lunes, 17 de noviembre de 2008

Lahu Village Yoga and Massage Course (Primera parte): El chiste


He titulado así por como empieza la historia: eránse dos norteamericanos, dos ingleses, una noruega, un francés y una española. Siempre he pensado que cuando viajo muchas de mis anécdotas tienen inicio de chiste, de uno de esos chistes malos que juegan con las nacionalidades de los implicados. Hoy sigo teniendo esa sensación –la presencia del francés le da el punto cómico definitivamente, mientras que el inglés y el español quedan deslucidos porque en el primer caso son dos en lugar de uno y en el segundo es un personaje femenino, oséase, yo misma, y en los chistes de este tipo los personajes acostumbran a ser varones-.

Total, que así empiezan mi historia y mis días en el curso de masaje tailandés. Siete guiris, trece días, seis horas de clase diarias, una de yoga, media de meditación, tres comidas a a base de arroz y vegetales, muchas tazas de ginger tea. Una suerte de Gran Hermano intensivo en el que uno acaba encajando por pelotas, aunque al inicio sienta que no tiene mucho que ver con el resto de sus compañeros.

Nos hallamos a unos 80 kilómetros de Chiang Mai, en una aldea Lahu –minoría étnica originaria del Tíbet pero que ahora podemos hallar por toda Asia ya que su pasado nómada los dejó encerrados en diferentes países con la creación de las actuales fronteras-. Aquí se hace uno de los cursos de masaje tailandés de la Sunshine School, una de las más prestigiosas del norte de Tailandia. Hacía tiempo que quería aprender esta técnica ancestral –que proviene de India, paradójicamente- y se me antojó hacerlo en la Lahu Village, para disfrutar de una experiencia diferente y poder relajarme absolutamente por unos días –si no fuera por Internet, estaría absolutamente fuera del mundo, pero me he comprado un módem portátil básicamente por cuestiones de trabajo-.

Y aquí estoy. Desde el pasado jueves. Durmiendo en el suelo de mi pequeño bungalow de bambú, con una dieta estrictamente vegetariana y compartiendo experiencias con mis seis compañeros, todos ellos mucho más sanos, más espirituales y más metidos en esta movida que yo –dos de ellos son profesores de yoga, para que os hagáis una idea-. Al inicio pensé que no cuajaría con ellos. Prejuicios. Tras unas horas teníamos mil temas de conversación, tras dos días nos reíamos juntos, tras cuatro ya los empiezo a querer.

Mis días comienzan a las 6 de la mañana. A las 6:30 tenemos clase de yoga sobre una plataforma de bambú cuyo límite cae a plomo sobre las montañas. A las 8 desayuno, a las 9 media hora de meditación y, a su término, seis horas de clase de masaje tailandés con un descanso para la comida. Los días pasan rápido. No nos damos cuenta y ya volvemos a estar sentados sobre el suelo de la cabaña en la que desayunamos, comemos y cenamos: la noche como telón de fondo, la guitarra como única compañía, fruta de la pasión y bananas en lugar de cervezas, historias de diferentes países para compartir, el maloliente Boby –sí, estáis en lo cierto, con este nombre sólo podía ser un perro- custodiando la escena.

Me siento en paz. Creo que nunca había sentido tanta paz cómo la que estoy sientiendo estos días. Y ya sabéis que yo siempre he sido bastante escéptica con estos temas. Pero me rindo ante la evidencia: el yoga, la acupuntura –con el thai massage se tocan muchos de sus puntos de presión-, y el masaje que trabaja sobre las líneas energéticas del cuerpo, funcionan en realidad. No es cosa de pirados. Funcionan. Y me hacen sentir como en una nube a pesar del dolor que siento en todos y cada uno de mis músculos (en parte porque dar masaje es muy cansado, en parte por que recibirlo puede ser doloroso, en parte por el yoga y en parte también porque aquí hace frío y duermo en tensión bajo siete mantas). El intercabio de energía entre masajista y masajeado es tal que, por poner un ejemplo, hoy, Rowan, la chica inglesa, ha roto a llorar estrepitosamente al término de uno de mis masajes sobre su estómago. Reía y lloraba a la vez mientras me aseguraba que no le pasaba nada, que sólo había sentido como con mis manos revolvía sentimientos enquistados en su interior. Que le había ayudado a liberarlos.

Sí, a mi también me suena raro. Pero tras lo que estoy experimentando en mis propias carnes estos días, me lo creo todo. Seguiré contando.