martes, 14 de octubre de 2008

De optimismos y demás historias

La optimista está en Chiang Mai. O, lo que es lo mismo, la optimista no ha podido entrar en el campo de refugiados. He comprobado mi correo esta mañana ya en Mae Sariang; y nada. Ni un no ni un sí. Nada. Lo que es una putada, porque sin su aprobación definitiva no podía arriesgarme a entrar en el campo y quedar incomunicada -allí no hay Internet ni teléfono- durante días. Luego es cuando les da por empezar a solicitarme cambios. Y yo feliz en el campo sin leer los correos. No podía jugármela.

Así que estoy de nuevo en Chiang Mai -tras 12 horas en autobús local hasta Mae Sariang, despedida de la otra Olga ya que ella sí que ha entrado hoy en el campo y autobús de 5 horas más hasta Chiang Mai-. Tenía ganas de estar aquí de nuevo. Puestos a esperar quién sabe cuánto por una respuesta del periódico, qué mejor que hacerlo en una de las ciudades que más me gustan del continente asiático. Es un lugar con precedentes -muchos- y necesitaba valorar si los tenías superados o si el pasado me ancla también aquí al recuerdo.

Es mi tercera vez en Chiang Mai. Y en este caso, el refrán que reza que segundas partes nunca fueron buenas se equivoca del todo. La segunda fue mucho mejor que la primera, aunque en ambas reí y lloré, bailé y me dejé caer sobre la cama derrumbada. Pero la segunda tuvo momentos mágicos, de romance, de luces sobre el río y en el cielo, de proyectos comunes, de copas de vino en la cama, de cenas para dos, de fiestas para cinco y de visitas de amigos. Ahora, en la soledad de mi paseo por esos mismos escenarios que un día estuvieron llenos, el pasado escuece un poco. Pero necesitaba sentirlo. Me siento viva en los altos y bajos, en las dudas, en las carcajadas que se suceden al poco por el llanto. Qué le voy a hacer si soy así. Prefiero las montañas rusas a los paseos en barca por un lago.

No hay dos sin tres, dicen también. Y aquí estoy para demostrarlo. Por tercera vez en el mismo lugar y en la misma Guest House, la Rama. En ella pasé algunos de los momentos más amargos de mi primer viaje; en el segundo me reconcilié con sus paredes y en el tercero me acoge familiar, dócil, amable, cargada de voces y de gestos, de experiencias, de vivencias, de recuerdos, de pasado. Tim -su propietario, un americano gay y simpatiquísimo con el que congeniamos mucho la vez anterior- ha saltado literalmente de la barra cuando me ha visto aparecer con mi mochila en la entrada. Un abrazo, una coca-cola para resumirnos nuestras respectivas vidas durante el último año y ya me vuelvo a sentir en casa. Pero una casa vacía siempre duele. Poco a poco la iré amueblando.

A la tercera va la vencida. A ver si le doy la razón al dicho y salgo de Chiang Mai sin ningún lastre con el que seguir cargando.