domingo, 21 de septiembre de 2008

A lo occidental

En Dharamsala llueve. Y cuando en Dharamsala llueve, poco se puede hacer. Además, es fín de semana y eso significa que hasta el lunes no doy mi clase oral de inglés para exiliados tibetanos. En días así, odio quedarme en el hotel. Aunque llueva, me enfundo el chubasquero y salgo en busca de algo capaz de arreglarme el día. A veces lo hallo en forma humana -algún espontáneo interesante con el que conversar-; otras, no es más que un bar con encanto en el que leer, una canción escapada de algún balcón que me haga sonreir o un paisaje por el que valga la pena dejarse calar hasta los huesos. Hoy no encontré nada de eso, así que decidí arreglarlo a lo occidental: gastando.

Por la mañana, una sudadera y un par de bambas -lo cierto es que lo necesitaba, hace frío aquí y ya llevaba demasiados días en tirantes y sandalias-. Por la tarde, visita a la Beauty Parlour para que me hicieran todo lo que ponía en el menú. Me han depilado -primero con cera, pera acabarlo a lo tradicional: mediante un hilo enroscado agarrado a la boca que al desenroscarse te arranca los pelos rebeldes de cuajo-, me han dado un masaje de hora y media -unas manos masculinas por primera vez en mi vida, y tengo que reconocer que ha ido genial aunque al inicio tenía reparos- y me han cortado el pelo -sólo había que ver con qué estilo cogía las tijeras la chica para saber que más de uno os hubieráis levantado-.

He gastado 2000 rupias en todo ello -unos 30 euros al cambio-. Sigue lloviendo pero yo sonrio con mi ropa recién estrtenada, mi nuevo corte de pelo, mi piel suave y mi cuerpo relajado.

Oriente no me exime de los remedios de antaño.

El extraño

Hace tres días que lleva sucediendo. Me siento a desayunar en la terraza de mi guest house y aparece él. No sé su nombre, ni su nacionalidad, ni a qué se dedica, ni qué le ha traído hasta este lugar del Himalaya. Pero me gusta. Me gusta por como toma la taza de té con la mano derecha, mientras con la izquierda sostiene un libro que ojea distraído -que yo imagino de Hegel o Nietzsche, aunque lo más seguro es que sea Coelho, tan de moda por tierras asiáticas-. Me gusta por como detiene su lectura de tanto en tanto para perderse por unos instantes -que a menudo se dilatan convirtiéndose en minutos- en la inmensidad verde de las montañas -sólo le falta expulsar el humo del cigarrillo que no fuma con mirada contemplativa para que yo caiga ciegamente enamorada-. Me gusta por su barba de varios días, por su media sonrisa, por como me mira de reojo -estúpido juego entre humanos-, por sus canas.

Jamás sabré su nombre y no me importa. Me basta con saber que si lo supiera se acabaría la magia.