lunes, 29 de junio de 2009

Miss Instructor y otros cuentos

Al final -y como cabía esperar- superé el examen. Lo pasé mal, pero lo superé. Me puse histérica, me temblaban las manos, el corazón parecía salírseme por la boca, me dolía el estómago, no podía comer. Fueron tres días de pesadilla –sobre todo los dos primeros; después, los éxitos de esos días me tranquilizaron ante la evidencia de que todo iba a salir bien-. Y así fue. Logré pasar la teoría con sólo siete fallos entre 110 preguntas, la presentación académica con un cuatro -siendo un cinco la máxima nota-, el examen de aguas abiertas con dos cincos y el de aguas confinadas con un cuatro con ocho. Y todo ello en inglés.

La tensión acumulada estalló cuando me dieron la última nota. Primero hubo quietud -todos los nervios se relajaron de golpe y lo único que sentía era un enorme bienestar-; luego, la locura. Una fiesta que comenzó a la una con una comida oficial, siguió en casa de un compañero a golpe de Mojito y Dry Martini, se prolongó con una barbacoa que prepararon en nuestro honor en un centro de buceo y acabó con la ruta típica -Lotus, Moov, Cave-. Recuerdo la noche a base de flashes y, sin embargo, sé que lo pasé genial. Era mi merecido premio a las tres semanas de curso y a los infernales días de examen. Todo había acabado: ya era instructor. Y, lo que es mejor, me quedaban diez días de vacaciones por delante antes de reincorporarme a mi antiguo puesto de trabajo como Dive Master e Instructor.

Y ahí estoy, disfrutando de mis vacaciones. De mi isla sin prisas, sin horarios, sin despertador. Sólo hice una excepción hace dos días. Vino Vir -mi amiga periodista que vive en Beijing- a verme. Y fue mi primera alumna. Por ella volví al barco antes de tiempo, a la oficina, a los briefings, a la buoy line. Fue trabajar sin trabajar. Fue vivir una experiencia con ella, acompañarla en sus primeros pasos subacuáticos, completar nuestros cuatro días de playa, cenas, copas y risas con una actividad más.

Y hoy, el plato fuerte. En una hora llega mi madre. Tras casi un año sin vernos -once meses y tres días exactamente-. Estoy nerviosa. Esperándola en un café del puerto con mi portátil y nerviosa. Ver a mi madre, una de las cosas que deberían ser más normales en la vida, se ha convertido en algo excepcional. A veces me siento culpable; otras, contenta con la idea de que nuestra vida en común no sea una rutina, sino más bien una montaña rusa en la que el simple hecho de hablar por teléfono o tomar un café con ella se convierte en mi mayor ilusión. Sólo queda una hora para que la vea aterrizar en el puerto. Y sigo nerviosa.

Continuará…

lunes, 22 de junio de 2009

Cuando alguien te roba los zapatos el día de tu cumpleaños…

Cuando alguien te roba los zapatos el día de tu cumpleaños, nada puede ir peor. De nada vale que te hayas pasado el día repitiéndote que veintinueve no son tantos, que aunque te quede uno para cambiar de decimal sigues manteniéndote joven por dentro y por fuera, que las arrugas que se asoman a los ojos y a la comisura de los labios son sólo signo de felicidad, que el espejo no miente y su reflejo te ha devuelto una imagen sin celulitis y con los pechos en su sitio esta mañana.

Cuando alguien te roba los zapatos el día de tu cumpleaños, de nada sirven todas las lágrimas que has intentado disimular durante toda la jornada. De nada vale haberte repetido que no los echas de menos -que no, que no y que no-. Que no añoras a tu gente. Que la vida es así y que está bien como está. Que te das por satisfecha con sus felicitaciones telefónicas o con sus “te quiero” vía email.

Cuando alguien te roba los zapatos el día de tu cumpleaños, de nada vale haberte pasado el día estudiando y convenciéndote de que hoy es sólo un día más, igual que el de ayer y el de mañana, que no hay nada que celebrar . Que no es ninguna putada pasarse el día entero entre libros. Que el examen de mañana irá bien. Que de algo tiene que valer el haber pasado un día de cumple de perros. Que la cena no es tan importante, ni la fiesta ni el pastel.

Cuando alguien te roba los zapatos el día de tu cumpleaños… tú robas los de al lado y le jodes el día a otro más. Pero como la probabilidad de que sea también su cumpleaños es muy baja, te vas a casa con la conciencia muy tranquila y escribes este post.

sábado, 13 de junio de 2009

Ser feliz

Siempre ha ido conmigo. Siempre he dicho que avanzar está en el cambio, en bajarse de la rueda de la inercia y pararse a pensar, en deshacer un camino que no nos convence y atreverse a tomar el sendero que rompe justo al lado, en cerrar la puerta que abrimos tiempo atrás y adentrarse en otra de las mil que aguardan ser descubiertas. Siempre dije que el movimiento marca la diferencia. Que la estabilidad es un estigma de la cobardía que nos envuelve. Que el cambio es necesario -y no siempre para adelante, a veces es necesario retroceder y rectificar-. Que cada segundo debe ser aprovechado. Que el tiempo no existe para ser malgastado. Que la vida está para vivirla. Y aunque parezca una obviedad, pocos son lo que se atreven a hacerlo.

Yo era -soy-periodista porque un día decidí serlo. Porque un día, cuando todavía era muy joven para saber lo que en realidad esperaba de la vida, pensé que sería feliz escribiendo. Y lo fui. Pero la realidad acabó imponiéndose: no estaba hecha para estar en una oficina. No, al menos, en aquel momento (con 26 años y mucho mundo por recorrer). Al inicio dolió: ¿cómo puede ser tras conseguir el trabajo que siempre había soñado me sintiera tan vacía, tan miserable, tan infeliz? Muchos darían un brazo por mi puesto y a mí me costaba levantarme por las mañanas sabiendo que todo mi día discurriría en el metro cuadrado que conformaban una mesa, una silla, un teléfono y un ordenador. Me costó aceptarlo. Me costó reconocer que me había equivocado. Que yo no esperaba eso de la vida. Que por mucho que me gustara escribir, también quería ver la luz del sol de tanto en tanto, sonreír por las mañanas, ir al cine, pasear sin prisas, dejar de comprobar el reloj insistentemente, poder mirar a la gente a la cara. Había estudiado dos carreras para algo, me decía. No podía ignorarlo. ¿Pero de qué me servía una tarjeta en la que ponía que era directora de una revista si yo no era feliz? ¿De qué me servía que todos pensaran que había triunfado si yo no me lo creía? ¿De qué servía que mis padres estuvieran orgullosos de mí si yo era incapaz de regalarles ni una sonrisa?

Al final, el sentido común acabó imponiéndose. Nunca olvidaré cómo fue. Iba a trabajar cómo cada mañana. Había caminado desde mi casa hasta Lesseps para tomar la línea verde. Estaba a la altura de Plaza Catalunya cuando decidí bajarme del metro sin llegar a mi estación. Llamé a mi madre. Le dije que quería desayunar con ella. Me costaba respirar. Había tomado una determinación.

A los quince días estaba en Tailandia. Hasta hoy. Y el tiempo no ha hecho más que darme la razón. Hoy, dos años y tres meses más tarde, sigo pensando que es lo mejor que he hecho en la vida. Cambiar el rumbo de las cosas, dar un volantazo arriesgado que muchos tildaron de inconsciencia, seguir el pálpito de mi yo más remoto, ignorar lo que se suponía que debía hacer, lo que se esperaba de mí, lo que la sociedad se empecinaba en hacerme creer que debía querer.

Ahora, en mi isla y cursando el Instructor de submarinismo, todavía hay días en que me lo tengo que repetir. Que no estoy tirando el tiempo a la basura. Que tampoco lo tiré los siete años que pasé en la universidad. Que Olga no hay sólo una. Que puedo ser muchas cosas y la mayoría dependen únicamente de mí. Que lo importante no es ser periodista o instructora. Que lo importante es ser feliz.