domingo, 10 de octubre de 2010

Primeras impresiones

Nunca imaginé cómo sería Sierra Leone. Pero de haberlo hecho, la habría evocado precisamente así. Un país de naturaleza exuberante y desbordada. Un lugar de pocas prisas, sonrisa fácil y luz muy especial. Un rincón que huele a leña y queroseno. Un jeep levantando polvo en el camino. La jungla rugiendo. La oscuridad invadiéndolo todo. Alguien que camina junto a la carretera sin venir de ninguna parte y encaminarse a ningún lugar. Un cielo muy estrellado que encuentra su espejo en las hogueras y lamparitas de petróleo que iluminan las aldeas al caer el sol. Una pereza amable que se entretiene a la sombra dándole tregua al reloj. Niños -muchos, por todas partes- que juegan, ríen, trabajan, lloran, maman, se levantan y se caen. Palmeras y mosquitos. Pobreza y hospitalidad. Algunas luces y más sombras. Cuatro blancos y seis millones de negros con un país por levantar.

Llegamos anteayer a las seis de la tarde, hora local. Aterrizamos en un aeropuerto de juguete en Lungi, al otro lado del río que lo separa de la capital. Lo primero en lo que uno repara es en la humedad que flota en el ambiente; lo segundo, en el take it easy del proceder africano que te entretiene más de lo que el sentido común aconseja sin motivo ni razón. Luego, el coche llega. Y con él las tres horas de carretera imposible -pero rabiosamente bella- que nos separan del hospital. Baches, charcos y polvo en medio de la oscuridad. Y es que en Sierra Leone no hay electricidad -sólo en Freetown y en las casas de algunos privilegiados que tienen generadores propios-. La luz tenue de la luna deja intuir los contornos de los cocoteros mientras que el resplandor de las hogueras nos permite ver un poco más allá. Las llamas iluminan las caras de familias enteras reunidas alrededor. Y en algún punto entre la mirada de un niño y el silencio ensordecedor de la sabana, decido que África me gusta. Sin más.