar. Busco un billete para regresar a casa. Ya he encontrado uno baratísimo -menos de 400 euros con boleto de ida y vuelta a mi paraíso particular-; pero ahora busco uno en el que no deba pasarme 9 horas de escala en Londres a poder ser. No es pedir demasiado, creo yo. Justo ahora se va la conexión. Mierda. La página se ha quedado colgada. Mil veces mierda. Y me pica la nariz: Achís. Salud. Necesito una servilleta. Un segundo, voy a tomar prestada una de la mesa de al lado. Las de la mía, me las he acabado ya. Parece que Internet vuelve a funcionar. ¿Por dónde iba? Ah, sí… eDreams. Las ocho: me toca tomarme el paracetamol. ¿Can I have a glass of wáter? Ka-pun-ka. Ahora suena mi teléfono. Es Big Blue: Hi Jim, no, I can't work tomorrow, still sick, I'm not gonna be able to equalize. Mierda. Otros 200 euros a los que digo bye bye. Qué putada estar jodida justo ahora. Bueno, debería salir del país en una semana porque se me caduca el visado. Quizás pueda adelantarlo unos días y así cuando vuelva ya estaré lista para trabajar. Voy a llamar a Ivo, me suena que él se va mañana también de visa run. ¿Ivo? Yes, is me. U are going to Malaysia soon, right? (…) Fuck! Really??? What I’m gonna do now? (…) Ok, I’ll check it out! Thank u! And get better (él también está enfermo, se ve que hay una pasa de gripe en Koh Tao). Bueno, malas noticias: que Ivo dice que ahora tras seis meses en el país ya no te dejan volver a entrar. Y yo ya llevo diez. ¿Y qué coño voy a hacer yo ahora? De momento poner un S.O.S en Facebook, a ver si alguno de mis colegas de la isla que lo haya hecho en breve sabe cómo va. Establezcamos prioridades, el billete a Barcelona puede esperar. Achís. Salud. Qué mal me encuentro. Voy a mirar la página sobre visados tailandeses, a ver si doy con alguna solución. Bip-Bip. Acabo de recibir un mensaje en el Facebook. Es Soren. Y mira, dice que las cosas se han puesto chungas con el tema de los visados últimamente, que no vaya a Penang. Quizás a Kota Baru o a Kuala Lumpur, pero no a Penang. Dios, qué pereza. No puede ser. No puede ser. No puede ser. Ahora que estaba ganando pasta tengo que ausentarme de la isla. El camarero lleva un rato recogiendo las mesas y mirándome mal. Y vuelve a sonar el teléfono: Matt, ahora no, estoy en medio de un lío tremendo (…) De acuerdo, te llamo en un rato. ¿Oye, estás bien? (…) No, yo no, pero luego te cuento (…) Ok, ciao. Soren me ha pasado un par de enlaces. Si, efectivamente parece que el gobierno tailandés se ha puesto duro. Qué hipocresía. Saben que Koh Tao vive del buceo, que sus instructores son todos extranjeros e ilegales y sin embargo ¿nos ponen pegas para quedarnos en el país? El camarero ya se ha hartado de esperar: me trae la cuenta. Y continúa mirándome mal. Vale, ya me voy. Y ahí van diez bhats de propina. Por todas las servilletas que he gastado y que no venían con el menú.

lunes, 24 de agosto de 2009

En Koh Tao cada día es sábado

Hacía mucho que quería hablar del transcurso del tiempo en Koh Tao. Desde que llegara a aquí, desde que decidiera instalarme, desde que empezara a experimentar como los días me daban esquinazo, como los minutos se comían la luz del día sin tiempo para acostumbrarme a la oscuridad, como los segundos volvían loco a mi reloj, como los meses se relevaban sin descanso en una carrera en la que la última siempre era yo.

En Tao, el tiempo discurre a otro ritmo. Eso es algo que os diría todo el que haya vivido aquí. ¿Pero, por qué? Sigo sin tener la más remota idea, pero a falta de tiempo para reflexionar (si de algo carezco en Koh Tao, tal y como vengo diciendo, es precisamente de eso), decido escribir sobre la obviedad. El tema es que cada vez que miro el reloj en esta isla -siempre, siempre, siempre- aparece en su pantalla la abreviatura “SA”. Sábado, again. Me sonrío y me desespero un poco. Todo a la vez. Otra semana más que se nos va (con sus siete días, sus ciento sesenta y ocho horas, sus alegrías, sus penas, su cervezas en la playa, sus noches tranquilas enfrente del televisor). Otra semana más en mi cuenta de la vida, una semana menos para morder la tierra, una semana menos para reunirme con los gusanos del más acá.

Asusta. Que el tiempo vuele asusta. Y me da tranquilidad. Asusta porque yo no quiero envejecer, como buena Peter Pan. Me calma porque sé que cuando el tiempo corre tras las manillas de mi reloj es porque rozo con las yemas de los dedos las curvas de la felicidad. Cuando la vida pesa, el tiempo también. Cuando la vida es ligera, el tiempo pasa de puntillas a toda velocidad.

Y quizás también sea porque aquí oscurece pronto, porque el concepto fin de semana no existe, porque los días son reversibles, porque cada uno podría intercambiarse por el anterior. O porque no hay estaciones, ni Navidad, ni vacaciones, ni rebajas, ni nueva temporada en la programación.

Sea por lo que sea, mi tiempo vuela. Y yo -en lugar de resistirme- me estoy cosiendo unas alas a la espalda para volar con él.

jueves, 6 de agosto de 2009

¿Cuestión de suerte?

Hay quien dice que me sale todo bien, que tengo mucha suerte, que la vida siempre me sonríe. Yo digo que me sale bien sólo lo que me sale bien, que la suerte me la busco y que la vida me sonríe porque yo le sonrío a ella. Y no creo en el karma ni en que la vida ajuste cuentas dando a todos en función de lo que hacemos -esto que quede claro-. Pero sí creo en que la belleza está en los ojos del que mira. Y los míos, miran en rosa.

Sé que queda muy ingenuo decir que todo puede ser del color que queramos que sea. Pero es cierto. Salvo algunas excepciones -de desgracias demasiado grandes que la mayoría ni hemos experimentado ni vamos a experimentar-, las personas podemos elegir. Elegir si nos quedamos con lo que tenemos o con lo que no tenemos, con lo que nos hace reír o con lo que nos hace llorar, con lo que nos alegra una tarde de domingo o con lo que nos deprime un lunes por la mañana, con el amor que tenemos o con el dinero que no, con nuestro trabajo perfecto o con la casa en la playa que deberá esperar. Todo tiene su blanco y su negro, su cara y su cruz, su noche y su día. Y apostar por uno o por lo otro es cosa nuestra. Yo elijo quedarme siempre con lo que me haga sentir bien. Y si alguna vez, todo es tan horrible que no vislumbro ningún haz de luz al que aferrarme -maravilloso clavo ardiendo que me hace sentir viva-, pego un volantazo y cambio mi devenir.

Cambio, he aquí el secreto. Acción y efecto de cambiar, según la RAE. Medicina contra todos los males, según yo. Y sin embargo, muchos lo temen, lo esquivan, se esconden de él obedeciendo ciegamente al detestable dicho que reza que más vale malo conocido que bueno por conocer. Craso error. Sin cambio no hay avance, ni progreso, ni evolución. Sin cambio, no nos damos ninguna oportunidad. Sin cambio siempre somos los mismos -perfecto si nos encanta nuestra vida, patético si no sabemos lo que es la felicidad-. Yo lo he vuelto a hacer. El cambiar, digo. Y como cabía esperar, ha sido para mejor.

Tal y como se intuía en posts anteriores, la isla me comenzaba a ahogar. Necesitaba aire fresco -además de algo más de dinero, más tiempo libre y experiencia como instructor-. En Coral estaba bien, pero no era suficiente. Quería más. Durante un tiempo intenté ver las cosas positivas -destilar el blanco del negro, la cara de la cruz, la luz de la oscuridad- pero no me sirvió. Y entonces fue el momento, lo supe: tocaba cambiar. Dejé mi trabajo fijo y arriesgándome a pasarme los días tirada en la playa esperando una llamada, me puse como freelance.

¿El desanlace? He trabajado cada día desde entonces, ganando mucho más dinero del que ganaba, con muchas más horas libres y con el lujo de disponer de mi tiempo y poder decir que no. Cada día me llaman un mínimo de dos veces, cada tres días estoy en un centro de buceo diferente, rodeada de gente nueva y de diferentes maneras de trabajar. Ya tengo el aire fresco que necesitaba. Y un nuevo reto por delante: conseguir que mi teléfono no deje de sonar.

Y sí, la suerte vuelve a estar de mi lado. Pero es porque yo siempre he estado del suyo.

lunes, 13 de julio de 2009

Contradicciones

Cómo me gusta levantarme a las 5:30 para ir a trabajar y no estar enfadada. Cómo me gusta que suene el despertador cuando todavía no ha amanecido y sonreírle a la oscuridad -algo que jamás haría en otras circunstancias-. Cómo me gusta ser feliz de buena mañana. Cómo me gusta trabajar 12 horas seguidas sin mirar el reloj ni contar los segundos que quedan para regresar a casa.

Cómo me gusta poder caminar descalza.

Cómo me gusta que no me importe no estar lo suficientemente morena, no tener nada decente que ponerme, tener el pelo cada vez más rubio cuando a mí me gusta moreno. Cómo me gusta no usar pijama ni chaqueta. Cómo me gusta que a nadie le importe la marca de ropa que uso. Cómo me gusta que todos seamos iguales en bikini, shorts y sandalias.

Cómo me gusta mi día a día de discurrir fácil. Cómo me gusta que el tiempo vuele. Cómo me gusta sentarme en el porche de mi casa y dejar el día morir tras el horizonte mientras hago nada. Cómo me gusta pasear sin prisas. Cómo me gusta, simplemente, poner música y regar mis plantas.

Cómo me gusta compartir dos copas con mis amigos al acabar la jornada.

Cómo me gusta mi eterno verano. Cómo me gusta conocer a alguien nuevo cada día. Cómo me gusta estar rodeada de gente joven, de “vividores” -entiéndase bien la palabra- como yo, de gente con historias de lo más disparatadas. Cómo me gusta formar parte de esta Torre de Babel tropical, de esta burbuja tan irreal y a la vez tan acertada.

Cómo me gusta no saber qué ocurre en el mundo. Cómo me gusta no enterarme de la crisis económica, del último novio de la Obregón, del discurso del rey en fechas señaladas. Cómo me gusta haberme acercado al ideal de la isla desierta tantas veces soñada. Cómo me gusta mi vida simple, sencilla y plena del que no aspira a más que a lo que la vida le depara.

Y sin embargo…

Cómo odio no tener más metas. Cómo odio haber dejado de ser competitiva. Cómo odio haber olvidado lo que occidente me enseñó cuando era pequeña.

Cómo odio no tener problemas. Cómo odio que los retos se hayan diluido entre la comodidad de una isla, del calor y de la playa. Cómo odio que la vida sea tan benevolente, cómo odio que jamás me ponga trabas.

Cómo odio no llorar apenas nunca.

Cómo odio sentir que hace tiempo que no crezco -y, lo que es peor, que tampoco tengo ganas-. Cómo odio saber que me estoy conformando con un estado de felicidad eterna que no da lugar al superarse, al avanzar, al luchar por nada. Cómo odio saber que estoy haciendo lo correcto. Cómo odio no tener dudas. Cómo odio que nadie me dé una bofetada.

Cómo odio decir adiós a alguien cada dos días. Cómo odio que todos a los que quiero sigan sus vidas y abandonen la isla. Cómo odio mirar sus barcos partir desde el puerto mientras derramo un par de lágrimas. Cómo odio acostumbrarme tan pronto a su ausencia. Cómo odio mi rutina de holas y de adioses, de idas y llegadas.

Cómo odio echar de menos algo de estabilidad en mi vida. Cómo odio que me guste que ese “alguien” me abrace por las noches, me coja de la mano paseando, me prometa que no se irá hasta que yo no lo haga. Cómo odio volver a sentir que estoy enamorada.

Cómo odio no tener un cine cerca. Cómo odio no poder ir a un concierto de blues, al teatro, a un museo, a la última exposición de La Caixa. Cómo odio no tener acceso a la cultura. Cómo odio no poder comprarme el libro que me apetezca. Cómo odio tener que leer lo que sea que me deje en usufructo cualquier viajero con la mochila demasiado cargada.

Cómo odio todas mis contradicciones. Y cómo me gustan, sin embargo. Cómo me gusta saber que seguiré viviendo a mi manera; cómo odio saber que sólo sirvo para hacer lo que me da la gana.

sábado, 4 de julio de 2009

Oda a la madre que me parió

Por haber tomado la decisión -difícil, a mi entender- de traer otra vida al mundo hace veintinueve años. Por haber sufrido nauseas, mareos y dolores en mi nombre. Por haber tenido un parto largo y complicado. Por haber sonreído cuando mi padre pronunció la célebre frase de “por favor, que como mínimo sea inteligente” al verme recién nacida -fea, chata y desfigurada por mi lucha entre la luz y la oscuridad del vientre materno-.

Por estar siempre ahí. Por tomarse con filosofía todos y cada uno de mis numeritos cuando no levantaba más de cinco palmos del suelo. Por no perder los nervios cuando me creí Picasso y, plastidecor en mano, decoré a garabatos toda la pared del comedor. Por saber cómo ignorarme cuando me daba uno de mis tabardillos y me tiraba en medio de la calle a patalear sin saber por qué. Por secarme las lágrimas y quitarme los mocos -aunque yo me resistiera a ello al grito de “no, que son míos”-. Por comprarme Tigretones y Foskitos. Por darme la cena en la bañera. Por llevarme a la feria y dejarme pescar patos o tirar con la escopeta hasta que conseguía el oso que siempre había anhelado.

Por llevarme a todas las fiestas de cumple a las que estaba invitada y comprar el mejor regalo. Por dejarme traer amigas a dormir a casa y no poner demasiadas objeciones cuando era yo la que iba a pasar una noche o unas vacaciones con una familia ajena. Por ir a todas las reuniones de padres. Por tener siempre tiempo para mi educación aunque trabajara fuera y dentro de casa. Por su paciencia. Por patearse todas las tiendas de Barcelona en Navidad para hacerme feliz con el juguete exacto. Por dormirme con cuentos cada noche. Por acogerme en su cama cuando las pesadillas me atormentaban.

Por ser mi mejor maestra.

Por haber sabido torearme en la edad del pavo. Por no soltarme una bofetada cada vez que yo soltaba un disparate. Por aguantar estoica mis malas contestaciones. Por encerrarse a llorar en su cuarto para que yo no la viera. Por no perder jamás la calma. Por tratar bien a mis novios aunque ella los aborreciera.

Por no escatimar dinero en mis estudios. Por pagarme dos carreras y un posgrado. Por estar contenta con mis éxitos y animarme en mis fracasos.

Por entender la vida que llevo. Por superar la barrera generacional y saberse poner en mi lugar. Por ser feliz si yo lo soy. Por haber aprendido a tener a su hija mayor en la distancia. Por no reprochármelo nunca.

Por saber sobrellevar las Navidades sin mí cuando yo decido estar lejos.

Por tener siempre la palabra adecuada. Por ser tan buena persona. Por dejarme como herencia en mis genes algo de ella.

Por haber venido a verme a la otra punta del mundo. Por haber cruzado el océano en tiempo récord sólo para darme un beso. Por los cuatro días que hemos pasado juntas. Por haberme llevado a redescubrir mi isla de su mano.

Por sus ojos de ilusión recorriendo Koh Tao en barco. Por su interés cuando le explicaba pequeñeces de la vida acuática haciendo snorkel. Por no quejarse nunca del calor ni del picante. Por sus abrazos. Por las confidencias entre copas. Por aguantar hasta tarde aunque se estaba cayendo de sueño.

Por tratar a mis amigos como si fueran los suyos. Por adorarlos y hacerse adorar. Por invitarlos a cócteles, por interesarse por sus vidas, por no juzgarlos.

Por irse sin soltar ni una lágrima. Por hacer fácil una despedida que no lo era. Por alejarse con el barco blandiendo una sonrisa.

Por ser la mejor madre del mundo.

Porque yo, de mayor, quiero ser como ella.

lunes, 29 de junio de 2009

Miss Instructor y otros cuentos

Al final -y como cabía esperar- superé el examen. Lo pasé mal, pero lo superé. Me puse histérica, me temblaban las manos, el corazón parecía salírseme por la boca, me dolía el estómago, no podía comer. Fueron tres días de pesadilla –sobre todo los dos primeros; después, los éxitos de esos días me tranquilizaron ante la evidencia de que todo iba a salir bien-. Y así fue. Logré pasar la teoría con sólo siete fallos entre 110 preguntas, la presentación académica con un cuatro -siendo un cinco la máxima nota-, el examen de aguas abiertas con dos cincos y el de aguas confinadas con un cuatro con ocho. Y todo ello en inglés.

La tensión acumulada estalló cuando me dieron la última nota. Primero hubo quietud -todos los nervios se relajaron de golpe y lo único que sentía era un enorme bienestar-; luego, la locura. Una fiesta que comenzó a la una con una comida oficial, siguió en casa de un compañero a golpe de Mojito y Dry Martini, se prolongó con una barbacoa que prepararon en nuestro honor en un centro de buceo y acabó con la ruta típica -Lotus, Moov, Cave-. Recuerdo la noche a base de flashes y, sin embargo, sé que lo pasé genial. Era mi merecido premio a las tres semanas de curso y a los infernales días de examen. Todo había acabado: ya era instructor. Y, lo que es mejor, me quedaban diez días de vacaciones por delante antes de reincorporarme a mi antiguo puesto de trabajo como Dive Master e Instructor.

Y ahí estoy, disfrutando de mis vacaciones. De mi isla sin prisas, sin horarios, sin despertador. Sólo hice una excepción hace dos días. Vino Vir -mi amiga periodista que vive en Beijing- a verme. Y fue mi primera alumna. Por ella volví al barco antes de tiempo, a la oficina, a los briefings, a la buoy line. Fue trabajar sin trabajar. Fue vivir una experiencia con ella, acompañarla en sus primeros pasos subacuáticos, completar nuestros cuatro días de playa, cenas, copas y risas con una actividad más.

Y hoy, el plato fuerte. En una hora llega mi madre. Tras casi un año sin vernos -once meses y tres días exactamente-. Estoy nerviosa. Esperándola en un café del puerto con mi portátil y nerviosa. Ver a mi madre, una de las cosas que deberían ser más normales en la vida, se ha convertido en algo excepcional. A veces me siento culpable; otras, contenta con la idea de que nuestra vida en común no sea una rutina, sino más bien una montaña rusa en la que el simple hecho de hablar por teléfono o tomar un café con ella se convierte en mi mayor ilusión. Sólo queda una hora para que la vea aterrizar en el puerto. Y sigo nerviosa.

Continuará…

lunes, 22 de junio de 2009

Cuando alguien te roba los zapatos el día de tu cumpleaños…

Cuando alguien te roba los zapatos el día de tu cumpleaños, nada puede ir peor. De nada vale que te hayas pasado el día repitiéndote que veintinueve no son tantos, que aunque te quede uno para cambiar de decimal sigues manteniéndote joven por dentro y por fuera, que las arrugas que se asoman a los ojos y a la comisura de los labios son sólo signo de felicidad, que el espejo no miente y su reflejo te ha devuelto una imagen sin celulitis y con los pechos en su sitio esta mañana.

Cuando alguien te roba los zapatos el día de tu cumpleaños, de nada sirven todas las lágrimas que has intentado disimular durante toda la jornada. De nada vale haberte repetido que no los echas de menos -que no, que no y que no-. Que no añoras a tu gente. Que la vida es así y que está bien como está. Que te das por satisfecha con sus felicitaciones telefónicas o con sus “te quiero” vía email.

Cuando alguien te roba los zapatos el día de tu cumpleaños, de nada vale haberte pasado el día estudiando y convenciéndote de que hoy es sólo un día más, igual que el de ayer y el de mañana, que no hay nada que celebrar . Que no es ninguna putada pasarse el día entero entre libros. Que el examen de mañana irá bien. Que de algo tiene que valer el haber pasado un día de cumple de perros. Que la cena no es tan importante, ni la fiesta ni el pastel.

Cuando alguien te roba los zapatos el día de tu cumpleaños… tú robas los de al lado y le jodes el día a otro más. Pero como la probabilidad de que sea también su cumpleaños es muy baja, te vas a casa con la conciencia muy tranquila y escribes este post.

sábado, 13 de junio de 2009

Ser feliz

Siempre ha ido conmigo. Siempre he dicho que avanzar está en el cambio, en bajarse de la rueda de la inercia y pararse a pensar, en deshacer un camino que no nos convence y atreverse a tomar el sendero que rompe justo al lado, en cerrar la puerta que abrimos tiempo atrás y adentrarse en otra de las mil que aguardan ser descubiertas. Siempre dije que el movimiento marca la diferencia. Que la estabilidad es un estigma de la cobardía que nos envuelve. Que el cambio es necesario -y no siempre para adelante, a veces es necesario retroceder y rectificar-. Que cada segundo debe ser aprovechado. Que el tiempo no existe para ser malgastado. Que la vida está para vivirla. Y aunque parezca una obviedad, pocos son lo que se atreven a hacerlo.

Yo era -soy-periodista porque un día decidí serlo. Porque un día, cuando todavía era muy joven para saber lo que en realidad esperaba de la vida, pensé que sería feliz escribiendo. Y lo fui. Pero la realidad acabó imponiéndose: no estaba hecha para estar en una oficina. No, al menos, en aquel momento (con 26 años y mucho mundo por recorrer). Al inicio dolió: ¿cómo puede ser tras conseguir el trabajo que siempre había soñado me sintiera tan vacía, tan miserable, tan infeliz? Muchos darían un brazo por mi puesto y a mí me costaba levantarme por las mañanas sabiendo que todo mi día discurriría en el metro cuadrado que conformaban una mesa, una silla, un teléfono y un ordenador. Me costó aceptarlo. Me costó reconocer que me había equivocado. Que yo no esperaba eso de la vida. Que por mucho que me gustara escribir, también quería ver la luz del sol de tanto en tanto, sonreír por las mañanas, ir al cine, pasear sin prisas, dejar de comprobar el reloj insistentemente, poder mirar a la gente a la cara. Había estudiado dos carreras para algo, me decía. No podía ignorarlo. ¿Pero de qué me servía una tarjeta en la que ponía que era directora de una revista si yo no era feliz? ¿De qué me servía que todos pensaran que había triunfado si yo no me lo creía? ¿De qué servía que mis padres estuvieran orgullosos de mí si yo era incapaz de regalarles ni una sonrisa?

Al final, el sentido común acabó imponiéndose. Nunca olvidaré cómo fue. Iba a trabajar cómo cada mañana. Había caminado desde mi casa hasta Lesseps para tomar la línea verde. Estaba a la altura de Plaza Catalunya cuando decidí bajarme del metro sin llegar a mi estación. Llamé a mi madre. Le dije que quería desayunar con ella. Me costaba respirar. Había tomado una determinación.

A los quince días estaba en Tailandia. Hasta hoy. Y el tiempo no ha hecho más que darme la razón. Hoy, dos años y tres meses más tarde, sigo pensando que es lo mejor que he hecho en la vida. Cambiar el rumbo de las cosas, dar un volantazo arriesgado que muchos tildaron de inconsciencia, seguir el pálpito de mi yo más remoto, ignorar lo que se suponía que debía hacer, lo que se esperaba de mí, lo que la sociedad se empecinaba en hacerme creer que debía querer.

Ahora, en mi isla y cursando el Instructor de submarinismo, todavía hay días en que me lo tengo que repetir. Que no estoy tirando el tiempo a la basura. Que tampoco lo tiré los siete años que pasé en la universidad. Que Olga no hay sólo una. Que puedo ser muchas cosas y la mayoría dependen únicamente de mí. Que lo importante no es ser periodista o instructora. Que lo importante es ser feliz.

lunes, 18 de mayo de 2009

Paz

Tuve que hacer 139 inmersiones antes de ver a mi primer whale shark. Tenía una especie de gafe: siempre que estaba enferma o en el barco de la tarde, los que habían buceado por la mañana lo veían. Sin embargo, mi suerte cambió. Ya he visto seis; cinco de ellos en los últimos cinco días. Ahora soy una especie de talismán: si voy en el barco, hay tiburón.

Y los amo. Y es un amor correspondido. Un romance, una historia, un affaire. Se me ilumina la cara cuando los veo. Siento mariposas en la barriga. Me pongo nerviosa. No puedo dejar de sonreir. Y ellos se acercan a mi. Me buscan entre la multitud y se aproximan. Juegan. Buscan el momento en el que estoy sola para aparecer. Me quieren en la intimidad. Y yo a ellos.

PAZ. No existe una palabra que los describa mejor.

lunes, 4 de mayo de 2009

De habitante a permanente

En apenas un mes mi vida se ha asentado -un poco más, si cabe- sobre la nube de arena y sal en la que vivo. Antes, aunque ya me consideraba habitante, lo era sólo a medias ya que mi futuro inmediato acababa con el final de mi DMT y la incertidumbre de si encontraría un trabajo o no. La situación estaba complicada –la crisis ha llegado también a Tailandia y estaba harta de ver a ex compañeros del curso pululando por la isla entregando currículums y sin recibir ninguna llamada- y yo ya empezaba a sopesar planes “B”. Pero contra todo pronóstico, todo salió bien. El día cinco acababa el curso y el seis ya me estaban contratando. Supongo que todo se reduce a estar en el lugar correcto en el momento adecuado -a eso y a tener colegas que hablen bien de una a sus jefes y que éstos se los crean-. En resumen, que como bien dice mi madre, yo no tengo una flor en el culo, sino un jardín.

Y mi buena suerte me llevó a comenzar mi vida profesional como Dive Master en Coral Grand, uno de los centros de buceo más antiguos de Koh Tao. Adoro mi trabajo -cómo no hacerlo si me paso casi todo el día surcando el mar en un barco y buceando- aunque debo reconocer que al principio me estresé. Dos años sin pegar palo al agua pasan factura. Y debía volver a acostumbrarme tener horarios, jefes y responsabilidades otra vez. Y me acostumbré. Y la suerte siguió de mi lado: no sólo el trabajo me parece estupendo y facilísimo –al inicio pensé que no estaba preparada ni sería capaz-, sino que además, en las tres semanas escasas que llevo de curro, ya he visto una tortuga, tiburones de arrecife y un tiburón ballena. Mucho más de lo que vi en todo mi DMT.

Y si a ello le sumamos mi nueva casa, se entiende que me considere habitante permanente y no me quiera ir. Mi antigua vivienda era absolutamente bucólica pero muy poco práctica. Muchos bichos, demasiadas cacas de gecko y muy poca intimidad. Si planeaba quedarme en la isla por tiempo indefinido, necesitaba un hogar. Y lo encontré. Sobre una colina, con vistas al mar y a la montaña, con un huerto que riego cada día, con agua caliente, televisión por cable, cocina completamente equipada y una cama enorme y comodísima en la que por primera vez en mucho tiempo consigo descansar. Y sola. Muy importante. Sola. Los dos años de viaje en solitario me han vuelto independiente en extremo y -aunque adoro a mi ex compañero de piso- ya no aguantaba más la situación. En Koh Tao la vida social es agitada. Trabajo con gente ocho horas al día y cada noche hay algo que celebrar -alguien que se va , alguien que vuelve, un cumpleaños, un final de DMT, un final de instructor, una fiesta porque sí…-. Cuando llego a casa entre una cosa y otra, quiero estar sola. Relajarme, cargar pilas, descansar. Y ver a mis colegas con más ganas después. Lo he conseguido. Y estoy disfrutando al máximo mi nuevo espacio en mi recién estrenado hogar.

Sólo me faltan el novio y el perro. Deberemos esperar...

jueves, 23 de abril de 2009

Sant Jordi con flores y sin Ramblas

Los que me conocen saben que si hay un día que me gusta, es Sant Jordi. Hay quien adora cumplir años y no puede vivir sin una fiesta por todo lo grande. Hay quien con cuarenta años se sigue poniendo nervioso por reyes. Los hay que se deprimen si no les cae nada para su santo. Los hay que adoran armar hogueras en San Juan, los que no faltan jamás a su cita con Sitges en carnaval, los que no se pierden un Halloween. A mí, en general, todos esos días me la traen al pario. Pero Sant Jordi no. Los 23 de Abril me levanto excitada, contenta, feliz: llevo un año entero esperándolo. Quizás sea porque Barcelona se viste de rojo y de letras. Quizás, porque Cervantes y Shakespeare cumplen su aniversario. Seguramente, porque me gusta ese sol de primavera, esas Ramblas de hormigueo constante, hacerme con el último libro de mi autor favorito y que, encima, pueda firmármelo.

Me gusta tanto -tantísimo- que tengo la sana costumbre de pedirme fiesta en el trabajo. La idea de un Sant Jordi encerrada en la oficina, con la vida estallando tras los cristales de la ventana, sin que me sea permitido catarla más que en el trayecto de casa hasta el metro –de ida y de vuelta a casa-, se me hace absolutamente insoportable. Y este año, a pesar de hallarme tan lejos de casa, la tradición ha seguido presente: me tomé day off y alguien me sorprendió con una flor.

Cambié las Ramblas por Shark Bay y Freedom Beach, la primavera por el eterno verano, el picnic en la Ciutadella por una ensalada de frutas en un chirunguito a pie de playa. Cambié los libros por unas gafas, un tubo y unos pies de pato. Mis amigos de siempre por los de ahora, las rosas por flores blancas.

Y descansé de mis primeros días de trabajo.

miércoles, 8 de abril de 2009

Ya soy PADI Dive Master -o sentimientos encontrados-


El momento cumbre fue cuando Canada, mi mentor, borró mi nombre de la pizarra en la que estamos todos los dmts, con nuestras respectivas casillas a rellenar -en mi caso, ya todas completas- a medida que avanzamos en el curso. Me borró lentamente, mirándome a los ojos y sonriéndome, como si supiera perfectamente lo que yo estaba sintiendo en ese momento. Quise llorar. Pero como suele sucederme en estos casos, las lágrimas no acudieron a mi llamada. Se perdieron en algún punto entre el estómago y el lagrimal -lo que me lleva a pensar que cualquier día, quizás en mi fiesta de despedida, romperé en llanto-.

Sé que no es ningún drama. Sé que sólo es una etapa más, otra puerta que cierro, otro libro que devuelvo a la estantería tras haber paseado mis pupilas por sus páginas. Y como con mis obras favoritas, cuando una etapa de mi vida en la que he sido realmente feliz se acaba, desearía no haberla iniciado nunca -no haber abierto jamás sus tapas-. Y preservarla intacta, virgen, pura, para volver a experimentarla. Sé que no es ningún drama y, sin embargo, cerrar este libro me está costando más de lo que pensaba. Sé que seguiré en Koh Tao -sobretodo tras haber encontrado un más que probable trabajo en otro centro de la isla-, sé que puedo seguir buceando con Big Blue -gratis- cuando me plazca, que volveré a montar en sus barcos, que contemplaré muchas otras tardes la puesta de sol desde el bar, que entraré una y otra vez en la tienda como Pedro por su casa. Sé que continuaré utilizando su wireless a pie de playa, que en mi futuro inmediato no van a cambiar las caras, que seguiré viendo a mis ex-compañeros cada jornada. Sé que, incluso aunque no quedara jamás con ellos, me los tropezaría cada día en el Seven Eleven, en la calle, en el Lotus, en la ruta de camino a casa. Pero sé también que ya no podré seguir gozando de descuentos en el restaurante del centro, que ya no asistiré a ninguna de las clases, que ya no podré volver a bailar la canción de Baywatch sobre la barra.

Y que mi nombre ya no estará nunca más en la pizarra.

martes, 24 de marzo de 2009

La vida después de...


Otro contratiempo me ha tenido fuera del agua unos días -esta vez una infección en la pierna, con cirugía incluída-. Y en el fondo, no me ha importado demasiado. Por un lado sí -he pagado una pasta por este curso y no estoy buceando todo lo que me gustaría-, pero por el otro, a las fiestas, las tardes de playita y las cervezas sin remordimientos consabidas, se añade el hecho de alargar el DMT. No quiero acabarlo. A medida que veo el final del curso más y más cerca, se acrecentan las ganas de no acabarlo jamás. Me gusta mi rutina hoy en día. Me gusta pasarme el día a pie de playa, en el barco, bajo el mar. Cuando lo acabe, deberé tomar una determinación. Deberé decidir si me quedo o me voy: si me quedo, haciendo qué; si me voy, hacia dónde. Y me gustaría quedarme, pero lo encontrar trabajo de Dime Master no es tan fácil como yo creía cuando inicié el curso. Conozco a muchos que llevan meses buscando. El español juega a mi favor. Tener dos lenguas en esto -como en todo- es determinante. Pero, aún y así, el tema está mal.

Y no me quiero ir. Eso lo tengo bastante claro. Tengo mil razones para quedarme y tan sólo un puñado para reprender mis pasos de regreso a casa -ver a los míos, comerme un buen plato de paella, perderme en la atmósfera humente de una café de Gracia- o de huída hacia cualquier otro lugar -nuevas experiencias, nuevos retos, nuevos senderos por los que caminar-. Las de quedarme, sin embargo, pesan más. Ahí van:

a- Soy feliz. Creo que he encontrado mi lugar en el mundo. Al menos, hoy por hoy. Levantarse de cada treinta días, ventinueve bien, no tiene precio. Siempre existe la mañana en la que la vida te pesa y, sin saber por qué, Koh Tao no te acaba de convencer. Pero eso es algo que me pasará esté donde esté. Y en otro lugar, el porcentaje de días apagados, grises, deprimentes y aburridos siempre será mayor. Koh Tao es un regalo. Y todavía lo estoy abriendo.

b- Quiero seguir buceando de forma continuada. Quiero trabajar en esto una temporada y adquirir más experiencia. Quiero que mi día a día sigan siendo el mar, los peces, la cubierta de un barco. Quiero seguir dorándome la piel. Quiero seguir caminando descalza. Quiero amortizar mi equipo de buceo. Quiero que mi cabello siga oliendo a sal, mi cuerpo a coco, mis piés a playa.

c- He encontrado una casa que me encanta. Adoro la de ahora, pero las cacas de geckos por todas partes, los mosquitos, las tarántulas, los escorpiones, me quitan la energía en ocasiones. La que me han ofrecido ahora es una maravilla. Una habitación con dosel, televisión, armario y mesita, cocina completamente equipada y baño con agua caliente -todo un lujo en Koh Tao-. Todo por ciento cincuenta euros al mes, moto incluída. Tiene un porche enorme, además, y está situada en la cima de una colina. Queda libre el uno de mayo.Y yo quiero vivir ahí. Sola, por primera vez en mi vida.

d- Ahora que tengo amigos aquí, no quiero dejarlos. Muchos se irán en breve; otros se quedan. Por primera vez en mucho tiempo, como ya he comentado en alguna ocasión, me siento parte de una gran familia lejos de casa. Esta vez, no quiero ser la hija pródiga que se marcha lejos. Me apetece quedarme cerca de los que también se quedan. Y estar aquí para cuando vuelvan los que se marchan.

e- Los últimos días he conocido también a muchos hispano-parlantes residentes en la isla y que me hacen sentir más cerca de casa. A Mónica -mi argentina favorita- e Inma -mi única catalana- se añaden Rubén, Jordi, Dalia, Pata y tantos otros. Adoro nuestras fiestas latinas, nuestras conversaciones sin esfuerzo, nuestra complicidad, nuestras risas, nuestras idas de olla, nuestras veladas.

f- La gente pesa, pero nadie lo hace tanto como los amigos que vienen en breve: Dani, en apenas tres semanas; Matt cuando se decida a comprar el billete. Reencontrarme con gente a la que quiero de veras en esta esquina del mundo y compartir con ellos unos meses, no tiene precio. Cómo voy a irme yo ahora que llegan ellos.

Y el sol, el buen tiempo, los cocoteros, los zumos de frutas, la hamaca, los bailes sobre la arena de la playa y los sonidos de la jungla hacen el resto.

jueves, 12 de marzo de 2009

El extraño incidente de Olga a media mañana

Hacía mucho que no me pasaba ninguna de las mías. Ya sabéis a qué me refiero -algunos, muy acertadamente, las habéis bautizado como olganécdotas-. Esas situaciones que sólo pueden pasarme a mi. Entre graciosas y penosas, ridículas, histriónicas, delirantes.

Seis y media de la mañana, Koh Tao. Tras haber preparado todo lo que necesitamos para el barco y los dos buceos con el resto DMTs, me fumo un cigarrillo a pie de playa. El Dive Master se me acerca y me dice si puedo hacerle un favor: liderar a un grupo, ya que tienen muchos fun divers esa mañana. Mi ingenuidad me lleva a pronunciar un sí sin muchos reparos. He liderado en un par de ocasiones, la última ayer, y no fue mal del todo -mi único error fue ir quizás demasiado rápido, un error muy común entre principiantes, de otro lado-. Así que digo que sí, sin pararme a pensar que ayer fue bien en parte porque lo hice en Chumpon, dive site que me conozco como la palma de mi mano. Hoy era en South-West. Sólo había estado en dos ocasiones pero pensé que no habría problema, que con la brújula todo iría bien.

Me presentan a mis dos fun divers, una pareja auntraliana. Advanced. Doy el briefing. Hasta aquí todo bien. Saltamos al agua. Nadamos hasta la boya. Empezamos a descender. Bueno, empiezan. Yo sigo flotando en superfície. No entiendo el por qué. De repente caigo: he olvidado ponerme el cinturón de plomos. Mierda. Los nervios. Mierda. Mierda. Mil veces mierda. Me tranquilizo. Paso de volver al barco. Por suerte llevo un par de pesos en el chaleco. Si me concentro, habrá suficiente. Consigo descender. Primer contratiempo.

Llegamos al fondo y empiezo a guiar. Estamos en la boya este, así que debo nadar hacia el oeste. La visibilidad es una mierda, tres metros a lo sumo. Pero todavía no me preocupo. Llego a uno de los pináculos, lo rodeo, me encuentro con otros grupos de Big Blue, los saludo. Estoy bien encaminada. Pero de repente, aparezco en medio de ningun lugar. Yo sigo tirando para el oeste, pero ahí sólo hay rocas pequeñas y a mucha profundidad. No encuentro los pináculos. Estoy completamente perdida. Y la visibilidad cada vez es peor. Sigo hacia el oeste, rompiendo al norte y al sud para ver si encuentro los rocones. Pero nada. Veo un par de groupers gigantescos. Los muestro al grupo. Eso salva de momento la situación. Luego, aparecen unos bancos enormes de barracudas gigantes. Cool. Pero sigo perdida. Y, sin darme cuenta, la respiración se me ha acelerado. Miro mi aire: baja a velocidad de vértigo.

Al final, no sé como, consigo encontrar la piedra principal, completamente cubierta de anémonas. Veo de nuevo buceadores y me relajo. Pero al comprobar mi aire de nuevo, me llevo un susto: me quedan sólo cincuenta bares. Mierda. Justo ahora que encontramos la zona que buscaba, toca retirarse. Medito. Creo que encuentro la solución. Le digo a otra DMT que hay por allí que se haga cargo del grupo unos minutos más -hasta que ellos lleguen a cincuenta-, que yo debo regresar al barco antes de que se me acabe el aire. Hasta aquí, otro contratiempo.

Pero queda la parte más ridícula. Me queda poco aire y podría subir directamente a superfície sin necesidad de llegar a la boya, de no ser por el problema con mis pesos. Sólo llevo un kilo seiscientos gramos y el tanque casi vacío, corro el riesgo de subir a superfície como un globo cuando intente hacer la parada de seguridad a cinco metros. Mierda. Toca buscar la cuerda, pues. Miro la brújula y me dirijo hacia el este. La boya aparece ante mi como un milagro. Thanks God. Me agarro a la cuerda y subo hasta los cinco metros. Me dispongo a hacer la parada de seguridad. Mi ordenador marca cuatro minutos, en lugar de los tres que debería marcar. Por lo visto he subido muy rápido. Me quedan sólo treinta bares. Me encuentro a Oskar, un instructor sueco de mi centro, haciendo la parada de seguridad con su grupo. Me pregunta si estoy OK, se extraña de que esté sola pues sabe que lideraba a un grupo esta mañana. Le digo que sí. Tras treinta segundos me arrepiento y le enseño mi manómetro para que vea que me queda poco aire. Me da su octopus y respiro tranquila -nunca mejor dicho-.
Pero es una imagen penosa: la guía de un grupo respirando del regulador de otro. Esa soy yo.

miércoles, 4 de marzo de 2009

En ocasiones


En ocasiones, la vida normal se me olvida. Se me olvida lo que es coger un metro a las ocho de la mañana, se me olvidan los chillidos de la vecina del tercero en el patio de luces, se me olvida el ruido de los coches despertándome del sueño. Se me olvidan los domingos de paella en casa de mis padres, las escapadas de fin de semana a la Costa Brava, las tardes en el gimnasio, la sensación de volver de noche sola caminando por Gracia. Se me olvida lo que cuesta una peli en el cine -con sus palomitas, sus golosinas y su chocolate reglamentarios- y el café de después en el bar de la esquina para comentar la jugada. Se me olvida cómo suena el blues en directo, cómo está Plaza Calalunya por la Mercé, cómo es Barcelona en invierno. Se me olvida cómo luce un armario con ropa para cada temporada. Se me olvida cómo maquillaba mi cara, cómo caminaba con tacones, cómo me quedaban los chaquetones y las bufandas. Se me olvida el placer de tomar el primer aperitivo en una terraza con un sol de primavera recién estrenado. Se me olvida qué es no saber vivir sin teléfono móvil. Se me olvida lo que es esperar esa llamada que no llega, montar una reunión de emergencia con algún amigo y quedar desahogada. Se me olvidan los sábados noche, los domingos tarde, los lunes por la mañana. Se me olvida lo que es que recurran a mi a horas intempestivas buscando ayuda y acabar animando a esa persona urdiendo mil ideas descabelladas. Se me olvidan las tardes de confesiones, el ansia con la que esperaba aquella cena para verlos a todos, los mensajes a medianoche, los “Te quiero”, las risas en la mejor compañía, la complicidad, las miradas. Se me olvidan los abrazos de verdad, los hombros sobre los que llorar, las palmaditas en la espalda. En ocasiones -y muy a mi pesar-, se me olvida que el amor lo tengo en casa.

Vivir como vivo tiene mil cosas buenas; pero también algunas malas. Esa es una de ellas. Estar siempre de paso y cruzándote con gente que también lo está, no permite profundizar en las relaciones humanas. Lo cierto es que no me había dado cuenta de que lo echaba de menos, hasta que he vuelto a tenerlo y he caído en lo mucho que lo había echado en falta. Como dice Salinas en mi poema favorito: “Tu evidencia es el filo con que me hiere el abrazo”. Hasta que no me he fundido de nuevo en ese abrazo -sincero, verdadero, reparador- nunca había temido tanto volver a perderlo, ni me había percatado de lo mucho que lo necesitaba.

Por primera vez en mucho tiempo, me he quedado quieta. Y eso -al hilo de lo que vengo contando-, significa que me he regalado un poco de tiempo para superar la barrera de los “amigos” de copas y risas, y poder conocer a la gente con un poco más de calma. Y tras casi dos meses en la isla, he recuperado esa sensación de tener un círculo de gente en el que mi persona importa más allá de lo que haré mañana. Vuelvo a saber lo que son los besos porque sí a los que en mi vida real estoy tan acostumbrada. Los mensajes de “Gracias por haberte conocido”, los cafés con una amiga para explicarle las últimas novedades del chico que me hace gracia, las reuniones de emergencia cuando alguna de nosotras necesita una charla. Vuelvo a saber lo que se siente fundida en ese abrazo larguísimo que te inyecta energía para toda la jornada. Lo que son las noches de chicas mirando películas y comiendo cochinadas. Las llamadas a todas horas, las confesiones, la mirada cómplice entre cientos de miradas.

Y los abrazos tienen nombre propio: Josi y Evelina. La una suiza, la otra finlandesa. Dos pilares del resto de mi vida. O, como mínimo, del resto de nuestros días en Koh Tao. Y habrá más, estoy segura. Pero ellas dos son las que han calado más profundo de momento. Otras y otros, están ahí ahi -Fabio, Tim, Catriona-. Preparando su abrazo verdadero. Y yo lista para recibirlo.

viernes, 27 de febrero de 2009

El vaso medio lleno


Cuando sentí mi oído derecho destaparse con tanta furia subiendo a superfície tras una inmersión -asistiendo a un Rescue y justo en el momento en el que le robaba a Tim, el instructor, su regulador y bromeaba despreocupada-, presagié lo peor. No me dolía demasiado pero, de repente, había dejado de oír con total claridad. Al día siguiente, el médico confirmó lo que yo ya sabía -las horas de estudio de fisiología tenían que servir para algo-: reverse block. O lo que es lo mismo, estaba pagando por haber sido una idiota y haberme tomado una pastilla descongestiva esa mañana; el efecto había acabado durante la inmersión y el aire atrapado salió de golpe al subir a superfície. La solución estaba clara: tomar antibióticos para prevenir una infección y -esto es lo peor- mantenerme fuera del agua durante una semana.

En aquel momento, pensé que no lo podría soportar. Estar en una isla haciendo el Dive Master y sin poder bucear, me parecía el colmo del desastre. No imaginaba que había sido de mis días previos al Big Blue, cómo había ocupado mi tiempo las seis veces anteriores que ya estuve en Koh Tao. Recordaba habérmelo pasado muy bien, pero cómo... Era incapaz de rescatarlo del olvido.

Pero no me quedaba otra: o eso o fastidiarme el oído todavía más. Así que me porté bien. Debo reconocer que el primer día fue extraño: me había desacostumbrado a tirarme en la playa durante horas sin más actividad que la de remojarme hasta el cuello -no me puede entrar nada de agua en el oído- o charlar con algunos de mis amigos del centro que por problemas varios tampoco pueden bucear. Poco a poco, sin embargo, le cogí el gustillo. Y recordé el placer de no hacer nada más que tumbarme al sol, de llegar a la noche fresca y con ganas de salir, de irme de fiesta sin tener que retirarme pronto por miedo al despertador del día después. A veces -debo reconocerlo-, echo de menos el curso y me acerco al centro de buceo no sólo en busca de cháchara, sino también de actividad. Ayudo en la tienda, estudio y hago los exámenes que me faltan -ahora ya ninguno, en estos días me saqué de encima los dos que me quedaban: física y medioambiente-.

Y hoy, una barbacoa, dos cenas, tres fiestas y una bolera más tarde, aseguro que fastidiarse el oído tampoco está tan mal. Me quedan tres días secos más y sé que me faltarán horas para hacer todo lo que quiero antes de meterme en el agua otra vez.

El vaso medio lleno o medio vacío. He aquí la cuestión.

viernes, 20 de febrero de 2009

Rutinas de trópico


Últimamente escribo poco. Tenéis toda la razón los que me lo habéis ido recriminando por vías diferentes. Pordría decir que no tengo tiempo -y en parte sería cierto, ya que el Dive Master Training ocupa la mayor parte del mío y éste discurre a un ritmo diferente en Koh Tao-. Pero la verdad es otra muy distinta: me he acostumbrado a una rutina que, aunque fascinante, es mi cotidianeidad. Y como lo cotidiano, por asociación aburre, no quería cansaros con las batallitas de un día a día que, por primera vez en mucho tiempo, se mantiene más o menos igual. Pero hoy, reflexionando inconscientemente -cuando regresaba en el barco de bucear, fumándome un cigarro en proa, con al viento azotándome en la cara, el sol sombreándome la silueta y una sonrisa imposible de borrar- me he dado cuenta de que, en realidad, tenía mucho que explicar. Que quizás mis jornadas sean rutinarias, pero se trata de una rutina maravillosa al fin y al cabo -y exótica, para los que no la viváis-. Así que he cambiado de opinión: creo que merece ser explicada.

A continuación, un día en la vida de Miss Éxodos. Ahí va:

6:00 a.m. – 9:00 a.m. El sonido de la jungla despertando me arranca del sueño lentamente. Se mezcla con mi mundo onírico en un estado de ensoñación hasta que, finalmente, abro los ojos. Y lo primero que hago es siempre lo mismo -un extraño ritual del convencimiento-: levanto un poco la cabeza de la almohada y miro al exterior a través de la ventana para comprobar que ahí está, que no lo soñé. Y el verde más verde -moteado de sol y cocoteros- me da los buenos días. Entonces llega la primera decisión del día: levantarme o darme la vuelta y seguir durmiendo un rato más. Si buceo por la mañana -pocas veces, no vamos a engañarnos- no hay elección - a las 6:30 debo estar en Big Blue-; sino, todo depende de la hora en la que me haya acostado la noche anterior.

7:00 a.m. – 10:00 a.m. Desayuno que entraña una segunda elección: tomarlo en el porche de casa -unas tostadas de la magnífica focaccia del Zanzíbar y un batido de cacao que nunca falta en mi frigorífico- o irme a cualquiera de mis restaurantes favoritos. Un american breakfast, una pasta y un ice coffe o un machiatto y ya estoy lista para empezar el día. Los que me conocen saben que hasta que no desayuno, no soy persona.

10:00 a.m. – 12:00 p.m. A veces, aprovecho este par de horas para hacer recados varios, tales como acercarme al super para llenar la despensa, a una tienda de buceo para comprar algo del equipo o a saludar a alguien al que hace tiempo que no veo. La mayoría, sin embargo, me entretengo en el centro de buceo, a pie de playa. Estudio algunas de las materias del curso, consulto mis mails en el bar o simplemente me estiro en la arena libro en mano, hasta que la aparición espontánea de cualquier compañero me obliga a dejarlo aparcado. Y a mucho gusto. Estar dorándote la piel a treinta y pico grados, con una coca-cola fresquita y charlando en buena compañía no tiene precio.

12:15 p.m. - 12:45 p.m. A esta hora, si buceo por la tarde -cosa que ocurre casi siempre- dejo lo que sea que esté haciendo y me acerco hasta la recepción del centro. Toca currar -si se le puede llamar así-. Entre todos los dmt’s –dive master training’s- debemos preparar el barco. Cargar los reguladores que necesitemos, los tanques si en el barco no hay sufucientes, la fruta, el agua, las galletas... y ayudar a los clientes a que preparen sus bolsas y escojan el equipo adecuado. Un trabajo no muy complicado, sobretodo teniendo en cuenta que actualmente somos 23 dmt’s. Mucha gente entre la que repartir las tareas.

12:45 p.m. - 18:00 p.m El barco zarpa hacia el lugar en el que vayamos a hacer las inmersiones. Los dmt’s, de nuevo, lo dejamos todo listo -antes, durante y después del buceo-. Y buceamos, por supuesto. A veces asisitiendo cursos; otras, sinplemente haciendo fun dives entre nosotros. Y esta es la mejor parte: estar en el agua, sentir la ingravidez, nadar entre corales y peces de todos los colores, volver a superfície con la eufória del que ha hecho lo que más le gusta en el mundo -y algo drogado por el nitrógeno, a decir verdad-. En ocasiones, algún instructor nos pide que lideremos a un grupo o que demos los diferentes briefings. Yo ya he hecho ambas cosas -a las que, al inicio, les tenía bastante miedo escénico- y fue genial. Guié a mi grupo sin problemas y dí los discursitos en inglés sin tartamudear. Que ya es mucho. Y mientras el barco navega -de ida o de vuelta- y entre buceos: un té en cubierta, un cigarrillo en el tejado, charlas en popa, yaciendo al sol en proa o saltando al agua desde los ocho metros de alto del barco.

18:00 p.m. - 19:00 p.m. Ya en Big Blue de nuevo, lavamos el equipo, registramos los buceos y, normalmente, nos tomamos una birra en el bar del centro. Éste es, para mi, uno de los mejores momentos del día. El sol se empieza a poner tras el mar salpicando la tarde de rosa, de naranja y de rojo. Y, nosotros, sobre la misma arena de la playa, agotados y felices, comentamos la jugada, hacemos planes sobre la noche o, simplemente, contemplamos el espectáculo en silencio.

19:00 p.m en adelante Esta es la franja horaria en la que mis actividades varian más de un día a otro. Muchísimas veces estoy tan sumamente cansada -podéis reiros, pero lo del buceo agota- que lo único que quiero es llegar a casa previa visita a cualquier puesto de comida thai take away, cenar tranquilamente en el porche con Javi, tirarme en la hamaca a leer, a escribir o a perder el tiempo en Internet y acostarme pronto. Otras, incluso me animo a cocinarme algo. Algunas, quedo para cenar con gente del centro o colegas de otros años. Las menos, consigo mantenerme en pié hasta después de las once para ir de fiesta o a tomar algo.

Tal es mi vida hoy en día. Fluyo como el tiempo en Koh Tao -mucho más rápido que en otros rincones del mundo-, como la marea voy y vengo, me dejo mecer por la brisa que me arrastra de un día a otro sin remedio. Y mi rutina se tiñe de mar y de sal, de arena, de peces, de sol y de viento.

sábado, 14 de febrero de 2009

Feliz No-San-Valentín

Los días como hoy reafirman y exageran mi -ya de por sí marcada- identidad de pájaro libre, de alma solitaria, de solterona a mucha honra de serlo, de corazón independiente, bragueta autosuficiente, piés a los que les gusta avanzar solos -porque cuando cuentan con compañia tropiezan más que se mueven-. No siempre fui así. Pero ya ni me acuerdo de cuando era de otra manera. Siete años soltera -entendiendo soltera como la que no tiene ninguna relación seria ni estable- son muchos. Y a lo bueno, se acotumbra uno rápido.

Y es que ahí radica la diferencia: lo que para muchos es una tortura, para mi es un bien muy deseable. Estar sola implica un puñado de cosas buenas que, actualmente, no cambio por el hecho de tener a alguien al lado. Me gusta ir al cine sola y no le temo a los domingos tarde. No me importa no tener con quién acudir a las bodas, no necesito a alguien que me llame cada noche para saber cómo me ha ido el día ni pretendo ser el centro del mundo para nadie. Me gusta dormir sola y atravesada, me gusta pasar el fin de semana con mis amigos, me gusta desaparecer del mapa sin anclas, puertos ni amarres. Adoro contar conmigo misma; odaría sustentar mi vida en el único pilar del pecho velludo de nadie.

Por supuesto, el amor tiene cosas preciosas -los besos, las miradas, los abrazos, la complicidad, el pulso acelerado, los proyectos, despertarse junto a alguien-. Pero, hoy por hoy, no me convencen. Todo es una cuestión de prioridades. Y las mías andan lejos de las ataduras, las fusiones, los enlaces.

Y todo este discurso aguafiestas, para decir que San Valentín me radicaliza -más si cabe- en mi postura. Es ver toda esa vorágine sentimentaloide de gusto escaso y que me entren nauseas. El amor, a pesar de todo lo dicho -o quizás precisamente por ello- me merece un gran respeto. Y el 14 de febrero me parece una mofa de la gran palabra, -del gran sentimiento-. De alguien que se supone que me ama no espero un corazón de peluche porque la presión social lo empuja a ello; espero un “te quiero” cada día, mis golosinas favoritas porque ha pasado frente a una tienda y se ha acordado de mi, un beso en el hombro mientras duermo, una postal cuando esté de viaje, el último libro de Alessandro Baricco nada más salga a la venta, una cena sin motivo, un venirme a recoger al trabajo sin saberlo, una carta, dos billetes de avión sin razón aparente, una visita sorpresa en Tailandia .

Quizás, en el fondo, sea una romántica. Y San Valentín es justamente lo contrario: un canto a la pérdida de la individualidad en medio de la gran masa.

lunes, 9 de febrero de 2009

Reflexiones patrióticas o un huésped en casa

Cuando recibí el correo de Edu en el que me contaba sus intenciones de venir a visitarme a Koh Tao en breve, una alegría enorme me embargó. Era la ilusión de recuperar a alguien del pasado por unos días, pero con el añadido de poder recibirlo en mi casa, de que se convirtiera en mi primera visita, en mi primer huésped, en el primer invitado.

Nos conocimos hace algo más de un año entre las escarpadas costas de Ton Sai. Él paseaba por la playa junto a dos amigos; yo tomaba un baño. Eran argentinos y su don de gentes los impulsó en seguida a decirme algo. Así empezaran unos días de kayac, copas y risas, dulce de leche, anécdotas y tangos. Cuando nos despedimos, supe que volvería a verlos. A Lucas y a Juaquín los reencontré al poco en Bali; para ver a Edu he tenido que esperar todo un año.

Pero la espera mereció la pena. No es sólo que hayamos pasado unos días increíbles -que también-, sino que ádemás me ha enseñado a volver a amar con todas mis fuerzas mis raíces, mi pretérito, mi tierra, mi pasado. Si habéis conocido a un argentino sabréis del modo en el que hablan de su país, del tono apasionado con el que explican su tradición, de la fascinación casi irreal que irradian al masticar su cotidianeidad a cada palabra pronunciada. Hay quien opina que es signo y síntoma de soberbia; para mí, no es más que un sanísimo síndrome de amor - al útero primero, a sus huellas, a la cuna, a la vida, al kilómetro cero de todo sendero caminado-. El discurso de Edu me fascinaba. Y envidiaba su manera de hablar de su patria y de su tierra. Recordaba que, tiempo atrás, yo también había hablado igual. Pero ya hacía demasiado que no me conmovía recordando mis viejas costumbres, mi antiguo entorno, mi país, mi ciudad, un pedacito de mi casa. Mi pasado se diluía en las horas presentes de mis días soñados. Y no es justo: si soy lo que soy es porque en otro tiempo fui otra cosa y crecí, cambié, avancé según el método del ensayo - error, error - ensayo. Mi pasado es esencial, mis raíces, mi familia, mis amigos, Barcelona con su gris y sus colores, con su luz y con sus noches, con sus rutinas, con sus vicios, sus virtudes, sus pecados.

Escuché a Edu cantando tangos y envidié su expresión, su temblor en la voz, sus ojos visiblemente excitados. Mi genética me impide cantar a Serrat, pero hoy, escuchando Mediterráneo, me he emocionado.

Gracias Edu. Te debo un tango.

jueves, 29 de enero de 2009

Mi casa


Al final no fue la casa que queríamos -el thai, como bien intuía, nos la jugó-, pero ha sido otra todavía mejor. Dos habitaciones, cocina, lavabo y un porche inmenso en el que tumbarse leer o a ecribir, echarse la siesta o tomar el sol. Pero lo mejor es la paz del lugar, la imagen de postal hasta donde alcanza la vista, las decenas de cocoteros por todas partes, el verde, el azul, los gekos, el viento silbando, el sonido de un coco al romper contra el suelo.

Esta será mi primera noche en la primera casa de alquiler a mi nombre. Y en Koh Tao. Si me lo dicen hace dos años -o dos meses- no me lo creo. La vida no dejará nunca de sorprenderme. Y creo que es porque yo también sigo sorprendiéndola.

jueves, 22 de enero de 2009

De viajera a habitante

Koh Tao sigue agarrándome día a día las raíces. Sigue hincándomelas en su tierra, ahogándolas en su agua, enredándomelas entre peces, mares, soles y piedras. La decisión de hacer temporalmente de esta isla mi casa, está cada vez más consolidada. Es despertarme cada mañana y saberlo, sentirlo, reafirmarlo. ¿Cómo no hacerlo si a alguien que adora el mar y el buen tiempo le das ambas cosas de golpe y le sumas la excusa perfecta para disfrutarlo?

He dado el paso. Ya no sólo de pensamiento –cosa que ya hiciera cuando decidí vernirme para acá en Navidades-, sino también de acto. Ya he iniciado mi curso de Dive Master -el ancla perfecta para mantenerme bien asida a Koh Tao un mínimo de dos o tres meses-. No me lo creo. Hace más de un año que sueño con este momento. Lo curso en Big Blue -el centro que goza de mayor reputación en la isla- y me encanta. Buceo a diario -mañana me voy en un trip de un día entero a ver tiburones ballena-, ayudo en el barco, debo estudiar un montón de materias –entre las cuales, cosas tan fascinantes para alguien de letras como yo, como física, fisiología o medioambiente- y superar ciertas pruebas físicas que incluyen nadar cierta distancia en determinado tiempo. Lo he cogido con ganas. Hacía mucho que quería estudiar algo más –otra carrera, de hecho- y así me saco el mono con algo que encima me encanta. Y si todo va bien, en un par de meses seré dive master certificada. Y podré currar de ello si se me antoja. Como todas esas personas de la isla a las que he envidiado tanto.

Convertirse en habitante supone además otros cambios. Tener piso, por ejemplo, y dejar de pulular por la vida con una mochila a la espalda, de habitación en habitación y de baño en baño. Creo que ya tenemos la casa perfecta aunque todavía no nos hemos mudado. Queda libre el 31 de este mes y si el thai que me la alquila tiene palabra –cosa que pongo en duda-, el 1 de febrero es nuestra. Como anécdota, apuntar que es el bungalow que tenia alquilado Matt el año pasado. Y recoerdo que me encantaba: dos habitaciones, dos baños, cocina y un porche enorme en el que colgar varias hamacas.

Lo que sí tengo ya es moto -Veintinueve se llama- y un pequeño círculo de conocidos -otro de los ingredientes básicos-. A los que ya conociera del año pasado, se suman los que esta vez la vida ha puesto –y pondrá- en mi camino. De momento, ya he conocido al spanish team al completo. Las casualidades quisieron que en mi centro de buceo hubiera una dive master catalana amiga de una amiga y el primer día ya me invitó a su casa a cenar. Y allí estaban todos -o muchos de los españoles que viven en la isla-. A ritmo de Fito y comiendo paella. Estrecharemos lazos en los meses que quedan.

La viajera deja de viajar por un tiempo -si su culo de mal asiento se lo permite-.

viernes, 16 de enero de 2009

Y los sueños, sueños son

Despertó con la extraña sensación de acabar de escapar de una realidad paralela, de un sueño que tenía más de vigilia que de víspera, de otra vida que se entrelazaba con la suya en el plano de lo veraz y para nada de lo onírico. Sintió que acababa de vivir en un sueño de veracidad irrefutable -de aquellos de los que al despertar estás sudado o mojado, triste o contento, llorando a lágrima viva, riendo a carcajada limpia, deprimido, feliz, excitado-. Abrió los ojos y lo sintió con toda su fuerza, como si el mundo onírico en el que había vivido los últimos segundos -los estudios más recientes en el tema demuestran que no son más de un puñado de ellos los que, en realidad, dedicamos a soñar cada noche- se apoyara en toda su dimensión sobre su pecho. Le costaba respirar. Todo había sido demasiado raro.

Era 31 de dciembre. Había decidido presentarse en casa de sus padres y unirse a su cena de nochevieja por sorpresa. Y había decidido no hacerlo sola: la ocasión era perfecta para presentar en familia al chico con el que llevaba varios meses saliendo. Llegaban algo tarde; la elaboración de los calabacines rellenos con los que decidió acudir al evento para colaborar un poco -ya que no había avisado- se había complicado en las etapas finales y había tenido que determinar sustituirlos por un par de bandejas de canelones precocinados que guardaba en su frigorífico para ocasiones especiales. Llamó al timpre; su novio, nervioso, esperaba a un lado. Se escucharon una letanía de golpes de persona que tropieza con un sinfín de cajas, muebles y obstáculos varios cuando, por fín, alguien abrió la puerta. Era su padre, aunque nadie lo hubiera adivinado. Iba cubierto de pintura blanca de arriba a abajo y lucía un pijama gris agujereado y completamente salpicado de gotas de todos los tamaños. Quiso morirse. Cuando le preguntó que hacía así vestido en un día tan señalado, él gruñó un poco, le dijo que no iban a hacer nada especial y que qué quería, que tenía prisa, que estaban pintando el baño. Ignorándolo, pasó al piso -que, como suele pasar en los sueños, no era en realidad el de sus padres, sino el de sus abuelos maternos en Reus, la casa en la que habían pasado todos juntos tantos veranos- atónita, con su novio siguiéndole los talones y todavía sin atreverse a presentarlo. Estaba avergonzada por que él estuviera presenciando espectáculo tan bochornoso, de familia bien desestructurada, de relaciones sin comunicación, de padres e hijos que no hablan. La aparición de su madre acabó de empeorar las cosas. La saludó con un “Hola cariño” bastante agradable, pero pronunciado desde una boca moteada de polvo, situada a la vez en un cuerpo tan sólo cubierto por una camiseta de propaganda y unas bragas. Todo ello adornado por unos pelos de loca que delataban no haber acudido a la peluquería en semanas. ¿Por qué diablos sus padres habían decidido iniciarse en las chapuzas caseras justamente aquella noche en la que todas las familias normales cenan langostinos y jamón del bueno frente a Ramón García y sus 12 campanadas? ¿Por qué tenían que haberla dejado en evidencia de aquella manera, delante del primer novio que osaba llevar a casa tras más de siete años de soltería voluntaria?Despertó justo en el momento en el que, tras entrar al salón -y por una de esas incomprensibles reglas de los sueños en las que la lógica y el sentido común parecen no tener cabida- veía a toda su familia y sus amigos más íntimos sentados alrededor de una inmensa mesa de Navidad preparados para la ocasión. La miraron con ojos diabólicos de tu-novio-va-a-tener-que-pasar-el-test-esta-noche, de le-vamos-a-explicar-las-anécdotas-más-vergonzosas-de-tu-infancia-y-de-tu-vida, de te-vamos-a-hundir-la-relación. El temor más crudo le atizó las entrañas. En aquel momento supo que haber llevado a su novio a casa no había sido una buena elección.

Se despertó y supo también que aquel no iba a ser un buen día. No sabría explicar exactamente la relación entre el sueño y su presente -sin pareja, en otro país y lejos de los suyos-, pero estaba convencida de que la había. Entonces se puso en pie, olfateó en todas direcciones y confirmó lo que pensara desde que había abierto los ojos: aquel día iba a ser extraño. Estaba en Tailandia y, sin embargo, olía a la India. A la India de las ciudades. A la India de las calles, de los meaderos, de los mercados de especias, de las vacas, de la polución, del calor desmesurado. Abrió la ventana para comprobar que no se había teletransportado a aquel país mientras dormía. Y contra todo pronóstico, en aquel momento pasó un ricksaw.

El paso de las horas, al inicio, no la contradijo. Llegó a pensar que no debía haberse encaminado nunca hacia donde lo hacía, que el destino no quería que llegara, que quizás lo más sensato era deshacer los pasos o cambiar el rumbo. El taxi que tenía que pasar a recogerla por el hotel a las siete de la mañana se retrasó media hora que la hizo ponerse en lo peor. Y cuando finalmente llegó la llevó a un embarcadero que no era en el que realmente debía esperar su barco, tuvo que tomar un autobús e ir hacia el otro puerto. Allí esperó un rato. Luego subió a un ferry que teórticamente debía llevarla hasta su destino, pero que a las cuatro horas paró en una isla cercana y dijo que no continuaba por culpa del mal tiempo. Allí, sin embargo, lucía el sol y el mar parecía estar en calma. No quiso discutir y, una vez en tierra, se acercó a una ventanilla de venta de billetes y compró uno para el primer barco que circulara. Esperó una hora y subió al bote. Llegó a Koh Tao a las cuatro de la tarde tras una última hora de tempestad, olas, mareos y vomitadas.

Siguió creyendo en el mal augurio de su sueño toda la tarde. No encontró habitación en el sitio de siempre, el viento y el frío habían tomado, inesperadamente, aquel rincón en el que siempre es verano y la menstruación había hecho acto de presencia de modo dolorosamente silencioso manchándole las sábanas.

Pero la realidad golpeó al sueño como una bofetada. Fue a las diez de la noche, en uno de esos espectáculos de Lady Boys -travestis, para entendernos- tan habituales en Tailandia -donde el hecho de ser transexual es común, está aceptado socialmente y se entiende como una característica más de la identidad que no inhabilita para trabajar en bancos, oficinas o como funcionario-. Miró a su alrededor y vio a sus recién estrenados amigos de la isla tomando shingas y charlando. Le sonrió a Ai que justo en ese momento la estaba mirando. Sopesó su copa pensativa y le dio un trago. Volvió a alzar la mirada y la fijó en el escenario. Se rió a carcajadas un buen rato. Imaginó el mar batiendo a escasos metros, las siluetas de los cocoteros recortadas sobre el cielo, los corales bajo el agua, su bungalow, su hamaca, los peces dormitando.

Y supo que aquel era su lugar. Que no había nada que temer. Que todo había sido sólo un sueño. Y los sueños, sueños son.