viernes, 16 de enero de 2009

Y los sueños, sueños son

Despertó con la extraña sensación de acabar de escapar de una realidad paralela, de un sueño que tenía más de vigilia que de víspera, de otra vida que se entrelazaba con la suya en el plano de lo veraz y para nada de lo onírico. Sintió que acababa de vivir en un sueño de veracidad irrefutable -de aquellos de los que al despertar estás sudado o mojado, triste o contento, llorando a lágrima viva, riendo a carcajada limpia, deprimido, feliz, excitado-. Abrió los ojos y lo sintió con toda su fuerza, como si el mundo onírico en el que había vivido los últimos segundos -los estudios más recientes en el tema demuestran que no son más de un puñado de ellos los que, en realidad, dedicamos a soñar cada noche- se apoyara en toda su dimensión sobre su pecho. Le costaba respirar. Todo había sido demasiado raro.

Era 31 de dciembre. Había decidido presentarse en casa de sus padres y unirse a su cena de nochevieja por sorpresa. Y había decidido no hacerlo sola: la ocasión era perfecta para presentar en familia al chico con el que llevaba varios meses saliendo. Llegaban algo tarde; la elaboración de los calabacines rellenos con los que decidió acudir al evento para colaborar un poco -ya que no había avisado- se había complicado en las etapas finales y había tenido que determinar sustituirlos por un par de bandejas de canelones precocinados que guardaba en su frigorífico para ocasiones especiales. Llamó al timpre; su novio, nervioso, esperaba a un lado. Se escucharon una letanía de golpes de persona que tropieza con un sinfín de cajas, muebles y obstáculos varios cuando, por fín, alguien abrió la puerta. Era su padre, aunque nadie lo hubiera adivinado. Iba cubierto de pintura blanca de arriba a abajo y lucía un pijama gris agujereado y completamente salpicado de gotas de todos los tamaños. Quiso morirse. Cuando le preguntó que hacía así vestido en un día tan señalado, él gruñó un poco, le dijo que no iban a hacer nada especial y que qué quería, que tenía prisa, que estaban pintando el baño. Ignorándolo, pasó al piso -que, como suele pasar en los sueños, no era en realidad el de sus padres, sino el de sus abuelos maternos en Reus, la casa en la que habían pasado todos juntos tantos veranos- atónita, con su novio siguiéndole los talones y todavía sin atreverse a presentarlo. Estaba avergonzada por que él estuviera presenciando espectáculo tan bochornoso, de familia bien desestructurada, de relaciones sin comunicación, de padres e hijos que no hablan. La aparición de su madre acabó de empeorar las cosas. La saludó con un “Hola cariño” bastante agradable, pero pronunciado desde una boca moteada de polvo, situada a la vez en un cuerpo tan sólo cubierto por una camiseta de propaganda y unas bragas. Todo ello adornado por unos pelos de loca que delataban no haber acudido a la peluquería en semanas. ¿Por qué diablos sus padres habían decidido iniciarse en las chapuzas caseras justamente aquella noche en la que todas las familias normales cenan langostinos y jamón del bueno frente a Ramón García y sus 12 campanadas? ¿Por qué tenían que haberla dejado en evidencia de aquella manera, delante del primer novio que osaba llevar a casa tras más de siete años de soltería voluntaria?Despertó justo en el momento en el que, tras entrar al salón -y por una de esas incomprensibles reglas de los sueños en las que la lógica y el sentido común parecen no tener cabida- veía a toda su familia y sus amigos más íntimos sentados alrededor de una inmensa mesa de Navidad preparados para la ocasión. La miraron con ojos diabólicos de tu-novio-va-a-tener-que-pasar-el-test-esta-noche, de le-vamos-a-explicar-las-anécdotas-más-vergonzosas-de-tu-infancia-y-de-tu-vida, de te-vamos-a-hundir-la-relación. El temor más crudo le atizó las entrañas. En aquel momento supo que haber llevado a su novio a casa no había sido una buena elección.

Se despertó y supo también que aquel no iba a ser un buen día. No sabría explicar exactamente la relación entre el sueño y su presente -sin pareja, en otro país y lejos de los suyos-, pero estaba convencida de que la había. Entonces se puso en pie, olfateó en todas direcciones y confirmó lo que pensara desde que había abierto los ojos: aquel día iba a ser extraño. Estaba en Tailandia y, sin embargo, olía a la India. A la India de las ciudades. A la India de las calles, de los meaderos, de los mercados de especias, de las vacas, de la polución, del calor desmesurado. Abrió la ventana para comprobar que no se había teletransportado a aquel país mientras dormía. Y contra todo pronóstico, en aquel momento pasó un ricksaw.

El paso de las horas, al inicio, no la contradijo. Llegó a pensar que no debía haberse encaminado nunca hacia donde lo hacía, que el destino no quería que llegara, que quizás lo más sensato era deshacer los pasos o cambiar el rumbo. El taxi que tenía que pasar a recogerla por el hotel a las siete de la mañana se retrasó media hora que la hizo ponerse en lo peor. Y cuando finalmente llegó la llevó a un embarcadero que no era en el que realmente debía esperar su barco, tuvo que tomar un autobús e ir hacia el otro puerto. Allí esperó un rato. Luego subió a un ferry que teórticamente debía llevarla hasta su destino, pero que a las cuatro horas paró en una isla cercana y dijo que no continuaba por culpa del mal tiempo. Allí, sin embargo, lucía el sol y el mar parecía estar en calma. No quiso discutir y, una vez en tierra, se acercó a una ventanilla de venta de billetes y compró uno para el primer barco que circulara. Esperó una hora y subió al bote. Llegó a Koh Tao a las cuatro de la tarde tras una última hora de tempestad, olas, mareos y vomitadas.

Siguió creyendo en el mal augurio de su sueño toda la tarde. No encontró habitación en el sitio de siempre, el viento y el frío habían tomado, inesperadamente, aquel rincón en el que siempre es verano y la menstruación había hecho acto de presencia de modo dolorosamente silencioso manchándole las sábanas.

Pero la realidad golpeó al sueño como una bofetada. Fue a las diez de la noche, en uno de esos espectáculos de Lady Boys -travestis, para entendernos- tan habituales en Tailandia -donde el hecho de ser transexual es común, está aceptado socialmente y se entiende como una característica más de la identidad que no inhabilita para trabajar en bancos, oficinas o como funcionario-. Miró a su alrededor y vio a sus recién estrenados amigos de la isla tomando shingas y charlando. Le sonrió a Ai que justo en ese momento la estaba mirando. Sopesó su copa pensativa y le dio un trago. Volvió a alzar la mirada y la fijó en el escenario. Se rió a carcajadas un buen rato. Imaginó el mar batiendo a escasos metros, las siluetas de los cocoteros recortadas sobre el cielo, los corales bajo el agua, su bungalow, su hamaca, los peces dormitando.

Y supo que aquel era su lugar. Que no había nada que temer. Que todo había sido sólo un sueño. Y los sueños, sueños son.