viernes, 27 de febrero de 2009

El vaso medio lleno


Cuando sentí mi oído derecho destaparse con tanta furia subiendo a superfície tras una inmersión -asistiendo a un Rescue y justo en el momento en el que le robaba a Tim, el instructor, su regulador y bromeaba despreocupada-, presagié lo peor. No me dolía demasiado pero, de repente, había dejado de oír con total claridad. Al día siguiente, el médico confirmó lo que yo ya sabía -las horas de estudio de fisiología tenían que servir para algo-: reverse block. O lo que es lo mismo, estaba pagando por haber sido una idiota y haberme tomado una pastilla descongestiva esa mañana; el efecto había acabado durante la inmersión y el aire atrapado salió de golpe al subir a superfície. La solución estaba clara: tomar antibióticos para prevenir una infección y -esto es lo peor- mantenerme fuera del agua durante una semana.

En aquel momento, pensé que no lo podría soportar. Estar en una isla haciendo el Dive Master y sin poder bucear, me parecía el colmo del desastre. No imaginaba que había sido de mis días previos al Big Blue, cómo había ocupado mi tiempo las seis veces anteriores que ya estuve en Koh Tao. Recordaba habérmelo pasado muy bien, pero cómo... Era incapaz de rescatarlo del olvido.

Pero no me quedaba otra: o eso o fastidiarme el oído todavía más. Así que me porté bien. Debo reconocer que el primer día fue extraño: me había desacostumbrado a tirarme en la playa durante horas sin más actividad que la de remojarme hasta el cuello -no me puede entrar nada de agua en el oído- o charlar con algunos de mis amigos del centro que por problemas varios tampoco pueden bucear. Poco a poco, sin embargo, le cogí el gustillo. Y recordé el placer de no hacer nada más que tumbarme al sol, de llegar a la noche fresca y con ganas de salir, de irme de fiesta sin tener que retirarme pronto por miedo al despertador del día después. A veces -debo reconocerlo-, echo de menos el curso y me acerco al centro de buceo no sólo en busca de cháchara, sino también de actividad. Ayudo en la tienda, estudio y hago los exámenes que me faltan -ahora ya ninguno, en estos días me saqué de encima los dos que me quedaban: física y medioambiente-.

Y hoy, una barbacoa, dos cenas, tres fiestas y una bolera más tarde, aseguro que fastidiarse el oído tampoco está tan mal. Me quedan tres días secos más y sé que me faltarán horas para hacer todo lo que quiero antes de meterme en el agua otra vez.

El vaso medio lleno o medio vacío. He aquí la cuestión.

viernes, 20 de febrero de 2009

Rutinas de trópico


Últimamente escribo poco. Tenéis toda la razón los que me lo habéis ido recriminando por vías diferentes. Pordría decir que no tengo tiempo -y en parte sería cierto, ya que el Dive Master Training ocupa la mayor parte del mío y éste discurre a un ritmo diferente en Koh Tao-. Pero la verdad es otra muy distinta: me he acostumbrado a una rutina que, aunque fascinante, es mi cotidianeidad. Y como lo cotidiano, por asociación aburre, no quería cansaros con las batallitas de un día a día que, por primera vez en mucho tiempo, se mantiene más o menos igual. Pero hoy, reflexionando inconscientemente -cuando regresaba en el barco de bucear, fumándome un cigarro en proa, con al viento azotándome en la cara, el sol sombreándome la silueta y una sonrisa imposible de borrar- me he dado cuenta de que, en realidad, tenía mucho que explicar. Que quizás mis jornadas sean rutinarias, pero se trata de una rutina maravillosa al fin y al cabo -y exótica, para los que no la viváis-. Así que he cambiado de opinión: creo que merece ser explicada.

A continuación, un día en la vida de Miss Éxodos. Ahí va:

6:00 a.m. – 9:00 a.m. El sonido de la jungla despertando me arranca del sueño lentamente. Se mezcla con mi mundo onírico en un estado de ensoñación hasta que, finalmente, abro los ojos. Y lo primero que hago es siempre lo mismo -un extraño ritual del convencimiento-: levanto un poco la cabeza de la almohada y miro al exterior a través de la ventana para comprobar que ahí está, que no lo soñé. Y el verde más verde -moteado de sol y cocoteros- me da los buenos días. Entonces llega la primera decisión del día: levantarme o darme la vuelta y seguir durmiendo un rato más. Si buceo por la mañana -pocas veces, no vamos a engañarnos- no hay elección - a las 6:30 debo estar en Big Blue-; sino, todo depende de la hora en la que me haya acostado la noche anterior.

7:00 a.m. – 10:00 a.m. Desayuno que entraña una segunda elección: tomarlo en el porche de casa -unas tostadas de la magnífica focaccia del Zanzíbar y un batido de cacao que nunca falta en mi frigorífico- o irme a cualquiera de mis restaurantes favoritos. Un american breakfast, una pasta y un ice coffe o un machiatto y ya estoy lista para empezar el día. Los que me conocen saben que hasta que no desayuno, no soy persona.

10:00 a.m. – 12:00 p.m. A veces, aprovecho este par de horas para hacer recados varios, tales como acercarme al super para llenar la despensa, a una tienda de buceo para comprar algo del equipo o a saludar a alguien al que hace tiempo que no veo. La mayoría, sin embargo, me entretengo en el centro de buceo, a pie de playa. Estudio algunas de las materias del curso, consulto mis mails en el bar o simplemente me estiro en la arena libro en mano, hasta que la aparición espontánea de cualquier compañero me obliga a dejarlo aparcado. Y a mucho gusto. Estar dorándote la piel a treinta y pico grados, con una coca-cola fresquita y charlando en buena compañía no tiene precio.

12:15 p.m. - 12:45 p.m. A esta hora, si buceo por la tarde -cosa que ocurre casi siempre- dejo lo que sea que esté haciendo y me acerco hasta la recepción del centro. Toca currar -si se le puede llamar así-. Entre todos los dmt’s –dive master training’s- debemos preparar el barco. Cargar los reguladores que necesitemos, los tanques si en el barco no hay sufucientes, la fruta, el agua, las galletas... y ayudar a los clientes a que preparen sus bolsas y escojan el equipo adecuado. Un trabajo no muy complicado, sobretodo teniendo en cuenta que actualmente somos 23 dmt’s. Mucha gente entre la que repartir las tareas.

12:45 p.m. - 18:00 p.m El barco zarpa hacia el lugar en el que vayamos a hacer las inmersiones. Los dmt’s, de nuevo, lo dejamos todo listo -antes, durante y después del buceo-. Y buceamos, por supuesto. A veces asisitiendo cursos; otras, sinplemente haciendo fun dives entre nosotros. Y esta es la mejor parte: estar en el agua, sentir la ingravidez, nadar entre corales y peces de todos los colores, volver a superfície con la eufória del que ha hecho lo que más le gusta en el mundo -y algo drogado por el nitrógeno, a decir verdad-. En ocasiones, algún instructor nos pide que lideremos a un grupo o que demos los diferentes briefings. Yo ya he hecho ambas cosas -a las que, al inicio, les tenía bastante miedo escénico- y fue genial. Guié a mi grupo sin problemas y dí los discursitos en inglés sin tartamudear. Que ya es mucho. Y mientras el barco navega -de ida o de vuelta- y entre buceos: un té en cubierta, un cigarrillo en el tejado, charlas en popa, yaciendo al sol en proa o saltando al agua desde los ocho metros de alto del barco.

18:00 p.m. - 19:00 p.m. Ya en Big Blue de nuevo, lavamos el equipo, registramos los buceos y, normalmente, nos tomamos una birra en el bar del centro. Éste es, para mi, uno de los mejores momentos del día. El sol se empieza a poner tras el mar salpicando la tarde de rosa, de naranja y de rojo. Y, nosotros, sobre la misma arena de la playa, agotados y felices, comentamos la jugada, hacemos planes sobre la noche o, simplemente, contemplamos el espectáculo en silencio.

19:00 p.m en adelante Esta es la franja horaria en la que mis actividades varian más de un día a otro. Muchísimas veces estoy tan sumamente cansada -podéis reiros, pero lo del buceo agota- que lo único que quiero es llegar a casa previa visita a cualquier puesto de comida thai take away, cenar tranquilamente en el porche con Javi, tirarme en la hamaca a leer, a escribir o a perder el tiempo en Internet y acostarme pronto. Otras, incluso me animo a cocinarme algo. Algunas, quedo para cenar con gente del centro o colegas de otros años. Las menos, consigo mantenerme en pié hasta después de las once para ir de fiesta o a tomar algo.

Tal es mi vida hoy en día. Fluyo como el tiempo en Koh Tao -mucho más rápido que en otros rincones del mundo-, como la marea voy y vengo, me dejo mecer por la brisa que me arrastra de un día a otro sin remedio. Y mi rutina se tiñe de mar y de sal, de arena, de peces, de sol y de viento.

sábado, 14 de febrero de 2009

Feliz No-San-Valentín

Los días como hoy reafirman y exageran mi -ya de por sí marcada- identidad de pájaro libre, de alma solitaria, de solterona a mucha honra de serlo, de corazón independiente, bragueta autosuficiente, piés a los que les gusta avanzar solos -porque cuando cuentan con compañia tropiezan más que se mueven-. No siempre fui así. Pero ya ni me acuerdo de cuando era de otra manera. Siete años soltera -entendiendo soltera como la que no tiene ninguna relación seria ni estable- son muchos. Y a lo bueno, se acotumbra uno rápido.

Y es que ahí radica la diferencia: lo que para muchos es una tortura, para mi es un bien muy deseable. Estar sola implica un puñado de cosas buenas que, actualmente, no cambio por el hecho de tener a alguien al lado. Me gusta ir al cine sola y no le temo a los domingos tarde. No me importa no tener con quién acudir a las bodas, no necesito a alguien que me llame cada noche para saber cómo me ha ido el día ni pretendo ser el centro del mundo para nadie. Me gusta dormir sola y atravesada, me gusta pasar el fin de semana con mis amigos, me gusta desaparecer del mapa sin anclas, puertos ni amarres. Adoro contar conmigo misma; odaría sustentar mi vida en el único pilar del pecho velludo de nadie.

Por supuesto, el amor tiene cosas preciosas -los besos, las miradas, los abrazos, la complicidad, el pulso acelerado, los proyectos, despertarse junto a alguien-. Pero, hoy por hoy, no me convencen. Todo es una cuestión de prioridades. Y las mías andan lejos de las ataduras, las fusiones, los enlaces.

Y todo este discurso aguafiestas, para decir que San Valentín me radicaliza -más si cabe- en mi postura. Es ver toda esa vorágine sentimentaloide de gusto escaso y que me entren nauseas. El amor, a pesar de todo lo dicho -o quizás precisamente por ello- me merece un gran respeto. Y el 14 de febrero me parece una mofa de la gran palabra, -del gran sentimiento-. De alguien que se supone que me ama no espero un corazón de peluche porque la presión social lo empuja a ello; espero un “te quiero” cada día, mis golosinas favoritas porque ha pasado frente a una tienda y se ha acordado de mi, un beso en el hombro mientras duermo, una postal cuando esté de viaje, el último libro de Alessandro Baricco nada más salga a la venta, una cena sin motivo, un venirme a recoger al trabajo sin saberlo, una carta, dos billetes de avión sin razón aparente, una visita sorpresa en Tailandia .

Quizás, en el fondo, sea una romántica. Y San Valentín es justamente lo contrario: un canto a la pérdida de la individualidad en medio de la gran masa.

lunes, 9 de febrero de 2009

Reflexiones patrióticas o un huésped en casa

Cuando recibí el correo de Edu en el que me contaba sus intenciones de venir a visitarme a Koh Tao en breve, una alegría enorme me embargó. Era la ilusión de recuperar a alguien del pasado por unos días, pero con el añadido de poder recibirlo en mi casa, de que se convirtiera en mi primera visita, en mi primer huésped, en el primer invitado.

Nos conocimos hace algo más de un año entre las escarpadas costas de Ton Sai. Él paseaba por la playa junto a dos amigos; yo tomaba un baño. Eran argentinos y su don de gentes los impulsó en seguida a decirme algo. Así empezaran unos días de kayac, copas y risas, dulce de leche, anécdotas y tangos. Cuando nos despedimos, supe que volvería a verlos. A Lucas y a Juaquín los reencontré al poco en Bali; para ver a Edu he tenido que esperar todo un año.

Pero la espera mereció la pena. No es sólo que hayamos pasado unos días increíbles -que también-, sino que ádemás me ha enseñado a volver a amar con todas mis fuerzas mis raíces, mi pretérito, mi tierra, mi pasado. Si habéis conocido a un argentino sabréis del modo en el que hablan de su país, del tono apasionado con el que explican su tradición, de la fascinación casi irreal que irradian al masticar su cotidianeidad a cada palabra pronunciada. Hay quien opina que es signo y síntoma de soberbia; para mí, no es más que un sanísimo síndrome de amor - al útero primero, a sus huellas, a la cuna, a la vida, al kilómetro cero de todo sendero caminado-. El discurso de Edu me fascinaba. Y envidiaba su manera de hablar de su patria y de su tierra. Recordaba que, tiempo atrás, yo también había hablado igual. Pero ya hacía demasiado que no me conmovía recordando mis viejas costumbres, mi antiguo entorno, mi país, mi ciudad, un pedacito de mi casa. Mi pasado se diluía en las horas presentes de mis días soñados. Y no es justo: si soy lo que soy es porque en otro tiempo fui otra cosa y crecí, cambié, avancé según el método del ensayo - error, error - ensayo. Mi pasado es esencial, mis raíces, mi familia, mis amigos, Barcelona con su gris y sus colores, con su luz y con sus noches, con sus rutinas, con sus vicios, sus virtudes, sus pecados.

Escuché a Edu cantando tangos y envidié su expresión, su temblor en la voz, sus ojos visiblemente excitados. Mi genética me impide cantar a Serrat, pero hoy, escuchando Mediterráneo, me he emocionado.

Gracias Edu. Te debo un tango.