miércoles, 3 de diciembre de 2008

Léelos tú, al menos


Vista la disección y mal patchwork que un conocido periódico español ha hecho en base a dos textos míos -sobretodo uno de los dos-, he decidido tomarme la justicia por mi mano y autoeditame ambos reportajes en este espacio. Y como la editora -oséase, yo misma-, está en plenas facultades mentales, no va borracha, ni ha fumado, prometo que ambas historias gozarán de coherencia y buen gusto. Disfrutadlas.


Gyanendra, más querido ahora que ya no es rey

Tras la aparición del recientemente destronado rey de Nepal en el festival de Dashain, las cuotas de popularidad del ex monarca han aumentado considerablemente. Sin embargo, Gyanendra evita ser visto en público y se recluye en su nueva residencia en la que, entre otras atividades, mata el tiempo escribiendo una autobiografía.

El pasado 11 de Junio, Gyanendra abandonaba el Palacio de Narayanhity despojado de toda corona y convertido en un ciudadano más. Cumpliose así la profecía del dios Gorakhnat sobre la dinastía Shah, quien auguró que dicha estirpe concluiría tras un reinado de diez generaciones. Extrañamente cierto -Gyanendra representaba la decimotercera-, éste no es el único hecho curioso de la vida del controvertido monarca.

Sus dos coronaciones -sí, dos, esta es otra de sus peculiaridades- estuvieron envueltas en grandes polémicas: la primera, por acontecer durante la conspiración política de 1950 en la que toda la familia real huyó a India dejando al joven Gyanendra cómo único miembro masculino de la misma; tenía sólo tres años y su reinado duró a penas dos meses hasta que en enero de 1951, la presión internacional y un tratado firmado con la India independiente, devolvieron la corona a su legítimo portador. La segunda, todavía más truculenta, tuvo lugar en 2001 como resultado de una sangrienta masacre en el interior de palacio, en la que resultaron muertos su hermano el Rey Birendra y gran parte de la familia real. Gyanendra fue coronado por segunda vez, sucediendo en el trono a su sobrino Dipendra, que fue nombrado rey sólo por cuatro días durante los cuales restó en un coma profundo resultado del tiroteo. La versión oficial afirma que fue Dipendra quien, en estado de embriaguez, habría asesinado a toda la familia suicidándose después, pero muchos opinan que fue Gyanendra quien estuvo detrás de todo ello, espoleado por una sed irrefrenable de poder. Aquello fue el inicio del final, el prólogo a un mandato que iba a acabar más pronto que tarde arrasando con los 240 años de reinado de la dinastía Shah. En mayo de 2008 los maoístas ganaban la batalla, inauguraban la república y arrojaban al ex monarca de cabeza a la vida real.

Desde entonces no ha sido fácil verlo en público. Únicamente se le conocía una breve salida a su antiguo palacio, hasta que el pasado 2 de octubre acudiera a un programa religioso en el templo hindú de Shyama-Shyam Dham, cerca de Bhaktapur, con motivo de la visita del afamado gurú indio Jagadguru Kripaluji Maharaj. Preguntado por los media, Gyanendra deseó paz, libertad y prosperidad a la nación en lo que fueron sus primeras palabras desde que abandonara palacio en junio, y desestimó pronunciarse a razón de ninguna cuestión política. El recibimiento por parte de la población que se congregaba en las inmediaciones del santuario fue extremadamente caluroso, lo que confirma la teoría de los que creen que ahora que ya no ostenta el poder, Gyanendra va a comenzar a ser visto con mayor simpatía, quedando su pasado de rey feudal paulatinamente olvidado. Días más tarde, durante el transcurso de Dashain -el acontecimiento religioso más importante de Nepal- la hipótesis quedaría afianzada. Gyanendra no apareció en público como se esperaba, sino que continuó con la tradición de poner el tika a los fieles -papel que desempeñaba como rey-, pero en la clandestinidad de su residencia privada en lugar de hacerlo ante la legitimación visible del templo. La multitud que acudió para ser bendecida por su antigua majestad reafirma su enorme popularidad post reinado.

Los maoístas le han arrebatado la corona; no el estatus. Es más: le han facilitado la vida con enigmáticas concesiones que permitirán que la vida de Gyanendra sea siempre mejor que la de la mayoría sus antiguos súbditos. Para empezar, el nuevo gobierno le ha cedido el Palacio de Nagarjuna, otrora residencia de verano de la familia real. La nueva vivienda del ex rey y su esposa Komal es un encantador complejo de lujosas dependencias, casas de invitados y apartamentos para el servicio, situado en el interior de un pequeño bosque en la cima de una colina al noroeste de Katmandú. El hijo de Gyanendra, Paras, juntamente con su mujer y sus tres hijos, habitan en Nirmal Niwas, una de las numerosas residencias privadas de la familia, situada en Maharajgunj, cerca de la Embajada Americana. Mientras que la única hija de Gyanendra, Prerana, sigue viviendo con su marido en la residencia de éste, muy cerca del Soaltee Holiday Inn Crowne Plaza, en el distrito de Chauni.

Por otro lado, si bien es cierto que la antigua residencia de la familia, el Palacio de Narayanhity, será convertido en museo a corto plazo -y un área de éste ya se está utilizando como sede del Ministerio de Exteriores-, no es menos verdad que parte de la antigua realeza sigue habitando allí. La madre postiza de Gyanendra, Ratna, y Salala Gorkhali, la consorte de su abuelo, se negaron a abandonar el palacio y el nuevo gobierno les ha otorgado el derecho a ocupar sus antiguos aposentos, así como a seguir disfrutando de sus pertenencias. Otra suerte correrán las de Gyanendra, sin embargo: su corona de diamantes y rubíes, el féretro real y todas las demás joyas heredadas durante generaciones son ya propiedad del estado.


Pero Gyanendra no debe preocuparse por el dinero. Definido por sus allegados como arrogante, astuto y con una personalidad fuerte y versátil, desde muy joven comenzó a despuntar como hombre de negocios con un olfato excelente y unos escrúpulos más bien escasos. Supo establecer alianzas con algunas de las compañías indias e internacionales más importantes (TATA, Birla, Coca-cola, British and American Tobacco Company) para la producción y distribución de sus productos en Nepal, así como para la creación de sus propias marcas. Pese a haber sido destronado, Gyanendra ha sido autorizado a seguir con sus negocios y se cree que cuenta con una auténtica fortuna en tabaco (Surya Tobacco Company), té, casinos y hoteles (Soaltee Hotels Limited).

Además de gestionar sus múltiples negocios, Gyanendra pasa los días tranquilamente en el interior de su nueva residencia, cuya entrada permanece escoltada día y noche por los agentes de seguridad que le ha facilitado el mismo gobierno. Fuentes próximas aseguran que pasa los días leyendo, fumando una cajetilla de Surya tras otra -a pesar de estar aquejado de problemas de corazón-, navegando por Internet, jugando a las cartas con sus amigos Prabhu Sumshere Rana y Birendra Bahadur Shah y escribiendo una autobiografía que saciará el apetito de los más morbosos. Su vena literaria no es nueva: Gyanendra es un poeta sumamente conocido en el país -consagrado sobretodo a temáticas patrióticas, románticas y medioambientales- y sus poemas han sido adaptados para ser cantados por algunos de los vocalistas más famosos de Nepal.

Al margen, Gyanendra continúa también con sus rituales religiosos, meditando y practicando tantra. Hombre tradicionalmente preocupado por la comunión total entre el ser humano, dios y la naturaleza, pasa muchas horas al día enzarzado en toda suerte de pujas -en honor, sobretodo, a la diosa Kali-, así como promoviendo diversas iniciativas para preservar la flora y la fauna autóctonas. Como príncipe y rey fue el revulsivo tanto para la creación las reservas de vida salvaje y parques naturales del país, como para la conservación de áreas como los Anapurnas, Makalu Barun o Manaslu. Ya como ciudadano normal, va a seguir colaborando de manera activa con dichas causas.

Desde el pasado 2 de actubre, Gyanendra no ha vuelto a aparecer públicamente ni se le conoce ningún movimiento notorio fuera de su residencia-palacio. El país, por su parte, continúa haciéndose al nuevo régimen republicano, dramáticamente dividido entre los partidarios del presente y del pasado. A los nostálgicos defensores de Gyanendra, se oponen los que tienen esperanza ciega en una nueva era de cambios. Ya se han dado algunos pasos en este sentido. Sin ir más lejos, las nuevas “Kumari” –niñas adoradas como diosas vivientes que son arrancadas de su entorno para pasar a vivir clausuradas en los confines del templo hasta que alcancen la pubertad y, con ella, la menstruación- podran acudir a la escuela, en un intento del nuevo gobierno por aunar los derechos humanos con la tradición. Por primera vez en 240 años, la elección de la niña-diosa -históricamente muy ligada a la monarquía- no ha recaído en el sacerdote real, sino en un comisionado del estado.


Cara a cara con las Long Neck Karen

“Nos pagan dinero por seguir llevando anillos en el cuello”


Se llaman Ma-Nan y Majon, pero todos las conocen como Mariana y María José. Hablan castellano y las más joven puede incluso entender el vasco. Proceden de Myanmar, viven en Tailandia y no son ciudadanas de ningún país. Son refugiadas, aunque una de ellas sigue sin tener ningún derecho como tal. Ma-Nan es atracción turística; Majon lo ha sido durante muchos años. Ambas comparten una misma historia aunque con diferente final.

Su aspecto es atractivo, es lo primero que pienso al tenerlas en frente. Ma-Nan, luce brillantes pulseras de plata en las muñecas, pintorescas ropas tradicionales y los aros dorados bordeando el cuello que caracterizan a la tribu de las Long Neck; Majon dejó de ponérselos hace dos años pero puede reconocerse que los ha llevado por la estrechez y la longitud que alcanza su nuca bajo la densa cabellera negra. Un gran reclamo turístico, sin duda. Un filón demasiado jugoso como para que el gobierno tailandés lo dejara escapar.

No me equivoco. Ellas confirman mis sospechas enseguida y me empiezan a contar desde el principio, recalando en algunos de los episodios más agrios de sus vidas. Ambas llegaron a Tailandia a inicios de la década de los 90, huyendo de los abusos de la dictadura birmana sobre las minorías étnicas del país. El gobierno obligaba a las diferentes familias de la etnia Karenni -a la que pertenecen las Long Neck- a entregar un 70% de sus ingresos a las arcas del estado. Y cuando éstos no eran lo suficientemente altos, castigaban a la familia en cuestión reclutando a uno de sus miembros masculinos y obligándole a trabajar para el ejército. El tío de Majon murió así; su padre corrió mejor suerte y tras caer enfermo de malaria fue devuelto a su aldea por no poder seguir el ritmo de la armada. “Regresó a casa con marcas y cicatrices en las piernas”, cuenta Majon, “le pegaban por no poder rendir como el resto”. Se rumorea que otro tío suyo fue fusilado, “se lo llevaron un día y no volvió jamás“. Y fue entonces cuando decidieron huir.

La historia de Ma-Nan no es muy diferente. Aunque el ejército no atacó jamás su casa, la guerra merodeaba la zona contigua a la aldea en la que vivían y era común ver y oír explosiones alrededor. Un día el miedo pudo más que las ganas de no abandonar su patria y decidieron refugiarse en territorio tailandés. “Caminamos una semana entera bosque a través hasta llegar a Nai Soi”, explica. Y aquí es donde la vida de ambas confluye: en uno de los poblados para Long Neck ubicados al noroeste de Tailandia.

Nai Soi no es un campo de refugiados, aunque sus habitantes tengan un carnet de la ONU en el que dice que lo son. Nai Soi es una especie de zoológico para humanos. Están encerrados, sólo se accede previo pago -250 bahts, unos cinco euros- y aunque el gobierno tailandés no obliga a llevar los collares, indirectamente están coaccionadas. “Los tailandeses sólo dan dinero a las familias cuyas mujeres sigan llevando los aros”, afirma Majon. Una suma de 1.500 bahts al mes exactamente, algo más de 30 euros al cambio. El resto, las que han decidido quitárselo, recibe únicamente una generosa cantidad de arroz que garantice su subsitencia. Las verduras, el curry y los demás alimentos básicos de su dieta asiática, están de nuevo reservados sólo para aquellas que mantengan la tradición y no rompan con el negocio turístico que los tailandeses tienen montado.

A pesar de ello, cada vez son más las que, como Majon, se atreven a romper con el pasado. “Tengo mil razones para dejar de llevar el collar: pesa demasiado, molesta, duele, deforma el cuello, no es práctico…”, explica. Majon es una chica moderna. Sólo hace falta echarle un vistazo para notarlo -ropa al estilo occidental, pelo negro con mechas burdeos, movimientos decididos de quien sin tener mucho mundo ha sabido imaginarlo-. Tiene 22 años y como la mayoría de las de su generación está más preocupada por su futuro que por las costumbres de antaño. Es por ello por lo que dos años atrás decidió salir de Nai Soi y solicitar su traslado a un campo de refugiados. El gobierno tailandés se lo concedió y es allí donde ahora vive, asegura que feliz, esperando una respuesta del estado neozelandés para poder trasladarse a aquel país acogiéndose a un plan de reasentamiento. “En Nai Soi no puedes acceder a este tipo de programas”, aclara, “en parte, por eso decidí desplazarme al campo”. Por eso y para alcanzar una educación mejor. “Allí tampoco hay escuela de secundaria”, prosigue, “y la de primaria no está en funcionamiento por falta de docentes”. Un paseo por el campo me permite comprobarlo en primera persona. Quizás sea por todo ello por lo que la aldea se está quedando sin habitantes. De los 164 que la poblaban en 2006, en la actualidad no quedan más de 80. “Se están marchando todos”, señala Ma-Nan con nostalgia, “les prometen que desde el campo de refugiados podrán irse a vivir a Europa, América y Oceanía y se van a probar suerte”. Ella tiene sus dudas. Cree que hacen demasiada falta en Tailandia como reclamo turístico, que el gobierno del país no las va a dejar ir tan fácilmente.

Un par de militares tailandeses pasea cerca del lugar en el que nos encontramos. Están bajo vigilancia permanente. Afortunadamente, ambas hablan castellano -y de ahí sus nick names, Mariana y María José- por lo que no es necesario interrumpir la conversación. En inglés hubiera sido mucho más complicado, reflexiono. Probablemente, no hubieran estado tan relajadas y hubieran silenciado muchas informaciones por miedo a posibles represalias. Me interesa saber cómo aprendieron español. “Por el turismo”, responden al unísono. “Hubo un tiempo en que venían muchos turistas a visitarnos, sobretodo españoles”. Ahora hay menos -“apenas puedo practicar vuestro idioma”, se queja Ma-Nan-, quizás desmotivados ante el éxodo permanente hacia los campos de refugiados que está dejando a la aldea Long Neck vacía y deslucida. Lamento ser tan insistente, pero no puedo evitar volver a preguntarles si jamás han tenido un libro o estudiado el castellano más allá de lo que el turismo les pudiera enseñar. Me contestan con un no rotundo, aunque Majon reconoce saber leerlo y escribirlo. “Me he carteado con bastantes turistas españoles, es una buena manera de aprender, además de que me permite mantener el contacto con la gente que viene a visitarnos”, explica. Parece increíble que su castellano no tenga ningún tipo de base académica: pronuncia en un acento perfecto, tiene una gramática correctísima y lo entiende todo a la primera sin que yo deba hacer ningún esfuerzo por vocalizar más de la cuenta o apoyar mi discurso en la gesticulación. Es inteligente, mucho. Habla casi diez idiomas y, además, asegura que entiende el vasco. “Se parece mucho a mi lengua”, aclara, “si me hablan lentamente lo entiendo todo”. Personalmente, tengo mis reservas. Pero quizás alguien debería investigarlo.