jueves, 25 de septiembre de 2008

Encuentros


La suerte sigue de mi lado. Ayer, tras unas coca-colas con una pareja de americanos, Amit -mi profesor de yoga- y su hermano, en las que básicamente nos enseñamos palabras malsonantes en nuestros respectivos idiomas -¿por qué siempre acaba sucediendo lo mismo cuando conoces a gente de otras nacionalidades?-, me encontré con Alberto. Era hora de cenar, así que decimos ir en busca de un lugar en el que poder hacerlo. Y de repente, en aquel restaurante, lo vi: Mauricio. Muchos no sabréis quién es, pero se trata de uno de esos nuevos-viejos amigos que encontré por el camino. En Risickesh, concretamente; hace un mes, para ser más exactos.

Lo celebramos subiendo al terrado de mi casa a echar unos pitillos y mirar las estrellas. Y es que es para celebrarlo. Es lo más parecido a un amigo que puedo encontrar aquí, en Asia -con la excepción de Oscar y Matt-. Ya nos conocemos, ya tenemos superada esa etapa tan cansina de preguntas típicas al estilo de “¿de dónde eres?”, “¿a dónde vas?”, “¿de dónde vienes?” y ¿“por cuánto tiempo viajas?”. Y creedme, es un alivio.

(Hoy, he tenido otro encuentro digno de ser contado. Se llama Jan, es de Vic y lleva dos años y medio viajando con su caravana. Y sólo está en el ecuador de su viaje. Mamá, para que veas: los hay que están peor que yo.)

Cara a cara con el Dalai Lama


No sé si debería decir que me siento afortunada. No sé, ni tan sólo, si me siento así. Hoy he visto al Dalai Lama. Hoy he tenido la ¿suerte? de ser testigo de una de las pocas audiencias públicas que da en esta ciudad -ciudad que acoge el gobierno tibetano en el exilio desde 1960 -. No ha estado del todo mal. Tras haberme levantado a las 7:00 de la mañana para pillar un buen sitio -a lo vieja total ante la boda de una infanta o a lo adolescente histérica ante un concierto de Bisbal- me he encaminado hacia el templo en el que tienen lugar sus enseñanzas. Me he chupado media hora larga de cola y, al llegar al control, me han dicho que no podía entrar ni con la cámara ni con el móvil. De nuevo, para atrás, a deshacer la cola, a retroceder en el pueblo hasta la cafetería en la que suelo conectarme a Internet para pedirle al dueño que me guardara todos los bártulos. Y hacia el templo por segunda vez. Me he colado de todos por la cara y, al llegar hasta el lugar donde iba a ser el discurso, no cabía ni un alfiler. Madrugón para nada.

Me he conformado con sentarme fuera, ante una pantalla de televisión. Con la ¿suerte?, sin embargo, de que justo en ese momento, el Dalai Lama ha aparecido en escena seguido de mil guardaespaldas justo en frente de mi. Por lo demás, el discurso ha sido de hora y media, en inglés -qué poca consideración hacia sus seguidores tibetanos- y de una temática a caballo entre el ¨“sonreírle siempre a la vida” y “el dinero no hace la felicidad”. Tiene cara de buena persona y se descojonaba solo cada cuatro palabras. Me ha caído bien.

Pero no puedo evitar formularme una pregunta: ¿Estar ante el Papa me haría sentir afortunada? No, muy probablemente no.

Cuando todo problema es pensar cuál será el siguiente libro

Ayer acabé otro libro -La Quinta Montaña de Paulo Coelho, sí, yo también he sucumbido a la fiebre asiática por este escritor que, aunque sin convencerme en su estilo, puede llegar a entretenerme con historias bastante bien montadas-. Y es que en Dharamsala leo mucho, escribo algo y paseo poco. Estoy introspectiva. Qué se le va a hacer.

Así que, sintiendo la urgencia de hacerme con otro libro en el que sustentar mis desayunos, mis comidas y mis cenas, me encaminé hacia una de las múltiples librerías -para guiris- que copan el pueblo. Fue un tanto desalentador. Sé por experiencia que uno no puede pretender encontrar el libro de su autor favorito y en su propio idioma cuando se halla en mis circumnstancias. Pero sí algo mínimamente potable, por favor. Y no parecía que lo hubiera. A primera vista, allí no había más que libros sobre budismo, yoga, espiritualidad y auto-ayuda. Busqué un poco más. Y, finalmente, bajo un montón de polvo y papeles hallé dos libros susceptibles de acompañarme en los próximos días: Love in the time of cholera de Grabiel García Márquez y Sputnik Sweetheart del japonés Haruki Murakami. Estuve a punto de comprarme los dos. Luego pensé que mejor no, que era muy tonto acarrear con ambos con lo llenísima que iba mi mochila; y empecé a decidirme por García Márquez. No, tampoco: ya que tengo la suerte de hablar y leer el mismo idioma que el colombiano, lo mejor es esperar a encontrar el libro en castellano y no perderme ni una coma de lo que el genio quiso expresar. Finalmente tomé el de Murakami -quizás un tanto influenciada por la teoría de mi buen amigo Brig, que opina que siempre queda muy cool leer un par de novelas, aunque sean malas, de autores exóticos cuyo nombre suene bien-.

Mutakami suena bien. No cabe duda alguna. Aunque leer sobre una adolescente lesbiana enamorada de una mujer diecisiete años mayor que ella, no sé si es lo más apropiado hallándome en Dharamsala. De momento está entretenido. Os mentengo informados sobre si erré o no mi decisión.