jueves, 21 de octubre de 2010

Entre la vida y la muerte

Su trabajo no es fácil. Llegan desde España soñando salvar vidas y en seguida se dan cuenta de que no siempre es posible. Lloran cada niño que se les muere en los brazos y a menudo piensan que podrían haberlo hecho mejor. Deben aclimatarse al dolor y la impotencia. Deben olvidar casi todo lo que aprendieron en las universidades y adaptarse a una nueva realidad. Deben ser capaces de superar todas las adversidades. Deben aprender que lo que en casa funciona, puede que aquí esté de más. Aceptar que tanto los recursos humanos como la tecnología de la que disponen a veces no son suficientes. Comprender que, por desgracia, aquí la vida corre otro riesgo. Que hay menos vidas y más muertes. Que su trabajo, aunque importantísimo, no puede cambiar de la noche a la mañana la realidad del hospital.

Cuando entro en el quirófano Raúl ya está preparado para comenzar la intervención. Me mira fugazmente y, sin distraerse un segundo más de la cuenta, toma un bisturí y se inclina sobre el vientre que yace expuesto frente a él. Joven, entregado y dinámico, Raúl es uno de los cinco voluntarios destinados en Mabesseneh por San Juan de Dios. Hoy tiene una cesárea de gemelos. Y yo acepto acompañarlo, con la ilusión y los nervios de una primera vez. Su reto es que ambos bebés nazcan vivos; el mío, no desplomarme sobre el suelo al contemplar algo tan bonito -y sangriento- como lo que voy a ver.

A pesar de haber terminado hace unos meses su residencia, Raúl tiene el pulso y el temple de los expertos. Es lo primero que pienso mientras, venciendo mi instinto por apartar los ojos del corte, miro como realiza la incisión. Primero se abre la piel, luego el útero. Y, entre manchas de sangre y guantes de goma que rebuscan en el interior de un cuerpo, me preparo para lo que está a punto de suceder.

Cuando veo un pie asomando a través del corte, no doy crédito. No estoy mareada, pero una nebulosa extraña envuelve mi cuerpo -y aunque estoy ahí, siento que ya no estoy-. Es la adrenalina, la reconozco. Como cuando te tiras en paracaídas y te pasas un buen rato caminando sobre una nube, borracho de endorfinas y de emoción. Así estoy yo. Impaciente por ver el milagro de la vida, apretando fuerte los dientes, oyendo en estéreo y multiplicado el latido urgente de mi corazón. A un pie le sigue el otro y, más rápido de lo que imagino, el recién nacido muestra toda su vulnerabilidad ante nosotros. Ya está fuera y -aunque no llora ni se mueve- deduzco por el sentir general que está vivo.

El segundo bebé cuesta menos. O quizás es que como ya cuento con los precedentes del primero, mi cuerpo se ha relajado y el tiempo resbala sobre el quirófano algo mejor. Lo primero que veo esta vez es la cabeza y, en seguida, el cuerpo entero del niño tumbado sobre las manos de Raúl. Rápidamente se lo pasa a una enfermera y, mientras ésta se aleja en dirección a la habitación de al lado, él se dispone a limpiar y coser la herida que ha servido de puerta al mundo a los bebés.

Sigo a la enfermera pensando que voy a ver como les azotan el culete para que lloren, como les cortan el cordón umbilical, como los limpian y acicalan para llevárselos a la madre. Pero no. Los niños no respiran por si solos y es necesario hacerles la reanimación cardiopulmonar. Encabezando la operación se halla Vanesa, otra de las voluntarias enviadas por San Juan de Dios. Aprieta el pecho de uno de los gemelos, mientras otra enfermera le proporciona respiración. Dos enfermeras más hacen lo propio con el otro pequeño. Y tras mucho sufrimiento que prefiero ahorraros, los niños -primero uno, luego el otro- empiezan a llorar.

El final -o más bien el principio- ha sido feliz en esta ocasión. Pero los bebés se han debatido entre la vida y la muerte un buen rato. Y, con ellos, los voluntarios de San Juan de Dios.

La cara más amable

Como buena periodista de viajes, tengo la manía de analizarlo todo desde una perspectiva turística. Cuando voy a un restaurante, evalúo si podría recomendarlo en una guía. Si descubro algún rincón maravilloso, me lo explico con metáforas hasta que decido si merecería la pena contarlo o no. Si una ciudad me llega al alma, la bautizo con un titular. La belleza de Sierra Leone no podía a escapar a mi fiebre analista y discursiva. Y la verdad es que, a pesar de la pobreza que le aplasta las espaldas, el país tiene potencial.

Verde, rojo y azul son los colores que me vienen a la mente cuando cierro los ojos y pienso en Sierra Leone. El verde de la jungla, el rojo de la tierra y el azul intenso del mar. La bandera me lleva la contraria sólo en uno. Donde yo pongo rojo, ella pone blanco -y quizás sea por el blanco de la paloma de la paz-. Sierra Leone tiene también marrón en las casas construidas de adobe y naranja en las puestas de sol de postal. Amarillo, rosa, magenta y dorado en las ropas que invaden sus calles. Y negro en la oscuridad de la noche, en las voces, en el alma y en la piel.

Sierra Leone es ir en jeep cruzando la naturaleza más salvaje. Pararse en una aldea y mirar alrededor. Sierra Leone es también esa playa en la que no hay más que arena blanca, cocoteros y un solitario pescador. O esa otra en la que un chiringuito sencillo espera a que alguien se siente a comer barracuda, beber cerveza y tostarse al sol. Sierra Leone son también sus mercados, callejear entre especias y telas, entre collares, estatuillas y estanterías rebosantes de color. Sierra Leone es contemplar como elaboran la crema de cacahuete, como convierten la leña en carbón vegetal, como recogen el arroz. Sierra Leone es el trópico en estado puro. Sierra Leone es sorprenderse a cada paso. Sierra Leone es calor.

Tiene una belleza tan veraz que asusta un poco. Y te preguntas, “¿Hasta cuándo?”. Y sabes que durará lo que tarden los turistas en llegar. Y te entristeces un poco mientras el sentido común pone las ideas en orden y concluyes que ellos también tienen derecho a progresar.

Vivir sin luz

Vivir sin luz es vivir en un mundo que en nada se parece al nuestro. Vivir sin luz es hacerlo en las tinieblas, en los días cortos que acaban cuando cae el sol, en la previsión que te lleva a no dejar nada por hacer para después del ocaso. Vivir sin luz es tener que echar mano de las hogueras -como si de la prehistoria estuviéramos hablando- o de las lamparitas de petróleo que apenas iluminan débilmente la cara de tu interlocutor.

Vivir sin luz en un hospital es prácticamente imposible. Los médicos necesitan ver y la maquinaria necesita corriente para poder funcionar. Saint John of God palía la falta de electricidad con generadores propios que permiten un funcionamiento más o menos óptimo del hospital. Se encienden de nueve de la mañana a tres de la tarde, horas que se aprovechan para realizar las operaciones quirúrgicas, abrir los consultorios y pasar visita a los pacientes ingresados. Durante la tarde, luz y actividad se apagan. Y al anochecer, a eso de las siete y media de la noche, la electricidad vuelve a ponerse en marcha para contrarrestar la oscuridad natural de la sabana. Las limitaciones que ello genera en el hospital son evidentes. Y de ahí a la nueva iniciativa que está a punto de cambiarlas.

Cuando el hermano Fernando Aguiló recibió el premio Josep Parera -consistente en una importante suma de dinero- no se lo pensó dos veces: lo invertiría en paneles solares que permitieran disponer de electricidad ininterrumpida -aunque en un inicio será mixta: dieciséis horas de energía solar y ocho procedente de los generadores-. No era la primera vez que una solución así tenía lugar en el hospital. “Durante la guerra disponíamos de placas solares para dar servicio a nuestros pacientes”, recuerda el hermano. Sin embargo, cierta noche alguien las robó y no quisieron reponerlas. “En el fondo, ya nos iba bien no tener luz en aquellas circunstancias”, apunta. “La luz podía atraer a los rebeldes que, sin saber que era generada por un sistema de energía solar, acudirían en busca de petróleo”, termina.

Nueve años tras el final de la guerra y con el dinero necesario en el bolsillo, San Juan de Dios ha considerado que había llegado el momento de instalar los paneles de nuevo. El contenedor que los ha trasportado desde España ya se halla en Freetown, desde donde viajarán a Lunsar una vez obtenidos todos los permisos necesarios. Se prevé que ello suceda antes de Navidad. Gran regalo el que traerán los reyes este año.