lunes, 13 de julio de 2009

Contradicciones

Cómo me gusta levantarme a las 5:30 para ir a trabajar y no estar enfadada. Cómo me gusta que suene el despertador cuando todavía no ha amanecido y sonreírle a la oscuridad -algo que jamás haría en otras circunstancias-. Cómo me gusta ser feliz de buena mañana. Cómo me gusta trabajar 12 horas seguidas sin mirar el reloj ni contar los segundos que quedan para regresar a casa.

Cómo me gusta poder caminar descalza.

Cómo me gusta que no me importe no estar lo suficientemente morena, no tener nada decente que ponerme, tener el pelo cada vez más rubio cuando a mí me gusta moreno. Cómo me gusta no usar pijama ni chaqueta. Cómo me gusta que a nadie le importe la marca de ropa que uso. Cómo me gusta que todos seamos iguales en bikini, shorts y sandalias.

Cómo me gusta mi día a día de discurrir fácil. Cómo me gusta que el tiempo vuele. Cómo me gusta sentarme en el porche de mi casa y dejar el día morir tras el horizonte mientras hago nada. Cómo me gusta pasear sin prisas. Cómo me gusta, simplemente, poner música y regar mis plantas.

Cómo me gusta compartir dos copas con mis amigos al acabar la jornada.

Cómo me gusta mi eterno verano. Cómo me gusta conocer a alguien nuevo cada día. Cómo me gusta estar rodeada de gente joven, de “vividores” -entiéndase bien la palabra- como yo, de gente con historias de lo más disparatadas. Cómo me gusta formar parte de esta Torre de Babel tropical, de esta burbuja tan irreal y a la vez tan acertada.

Cómo me gusta no saber qué ocurre en el mundo. Cómo me gusta no enterarme de la crisis económica, del último novio de la Obregón, del discurso del rey en fechas señaladas. Cómo me gusta haberme acercado al ideal de la isla desierta tantas veces soñada. Cómo me gusta mi vida simple, sencilla y plena del que no aspira a más que a lo que la vida le depara.

Y sin embargo…

Cómo odio no tener más metas. Cómo odio haber dejado de ser competitiva. Cómo odio haber olvidado lo que occidente me enseñó cuando era pequeña.

Cómo odio no tener problemas. Cómo odio que los retos se hayan diluido entre la comodidad de una isla, del calor y de la playa. Cómo odio que la vida sea tan benevolente, cómo odio que jamás me ponga trabas.

Cómo odio no llorar apenas nunca.

Cómo odio sentir que hace tiempo que no crezco -y, lo que es peor, que tampoco tengo ganas-. Cómo odio saber que me estoy conformando con un estado de felicidad eterna que no da lugar al superarse, al avanzar, al luchar por nada. Cómo odio saber que estoy haciendo lo correcto. Cómo odio no tener dudas. Cómo odio que nadie me dé una bofetada.

Cómo odio decir adiós a alguien cada dos días. Cómo odio que todos a los que quiero sigan sus vidas y abandonen la isla. Cómo odio mirar sus barcos partir desde el puerto mientras derramo un par de lágrimas. Cómo odio acostumbrarme tan pronto a su ausencia. Cómo odio mi rutina de holas y de adioses, de idas y llegadas.

Cómo odio echar de menos algo de estabilidad en mi vida. Cómo odio que me guste que ese “alguien” me abrace por las noches, me coja de la mano paseando, me prometa que no se irá hasta que yo no lo haga. Cómo odio volver a sentir que estoy enamorada.

Cómo odio no tener un cine cerca. Cómo odio no poder ir a un concierto de blues, al teatro, a un museo, a la última exposición de La Caixa. Cómo odio no tener acceso a la cultura. Cómo odio no poder comprarme el libro que me apetezca. Cómo odio tener que leer lo que sea que me deje en usufructo cualquier viajero con la mochila demasiado cargada.

Cómo odio todas mis contradicciones. Y cómo me gustan, sin embargo. Cómo me gusta saber que seguiré viviendo a mi manera; cómo odio saber que sólo sirvo para hacer lo que me da la gana.

sábado, 4 de julio de 2009

Oda a la madre que me parió

Por haber tomado la decisión -difícil, a mi entender- de traer otra vida al mundo hace veintinueve años. Por haber sufrido nauseas, mareos y dolores en mi nombre. Por haber tenido un parto largo y complicado. Por haber sonreído cuando mi padre pronunció la célebre frase de “por favor, que como mínimo sea inteligente” al verme recién nacida -fea, chata y desfigurada por mi lucha entre la luz y la oscuridad del vientre materno-.

Por estar siempre ahí. Por tomarse con filosofía todos y cada uno de mis numeritos cuando no levantaba más de cinco palmos del suelo. Por no perder los nervios cuando me creí Picasso y, plastidecor en mano, decoré a garabatos toda la pared del comedor. Por saber cómo ignorarme cuando me daba uno de mis tabardillos y me tiraba en medio de la calle a patalear sin saber por qué. Por secarme las lágrimas y quitarme los mocos -aunque yo me resistiera a ello al grito de “no, que son míos”-. Por comprarme Tigretones y Foskitos. Por darme la cena en la bañera. Por llevarme a la feria y dejarme pescar patos o tirar con la escopeta hasta que conseguía el oso que siempre había anhelado.

Por llevarme a todas las fiestas de cumple a las que estaba invitada y comprar el mejor regalo. Por dejarme traer amigas a dormir a casa y no poner demasiadas objeciones cuando era yo la que iba a pasar una noche o unas vacaciones con una familia ajena. Por ir a todas las reuniones de padres. Por tener siempre tiempo para mi educación aunque trabajara fuera y dentro de casa. Por su paciencia. Por patearse todas las tiendas de Barcelona en Navidad para hacerme feliz con el juguete exacto. Por dormirme con cuentos cada noche. Por acogerme en su cama cuando las pesadillas me atormentaban.

Por ser mi mejor maestra.

Por haber sabido torearme en la edad del pavo. Por no soltarme una bofetada cada vez que yo soltaba un disparate. Por aguantar estoica mis malas contestaciones. Por encerrarse a llorar en su cuarto para que yo no la viera. Por no perder jamás la calma. Por tratar bien a mis novios aunque ella los aborreciera.

Por no escatimar dinero en mis estudios. Por pagarme dos carreras y un posgrado. Por estar contenta con mis éxitos y animarme en mis fracasos.

Por entender la vida que llevo. Por superar la barrera generacional y saberse poner en mi lugar. Por ser feliz si yo lo soy. Por haber aprendido a tener a su hija mayor en la distancia. Por no reprochármelo nunca.

Por saber sobrellevar las Navidades sin mí cuando yo decido estar lejos.

Por tener siempre la palabra adecuada. Por ser tan buena persona. Por dejarme como herencia en mis genes algo de ella.

Por haber venido a verme a la otra punta del mundo. Por haber cruzado el océano en tiempo récord sólo para darme un beso. Por los cuatro días que hemos pasado juntas. Por haberme llevado a redescubrir mi isla de su mano.

Por sus ojos de ilusión recorriendo Koh Tao en barco. Por su interés cuando le explicaba pequeñeces de la vida acuática haciendo snorkel. Por no quejarse nunca del calor ni del picante. Por sus abrazos. Por las confidencias entre copas. Por aguantar hasta tarde aunque se estaba cayendo de sueño.

Por tratar a mis amigos como si fueran los suyos. Por adorarlos y hacerse adorar. Por invitarlos a cócteles, por interesarse por sus vidas, por no juzgarlos.

Por irse sin soltar ni una lágrima. Por hacer fácil una despedida que no lo era. Por alejarse con el barco blandiendo una sonrisa.

Por ser la mejor madre del mundo.

Porque yo, de mayor, quiero ser como ella.