jueves, 9 de octubre de 2008

Despedida la francesa




Ayer me fui de Delhi sin despedirme. Es algo que suelo hacer cuando un lugar me gusta. De hecho, hay dos opciones en tal caso: 1) o me no me despido prometiéndome volver, o 2) le digo adiós de manera trágica, girándome constantemente hacia su silueta mientras me alejo, como si fuéramos dos amantes cuyas vidas se separan en un aeropuerto.


Esta vez he puesto en práctica la primera, más por casualidad que por voluntad verdadera. Mi vida histriónica, desquiciada y loca quiso que el martes coincidiera en Delhi con un colega periodista de Madrid. Un colega con influencias suficientes para conseguir que lo alojaran por la cara en el hotel más caro y lujoso de toda la ciudad. Y me invitó. La habitación era doble, me dijo, mejor que la disfrutáramos los dos.

El hotelazo se llama Imperial -anotad bien el nombre, sobretodo si os sobran 400 dólares que es lo que cuesta una habitación estándar- y en 2008 ha sido elegido el mejor hotel de Asia. Podría estároslo describiendo durante horas, pero creo que sólo harán falta un par de datos para espolear vuestra fantasía y que imaginéis el resto: tenía una tienda enorme de Chanel en el lobby, y -esto es para mi lo más heavy- una piscina alucinante en la que, al sumergir la cabeza bajo el agua, escuchabas música clásica. ¿Os lo podéis creer? Ok, yo tampoco me lo creería si no lo hubiera probado.

Así que me he ido de Delhi sin despedirme de su esencia. Le he dicho adiós oliendo a jazmín -la fragancia del hotel, a 4000 rupias el litro- en lugar de a orina, entre tipos trajeados forrados de pasta en lugar de entre backpackers perroflauticos, ante las reverencias del servicio en lugar de ante los desdenes y regateos agresivos que te dejan con la palabra en la boca. Le he dicho adiós desde una habitación con bañera, cama mullida y aire acondicionado. Le he dicho adiós sin vivir por última vez sus ricksaws, sus vacas, su basura, sus mercados.