sábado, 4 de julio de 2009

Oda a la madre que me parió

Por haber tomado la decisión -difícil, a mi entender- de traer otra vida al mundo hace veintinueve años. Por haber sufrido nauseas, mareos y dolores en mi nombre. Por haber tenido un parto largo y complicado. Por haber sonreído cuando mi padre pronunció la célebre frase de “por favor, que como mínimo sea inteligente” al verme recién nacida -fea, chata y desfigurada por mi lucha entre la luz y la oscuridad del vientre materno-.

Por estar siempre ahí. Por tomarse con filosofía todos y cada uno de mis numeritos cuando no levantaba más de cinco palmos del suelo. Por no perder los nervios cuando me creí Picasso y, plastidecor en mano, decoré a garabatos toda la pared del comedor. Por saber cómo ignorarme cuando me daba uno de mis tabardillos y me tiraba en medio de la calle a patalear sin saber por qué. Por secarme las lágrimas y quitarme los mocos -aunque yo me resistiera a ello al grito de “no, que son míos”-. Por comprarme Tigretones y Foskitos. Por darme la cena en la bañera. Por llevarme a la feria y dejarme pescar patos o tirar con la escopeta hasta que conseguía el oso que siempre había anhelado.

Por llevarme a todas las fiestas de cumple a las que estaba invitada y comprar el mejor regalo. Por dejarme traer amigas a dormir a casa y no poner demasiadas objeciones cuando era yo la que iba a pasar una noche o unas vacaciones con una familia ajena. Por ir a todas las reuniones de padres. Por tener siempre tiempo para mi educación aunque trabajara fuera y dentro de casa. Por su paciencia. Por patearse todas las tiendas de Barcelona en Navidad para hacerme feliz con el juguete exacto. Por dormirme con cuentos cada noche. Por acogerme en su cama cuando las pesadillas me atormentaban.

Por ser mi mejor maestra.

Por haber sabido torearme en la edad del pavo. Por no soltarme una bofetada cada vez que yo soltaba un disparate. Por aguantar estoica mis malas contestaciones. Por encerrarse a llorar en su cuarto para que yo no la viera. Por no perder jamás la calma. Por tratar bien a mis novios aunque ella los aborreciera.

Por no escatimar dinero en mis estudios. Por pagarme dos carreras y un posgrado. Por estar contenta con mis éxitos y animarme en mis fracasos.

Por entender la vida que llevo. Por superar la barrera generacional y saberse poner en mi lugar. Por ser feliz si yo lo soy. Por haber aprendido a tener a su hija mayor en la distancia. Por no reprochármelo nunca.

Por saber sobrellevar las Navidades sin mí cuando yo decido estar lejos.

Por tener siempre la palabra adecuada. Por ser tan buena persona. Por dejarme como herencia en mis genes algo de ella.

Por haber venido a verme a la otra punta del mundo. Por haber cruzado el océano en tiempo récord sólo para darme un beso. Por los cuatro días que hemos pasado juntas. Por haberme llevado a redescubrir mi isla de su mano.

Por sus ojos de ilusión recorriendo Koh Tao en barco. Por su interés cuando le explicaba pequeñeces de la vida acuática haciendo snorkel. Por no quejarse nunca del calor ni del picante. Por sus abrazos. Por las confidencias entre copas. Por aguantar hasta tarde aunque se estaba cayendo de sueño.

Por tratar a mis amigos como si fueran los suyos. Por adorarlos y hacerse adorar. Por invitarlos a cócteles, por interesarse por sus vidas, por no juzgarlos.

Por irse sin soltar ni una lágrima. Por hacer fácil una despedida que no lo era. Por alejarse con el barco blandiendo una sonrisa.

Por ser la mejor madre del mundo.

Porque yo, de mayor, quiero ser como ella.