lunes, 11 de octubre de 2010

De luces y sombras

Me gusta llegar a mis destinos de noche. Así, las sombras me permiten intuir sin conocer y sigo manteniendo mis ganas en vilo hasta la mañana siguiente, hasta que el amanecer me arranca del sueño y me lleva de la mano hasta una nueva realidad.

Mis ganas se mantuvieron intactas durante la primera noche en el hospital. Conocimos poco más que el comedor y las habitaciones mientras el resto del recinto restaba en la oscuridad. Dormí. Dormí bien -soñando más de la cuenta, cosa que acostumbra a pasarme cuando estoy de viaje-. Y a la mañana siguiente, la luz y las prisas por lanzarme a África me zarandearon hasta hacerme despertar. Y la vi. Ya no sólo la intuía como lo había hecho la noche anterior. Su silueta se materializaba ante mí. Y era perfecta -dentro de su imperfección-. Me emocioné. El síndrome de Stendhal volvía a jugar conmigo como ya hiciera en Roma o en India al ver cosas que no esperaba ver. Estaba en África. Y las palmeras, los niños jugando a la pelota, los sonidos de cánticos lejanos y los nativos andando de aquí para allá, no daban lugar a confusión. Y la luz -sobre todo la luz-. Esa luz africana que hasta que no te la bebes, no la puedes comprender ni imaginar.

Pero lo mejor todavía estaba por llegar. Tras el desayuno -en el que conocí a algunos hermanos de la Orden así como a diferentes trabajadores del hospital- nos tenían una sorpresa preparada. Antes de llegar a ello, debo aclarar que no he viajado sola hasta aquí. La fortuna quiso que haya coincidido en espacio y tiempo con personalidades muy importantes dentro de la vida de San Juan de Dios en relación a este país. En primer lugar, el hermano Fernando, coordinador del Programa de Hermanamiento con Sierra leone que, además, vivió 20 años ejerciendo de médico aquí. También han viajado conmigo Oriol y Rubén -los tuteo porque tras haber compartido desayunos, excursiones y bromas, no creo que les pueda importar-, director de Obra Social y director médico, respectivamente. Y por último Marta, directora de finanzas, y Montse, coordinadora de la Unidad de Salud Internacional. Como veis, estoy muy bien acompañada. Y el recibimiento que estaban a punto de darnos, no era por mí, sino por todos. Y por el hermano Fernando -al que tienen un enorme cariño- en especial.

Nos llevaron a una pequeña caseta algo elevada desde la que era muy fácil contemplar alrededor. Se oían tambores acercándose al compás de una multitud pisando fuerte sobre la tierra del camino. Y de repente, allí estaban. Todos. Médicos y enfermeras. Familiares de pacientes y gente del pueblo. Voluntarios. Limpiadores. Cocineros. Y niños -de nuevo, muchos niños. Bailaron danzas tradicionales al ritmo de los jambés mientras nosotros mirábamos boquiabiertos. La gente se acercaba a saludarnos, a darnos la mano, a pedirnos fotos. Una mujer repartía una mezcla de cierta planta sagrada con aceite para atraer la buena suerte. Alguien enmascarado y disfrazado -si me preguntarais de qué, yo diría que de tótem- daba vueltas sin parar. El chief del pueblo -el poder no político, sino social, el que tiene el verdadero respeto por parte de la comunidad- nos dirigió unas palabras en timini. Un médico lo tradujo y añadió otras palabras más. Los niños miraban curiosos. Los adultos sonreían. Nosotros no dábamos crédito. Aquello era una verdadera fiesta. Y es que, en realidad, había mucho que celebrar.

Y la noche se hizo día. Y la luz ganó a la oscuridad. Y yo comprendí de golpe dónde me encontraba. En el epicentro de un pueblo que agradece como sabe que alguien se haya preocupado por traer salud y esperanza hasta este rincón olvidado

de un país que no cuenta

en un continente condenado a agonizar.