viernes, 10 de octubre de 2008

Home, sweet home

Estoy en Bangkok. Mi cabeza todavía no ha empezado a asimilarlo. Estoy en Bangkok. Me lo repito y me lo repito sin llegar a creérmelo. Estoy en Bangkok.



Me hallo aquí de nuevo, en el lugar con el que llevaba meses soñando, en las calles que evocaba cuando el hastío me atrapaba en Barcelona, en el país cuyo nombre me suena a juego y a promesa. Tailandia. No me digáis que no tiene una sonoridad divertida, de país que hay que tomarse a broma, de desparpajo, de ficción, de nombre que no existe en ningún mapa más que en el mapa del tesoro de algún pirata extraviado. Tailandia siempre me ha sonado así: a ciudad de ficción de alguna novela de aventuras. Bangkok también. Suena a divertimento. Y para mí siempre lo ha sido.

He vuelto. Y el llegar aquí procedente de India, ha distorsionado un poco mi entrada. Bangkok es fascinante -lo sé- pero esta vez la encuentro mucho más sosa, más limpia, más vacía, más ordenada. Y es por contraste con India. Los tailandeses son también mucho más simpáticos, sonrientes, hospitalarios y atentos de lo que recordaba. Es una mala jugada de mi mente. Un día atrás estaba en India y, a su lado, Tailandia es casi Europa -sin el casi quizás-.

Me siento rara. Contenta -rozando la felicidad extrema y la emoción: ayer, de hecho, bajando a la ciudad en taxi desde el aeropuerto, se me escaparon un par de lágrimas-, expectante, tranquila. Me siento de nuevo en casa. Voy recordando sensaciones que tenía olvidadas. Imágenes, sonidos, olores que había echado de menos, a veces sin saberlo, otras imaginándolos a propósito como vía de escape en noches de insomnio tirada sobre mi cama: el olor de los puestos de comida callejera, los 7 Eleven, los carteles luminosos de Kao San Road, la música de los carritos de helados, los taxis rosas, la Tom Yam Soup, los templitos por todas partes, los Sawaidii y los kapunka, los batidos de frutas, las Shingas, las vendedoras de ranas musicales, las guiris de camisetas escotadas. Es un suma y sigue. Lo sé. Seguiré recordando y reencontrándome con mi pasado a cada minuto en mis próximas horas, en los próximos días, cuando vuelva a mi isla, cuando recorra con la vista lugares en los que ya hice posada.

Me siento en casa como siempre que he regresado a este país y a esta ciudad. Pero ahora todavía más, si cabe, por el afortunado encuentro con una persona de mi entorno más inmediato en Barcelona. Ayer vi a Cris. Él se marchaba hoy -primero Shangai y desde allí ya para casa- y yo llegué ayer, así que teníamos una tarde-noche para nosotros. Para alucinar pensando que estábamos a 10.000 kilómetros juntos, para explicarnos los respectivos viajes o simplemente charlar como si en lugar de en Kao San estuviéramos en Gracia. Quemamos Bangkok -a base de cervezas, música de un grupo de rock y discoteca hasta altas horas de la madrugada-. Y sin apenas dormir, él se ha ido hacia China esta mañana. Fue breve pero intenso. Y no tiene precio un abrazo de verdad, de alguien al que quieres muchísimo, en la otra punta del mundo cuando se viaja sola.

Y la suerte sigue de mi lado. Esta mañana, caminando por Soi Rambutri he escuchado que gritaban “¡Guapa!”, en castellano. Me he girado y he visto a Jose, el mallorquín que conocí en Dharamsala. Qué pequeño que es el mundo -la vida me demuestra cada día la veracidad de esta máxima-. Tomaba unas cervezas con un madrileño, me he unido a ellos y esta noche cenaremos juntos. Así da gusto volver a casa.

El limbo se llama Dhaka


El mío, al menos. El de antes de ayer. El que me retuvo durante casi 12 horas en algún punto entre India -mi origen- y Tailandia -mi destino-. Y ese punto era Bangladesh, su capital para ser más exactos, su aeropuerto si queremos afilar más. Aunque lo abandoné por unas horas porque cometí la estupidez de pagar 20 dólares por un visado de tránsito, los transfers y un hotel. Pero vayamos por partes.


Volaba con Bangladesh Airlines y nada más embarcar me di cuenta de que aquello iba a se una aventura. Me sentaron en la salida de emergencia -genial, podría estirar las piernas y bla, bla, bla, bla, bla- pero lo que era un hecho positivo en principio, se convirtió en toda una preocupación: la puerta de emergencia estaba rota , una parte importante de la misma estaba salida hacia dentro dejando algún pequeño agujero que me comunicaba con el exterior. El hombre de mi lado -un sikh nacido en Tailandia que se convertiría en el entertainment del trayecto- debió adivinar mi susto -¿por mi cara quizás?- y vino a tranquilizarme de maneras poco ortodoxas diciéndome “no pasa nada, a la ida yo fui con otro -de la misma compañía- que tenía un boquete así”. E hizo el “así” con las manos para luego concretármelo sacándome la fotografía del delito. El agujero era realmente grande. Gracias. Aquella compañía sí que era de fiar.


Quizás para que me olvidara del problema, quizás por que estaba algo loco -tras varias horas con él, me inclino por lo segundo-, el tipo, Sam, me empezó a hacer juegos de magia. Era bueno -muy bueno- y lo cierto es que consiguió no sólo que me riera durante las dos horas largas de trayecto, sino también que todos los pasajeros -indios y bangladeshis, ningún occidental- estuvieran pendientes de lo que pasaba en aquellos dos asientos del avión. Todos los ojos clavados en nosotros, sobretodo en mí. En aquel momento respiré tranquila por haber escogido un modelito tan discreto para la ocasión : camiseta de propaganda ancha y con mangas y pantalones cagados. Así no tendrían excusa para mirar más de la cuenta.

El avión, como no, salió con dos horas de retraso y llegó con dos horas de retraso también. Ahí tenía dos opciones: dormir en el mismo aeropuerto -tirada en el suelo, con mi cámara y mi portátil a merced del que quisiera llevárselos-, o pagar 20 dólares por un transit visa, los taxis y un hotel. En pack. Opté por lo segundo, a fin de poder dormir mejor .Y allí empezó la odisea. Burocracia lenta -lentísima- con un tío que tecleaba los datos de todos -éramos 9, en total, los que habíamos escogido esta opción- en el ordenador con dos dedos, con la lentitud del que no sabe hacerlo mejor. Me dio tiempo de hacer amigos: Sam, Rubí y su marido -una pareja del Punjab de lo más moderna- otro chico de Udaippur que trabaja en Bangkok. Nos hicimos íntimos. La espera era larga y el lugar adverso. Es lo mejor en estos casos.


Llegamos al hotel pasadas las 3 de la mañana y se suponía que a las 8:30 deberíamos salir de nuevo hacia el aeropuerto para tomar nuestro avión. Hice los cálculos: podría dormir 5 horas, no estaba del todo mal. Me duché rápido -secándome con la colcha de la cama porque no había toalla y no iba a bajar en pelotas a buscarla-, me fumé un par de cigarrillos y me metí en la cama dispuesta a aprovechar hasta el último minuto de sueño. Pero no me dejaron. De repente, llaman a la puerta. Se habrán equivocado, pensé. Pero a los dos minutos vuelven a llamar. ¿What? Al otro lado, silencio, seguido de dos golpes más. ¿WHAT? Una toalla. No la quiero, ya me he duchado, déjeme dormir. Me meto en la cama de nuevo. Pillo el sueño y vuelven a llamar.¿¿¿ WHAT??? Silencio. Llaman de nuevo. ¿¿¿¿¿WHAT???? Open the door. Noooooooooooo. Son las 4 de la madrugada, estoy durmiendo -ESTABA-, déjeme en paz. Estuvieron hasta las 4:30 aporreando la puerta cada diez minutos. Genial.


Pero no dándose por vencidos, a las 6:30, cuando mi sueño era lo más profundo que puede ser, de nuevo: TOC-TOC. Estoy soñando, pensé. Pero no. Dos golpes más confirmaban mi primera idea de los bangladeshis : están locos. Me acerco a la puerta, de mala uva. ¿What? Breakfast. ¿¿¿¿¿Qué????? ¿A las 6.30 de la mañana? Perdone, me he ido a dormir a las 4:30 porque se han pasado la noche golpeando la puerta de mi habitación y ¿me despiertan a las 6:30 para desayunar cuando tengo que salir hacia el aeropuerto en dos horas? ¿Do you think I need two hours to eat my breakfast? Me sulfuré. Le dije al tío que se fuera, me vestí y bajé a recepción hecha una furia. Empecé a chillar. ¿DO YOU THINK THAT WHAT I NEED THE MOST NOW IS BREAKFAST? Desde aquel momento, no hubo más golpes en mi puerta. Pero el cabreo me había desvelado. Ahora quería desayunar.


Tal fue mi experiencia en Bangladesh. El siguiente vuelo lo pillamos sin problemas -y sin retraso- y tras dos horas en un avión de lo más prehistórico también -a este le faltaban las luces y los aires acondicionados que cada pasajero lleva encima… y en su lugar había agujeros, como de haber sido arrancados-, llegué por fin a Bangkok. Home, sweet home. Pero esto ya es otra historia y otro post.